Aeropuertos o vórtices humanos. Lanzaderas de sueños y cementerios de anhelos frustrados. Catalizadores de energías casuales, abrevadero para monturas celestes, catedrales del culto al viaje. Nidos de pájaros iniciáticos, rutina para apátridas negociantes. A veces, majestuosos, otras, humildes, posmodernos o industriales, periféricos o céntricos. Ciudades de cristal y hormigón, eslabones de una cadena infinita. En ellos, conectan vidas heterogéneas, ocios y mandatos, carestías y lujo, visiones idealizadas, trayectos forzados, excursiones fugaces o periplos largos y ambiciosos. Cada uno es una Torre de Babel en la que se cruzan millares de desconocidos, arrastrando, invisibles, todas las cargas etéreas ligadas a su existencia. En el vacío de los aeropuertos flotan secretos íntimos, pavores infantiles, costumbres familiares y taras congénitas. Confluyen lenguas diversas, acentos exóticos, hay una polifonía casual que muta a cada despegue. Un aeropuerto multitudinario es la sublimación última del quimérico concepto del cosmopolitismo. Seres humanos de todas las regiones del mundo discurren sin enfrentamiento, preservados por la subsunción en el movimiento, focalizados en su inminente abordaje. Grupos formados por azar y estadística comparten un breve periodo de tiempo, uniendo sus espíritus en una involuntaria aproximación panteísta. Aguardando frente a la puerta de embarque, son almas a la expectativa, abandonados en parajes lejanos, dependientes de terceros, ligados al hogar, únicamente, por sus lazos íntimos y personales. En los rincones de los aeropuertos, perviven memorias nostálgicas, recuerdos sin dueño, palabras reprimidas, exudaciones de retrospectiva e incertidumbre.
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