El fútbol, deporte colectivo por excelencia, esconde una paradoja en la figura individualista del portero. El arquero es un deportista arriesgado, ubicado por encima de lo humano y lo divino, cuyo desempeño es una constante apuesta contra los hados caprichosos de la fortuna. Este paladín moderno puede ser ensalzado hasta el Olimpo si logra soportar las acometidas del rival, pero, en un instante fugaz, la adoración puede tornar odio y el embeleso en ira. Como en cualquier deporte de equipo, los alineados poseen facilidades para camuflar un rendimiento pésimo, cobijándose bajo el palio de un día aciago o subsumiéndose en la situación crítica del conjunto. El juicio de la grada es severo, tiránico, y, en ocasiones, arbitrario, pero los futbolistas avezados y hábiles en el trato a las masas saben cubrir sus defectos mediante artimañas diversas. El portero, sin embargo, vive, a perpetuidad, en el linde del abismo. Es el ouroboros universal sobre el que gravita el concepto básico del juego, principio y final, símbolo gnóstico, luz y oscuridad imbricadas en el individuo. Cuando la pelota ronda la línea de gol, vuela, poderosa, hacia los tres palos de la portería, se detiene el diapasón de los corazones, se paraliza el hálito de los pulmones, hay una pausa intemporal, en la que el organismo se reduce a una incertidumbre sencilla, si el tanto subirá o no al marcador, si las redes se agitarán, abatidas, al contacto con la pelota. Es entonces cuando interviene el guardameta, estira su mano, rebelde, carga en sus hombros el peso de la ilusión generalizada, anhelo de sus compañeros, pasión de miles de aficionados. El proyectil es desviado, desaparece tras el arco, el tiempo corre de nuevo, él es el héroe, el salvador, el guardián celoso e inescrutable. Pero si el disparo es fácil, no levanta tensiones, marcha, dócil, hacia la rutina de los guantes expertos, y, no obstante de ello, se escapa, bota, burla a su receptor, se tambalea, como una polichinela esférica, hacia la frontera terrible, una grieta infernal se abre a los pies del portero, y éste, vapuleado, se transforma en el culpable de todos los males de la tierra. Habrá quien desate su furia y quien guarde un respetuoso silencio, pero, en cualquier caso, un sentimiento pecaminoso dimanará del desventurado, abatido por la injusticia, dolido con sus capacidades, arrepentido, incomprendido, habitante de la condescendencia cordial del resto de jugadores. El arquero es un temerario embarcado en una trayectoria suicida, que, con cada actuación brillante, alimenta la decepción solemne que embargará a sus seguidores durante sus postreros momentos. El futbolista de campo envejece y oculta su decadencia con actos de pundonor, carreras populistas, detalles de calidad, participaciones esporádicas, ideadas para su menguante aguante, demostraciones de veneración y respeto hacia la vieja leyenda. Por el contrario, cuando el portero, alentado por la subjetividad funesta de todos los deportistas, pierde facultades, pero, aún así, permanece en activo, su decadencia es un drama triste, vejatorio, cruel e inmerecido, en el que el declive es presentado ante el mundo con una claridad agresiva. Ya no quedan reflejos, no hay velocidad felina, restan, únicamente, movimientos técnicos, mecánicos, inolvidables durante el resto de la vida, pero inútiles, caricaturescos, adornos para el saqueo de unos dominios antaño inexpugnables. Desde su primera jornada en activo, el portero protagoniza una lucha utópica, abocada a un inevitable fracaso. El balón está predestinado a introducirse dentro del arco, confluye hacia los tres palos con un ímpetu natural y salvaje. Se puede retenerlo, a costa de la juventud y la preparación física, pero, al final, con el paso de los años, sólo queda abandonar el campo, desistir de una misión fútil, rendirse ante la certeza de la pelota rasgando el espacio etéreo de la portería.
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