lunes, 27 de febrero de 2012

Firpo contra Dempsey

Un 14 de septiembre de 1923, en el Polo Grounds de Nueva York, Jack Dempsey, tótem de la tradición más conservadora del boxeo norteamericano, noqueó a Luis Ángel Firpo, el indomable Toro Salvaje de la Pampa. En la noche de un tiempo remoto, rodeados por el clamor de millares de aficionados, seguidos, en todo el mundo, a través de emisiones de radio, ambos luchadores compusieron un encuentro de resonancias míticas. Firpo fue un luchador relativamente tardío, que comenzó a pelear a los veintitrés años. Era torpe y embrutecido, desprovisto de cualquier elegancia sobre el cuadrilátero, pero, también, inteligente y avispado, conduciendo él mismo su carrera deportiva. Firpo vivió la suerte de una época con remembranzas feriantes, en las que un tamaño descomunal o una fuerza hercúlea aún llamaban la atención como fenómenos preternaturales. Sólo de este modo logró una oportunidad ante Dempsey, la estrella, el campeón mundial de los pesos pesados, un guerrero al que superaba en altura y tonelaje. Con el gong inicial de la campana, sin embargo, el norteamericano lo arrolló, golpeándolo con un furor incontenible. Siete veces se venció el argentino, otras tanta volvió a erguirse, sólo para seguir vapuleado. Por aquel entonces, la regla del rincón neutral no regía en los organismos, permitiendo abalanzarse al hostigador al menor viso de recuperación. A falta de pocos segundos, no obstante, Firpo envió una combinación inmortal, revestida de un halo mágico. Dempsey atravesó las cuerdas, inconsciente, salió del ring y cayó encima de los periodistas. Tiempo fue, entonces, para la polémica proverbial y eterna. Hay quien dice que el árbitro tardó en comenzar la cuenta correspondiente, esperando a que el campeón fuera alzado hasta la lona. Otros sostienen que, únicamente, éste fue ayudado a retornar al ensogado, siendo el conteo honrado. Existen, también, quienes aseguran que la recuperación fue completamente legítima, escenificando un ejemplo de superación y hombría. En el segundo episodio, Dempsey buscó ejecutar con bríos renovados, desbaratando a su rival por tres veces y haciéndolo abandonar definitivamente. En aquel día lejano, Argentina estuvo más cerca del campeonato mundial de los pesos pesados que en ningún otro instante de su historia. Para muchos, Firpo representa el destino funesto de los pueblos latinoamericanos ante el imperialismo dominador de Norteamérica, la capacidad de resistencia digna frente a un enemigo insuperable. En su tumba, en Buenos Aires, hay una estatua, placas conmemorativas, el lujo postrero de un retiro dorado, monumento a la más brumosa leyenda del boxeo latinoamericano.

lunes, 20 de febrero de 2012

El miedo al tiburón

El tiburón simboliza el miedo elemental del hombre al gregarismo dentro del reino animal. Protagonista de una ficción dominadora, en la cual, cobijado en la seguridad del urbanismo, considera la naturaleza como una fámula a su servicio, el ser humano acostumbra a descubrir su vulnerabilidad de un modo traumático a inesperado. Arrojado a la brutalidad del entorno, su ego antropocéntrico se diluye ante la magna revelación de su indefensión frente a la tierra. El individuo es débil e inseguro y necesita reafirmar su primacía en todo momento. Desea lucir espléndido en su rutina diaria, retrasar, en la medida de lo posible, el envejecimiento, percibir su alrededor como un marasmo de tranquilidad, palpar con la soberbia del monarca ante su señorío, sentir los pies en la tierra, su superioridad intelectual y física, la sublimación cualitativa de los avances mecánicos, los vehículos, aviones, buques, el fastuoso despliegue de una raza empeñada en alcanzar la cima del universo. Todo parece asequible para una civilización capaz de atravesar océanos en apenas unas horas, visitar estancias siderales, superar la velocidad del sonido o llevar la electricidad a los parajes más remotos. El hombre tiene alma de rey sobrevenido, arrogante e inmaduro, consciente de su poder supremo pero sin hechuras con las que morigerar su ejercicio. El pánico de los entregados a un rol con una ceguera irreflexiva reside, inevitablemente, en lo más profundo de su inconsciente, y es la caída en el polo opuesto a su actual tránsito existencial. Así, el hombre, como consciencia universal, se aterroriza ante la perspectiva de perder el control, la facultad de escudriñar la realidad y decidir el mejor movimiento sin ninguna limitación física. Desde un punto de vista antropológico, la caída en las aguas marinas representa la involución más extrema, no ya prehistórico homínido acechado por fieras africanas, sino retorno al estadio elemental, bullir pretérito en el líquido ancestral, vistazo al espejo arcaico y pavoroso de los orígenes más primigenios. En el océano, desprovisto de la aparente seguridad de cualquiera de sus invenciones acuáticas, el individuo es un organismo intrascendente, desprotegido, un juguete para la arbitrariedad de las olas y una víctima propiciatoria para sus deidades ancestrales. Agitando, aún, los brazos, profiriendo gritos de socorro, escenifica un patetismo exclusivo de la raza humana, la angustia inenarrable del que conoce el extraordinario valor de la vida, mientras, bajo la superficie, sus piernas se agitan, turban las aguas, generan ruidos en frecuencias inaudibles, perturban la estabilidad de un reino misterioso. En este territorio insondable, el tiburón se mueve en silencio, ondula, sinuoso, la cola, contempla, hierático, indescifrable, rincones volubles, de apariencia idéntica, pero repletos de matices e indicios inestimables. Esta criatura infernal no posee racionalidad o consciencia de sí, pero su efigie, aterradora, es receptáculo inmemorial de miedos anclados en la psique del hombre. Su nariz afilada, la piel, límpida en la distancia, cicatrizada en la cercanía, la aleta, signo irreal y funesto, los dientes, afilados, copiosos, alfanjes congénitos, albos refulgentes con remembranzas de muerte, los ojos, fríos, vacíos, diríase que cegados, mirada inexpresiva, procedente de tiempos remotos, catalejo para dioses submarinos, oscuros, olvidados, más antiguos, aún, que la vida terrestre. En un instante, el escualo puede ascender, aletear hasta la presa, cerrar sus mandíbulas, indiferente, desatar una nube de sangre, teñir las aguas de rojo, generar un alarido grotesco, helador, individualmente trascendente, anécdotico en la totalidad, cuya resonancia no llegará más allá de los primeros metros de profundidad. El monstruo puede insistir o abandonar a su víctima, arrastrarla al abismo o concederle su gracia, pero, en cualquiera de los casos, será elección animal, y no resolución humana. El hombre es el tirano debelado, expulsado del trono, déspota entregado a las fauces del mundo.

martes, 14 de febrero de 2012

Aeropuertos

Aeropuertos o vórtices humanos. Lanzaderas de sueños y cementerios de anhelos frustrados. Catalizadores de energías casuales, abrevadero para monturas celestes, catedrales del culto al viaje. Nidos de pájaros iniciáticos, rutina para apátridas negociantes. A veces, majestuosos, otras, humildes, posmodernos o industriales, periféricos o céntricos. Ciudades de cristal y hormigón, eslabones de una cadena infinita. En ellos, conectan vidas heterogéneas, ocios y mandatos, carestías y lujo, visiones idealizadas, trayectos forzados, excursiones fugaces o periplos largos y ambiciosos. Cada uno es una Torre de Babel en la que se cruzan millares de desconocidos, arrastrando, invisibles, todas las cargas etéreas ligadas a su existencia. En el vacío de los aeropuertos flotan secretos íntimos, pavores infantiles, costumbres familiares y taras congénitas. Confluyen lenguas diversas, acentos exóticos, hay una polifonía casual que muta a cada despegue. Un aeropuerto multitudinario es la sublimación última del quimérico concepto del cosmopolitismo. Seres humanos de todas las regiones del mundo discurren sin enfrentamiento, preservados por la subsunción en el movimiento, focalizados en su inminente abordaje. Grupos formados por azar y estadística comparten un breve periodo de tiempo, uniendo sus espíritus en una involuntaria aproximación panteísta. Aguardando frente a la puerta de embarque, son almas a la expectativa, abandonados en parajes lejanos, dependientes de terceros, ligados al hogar, únicamente, por sus lazos íntimos y personales. En los rincones de los aeropuertos, perviven memorias nostálgicas, recuerdos sin dueño, palabras reprimidas, exudaciones de retrospectiva e incertidumbre.