Una de las conclusiones a las que puede llegarse tras la experiencia de la conducción diaria es que el vehículo se transforma demasiadas veces en la prolongación mecánica del estado de ánimo. Los coches son un arma peligrosa que responden sin queja a las exigencias de su propietario y la sencillez de su mecanismo los hace idóneos para materializar conductas temerarias. Cualquiera se ha arrancando alguna a corear a voz en grito las canciones que expide el reproductor musical, pero, ante la perspectiva de enfrentar un semáforo, ha tenido que recomponer su expresión, temeroso de detenerse en el asfalto y ser contemplado en toda su dimensión ridícula por los peatones y sus iguales al volante. Fuera de perturbados mentales o almas completamente desligadas de la opinión externa, nadie que camine por la calle escuchando melodías en sus auriculares se ve compelido irremisiblemente a dar muestra de sus paupérrimas aptitudes vocales, pero, al mando de las cuatro ruedas, el comportamiento nos resulta aceptable. Tal hecho se sustenta en el propio funcionamiento de la máquina, la cual, si bien a pequeña escala, induce en el usuario una sensación de poder y control de los elementos. El pisar del acelerador evade temporalmente de las limitaciones corporales y permite observar el mundo de un modo que el organismo humano no puede siquiera elucubrar en sus mejores sueños. El hombre es un animal ambicioso al que seduce la posibilidad de domar el entorno y los vehículos de motor son una generalización burguesa de los privilegios tradicionalmente reservados a las clases altas. Con un sencillo movimiento del brazo, la compleja estructura motorizada cumple dócilmente nuestros designios y se traslada hacia el lugar deseado sin que el físico deba realizar ningún tipo de esfuerzo.
Estas premisas antropológicas facilitan el entendimiento del porqué de las acciones arriesgadas en el tráfico. Detrás de cada maniobra en las autopistas se esconde una faceta psicológica determinada e incluso la contemplación global de los hábitos en el tránsito puede llevarnos a una calificación meridiana de los valores imperantes en una sociedad. El dogma del triunfo por encima de cualquier otra consideración cristaliza en las carreteras con una reiteración peligrosa. Ahora lo importante es llegar, sin importar las formas ni los posibles daños colaterales, y el conductor extiende este mandato ético a las horas que se mantiene al volante. Dentro de la mente de aquellos que abandonan una rotonda desde el carril interior, forzando al resto de automovilistas a detenerse para evitar males mayores, de los que, obviando el intrínseco riesgo a la cercanía de dos grandes masas, se abalanzan sobre el coche inmediatamente posterior, compeliéndolo a apartarse de su camino, o de quien se incorpora a la autopista con la certeza de que detenerse ante la circulación es una profunda derrota, habita un apremio universal que dirige el rumbo de la existencia colectiva. No hay momento para el detenimiento, la reflexión o la empatía. Si el congénere más cercano aumenta la velocidad, la inapelable obligación es hacer lo propio. Si hay un espacio inutilizado al que, súbitamente, alguien quiere trasladarse, la respuesta inmediata ha de ser acelerar para evitarlo. La solemnidad de un coche caro faculta a su poseedor a exigir pleitesía y aquel que no se retira ante sus advertencias es objeto de enardecida cólera. El celo por la riqueza inalcanzable motiva conductas frustradas, permitiendo la contemplación del bufonesco espectáculo de un vehículo herrumbroso realizando maniobras propias de Niki Lauda.
Todos los días, en la carretera, se representa el drama de las sociedades actuales. Millones de individuos compitiendo entre sí por razones ignotas, aprestándose en arribar los primeros al paraíso de ninguna parte.