miércoles, 25 de abril de 2012

A mi madre

Se habla de una madre como de la naturaleza, el universo, la creación o los misterios cósmicos, porque estuvo desde el comienzo e incluso antes de cualquier noción de consciencia. En los tiempos primitivos, en los que la adoración se centraba en las manifestaciones más esenciales de la realidad, la madre fue objeto de culto y tuvo rango divino. El hombre rendía pleitesía a una amplia gama de conceptos preternaturales, sol, luna, estrellas, frutos o animales, y, además, a la mujer dadora de vida, el ser capaz de cobijar dos almas en sus entrañas, de alumbrar el germen de una entidad compleja y vigorosa. Esta fe remota no es más que la representación de un lazo ancestral e indestructible, el amor incondicional de la madre, el afecto cálido e incuestionable. Una madre piensa en los hijos como porciones inherentes a sí misma, y sus pesares, preocupaciones, malestares o turbaciones viajan a través del éter y la zarandean de idéntica manera. Es el ejemplo más puro de la entrega desinteresada, el obrar bondadoso y el sentir inabarcable. La madre no puede descansar tranquila si conoce del sufrimiento de sus retoños y en pos de rescatarlos de sus tribulaciones sería capaz de descender hasta el rincón más profundo del infierno. Se entrega desde el primer instante, es continente y contenido. Cobija a la criatura, vulnerable y extraviada, vigila su desarrollo, inquieta y temeraria, lucha, en momentos arduos, persiste, indiferente a cualquier cambio. La madre posee un proyecto mucho más grande que cualquier aspiración material, lograr construir una personalidad firme en medio de la abyecta naturaleza del mundo. Sacrifica cualquier anhelo para lograr la felicidad del hijo. Se entrega, sin ánimo de recompensa, en una epopeya titánica. No negará una sonrisa. Apreciará el gesto, aparentemente, más intrascendente. Henchida de orgullo, te ensalzará en la cumbre. Caído en desgracia, te sostendrá, optimista, frente a cualquier amenaza. En el círculo vital de la relación maternal, es la sublimación de la solidaridad veraz y callada. La madre vive en jolgorio con la alegría de sus hijos. Volviendo atrás la mirada, nunca habrá dejado de contemplarte. Permanecerá, sin importar la contingencia. Nunca admonitoria, ni buscando revancha. Solamente aguardando, en la sencillez de la pose primera. Más allá del intrincado devenir de la existencia, la madre, como en el inicio, abre los brazos, a la espera de regalar una caricia sin precio. Al amanecer, el sol iluminará la tierra. En el crepúsculo, el horizonte se teñirá de naranja. La noche reinará en la madrugada, las constelaciones refulgirán en el firmamento. La madre, única y tierna, aún te acogerá, venturosa, en la certeza confortable de su abrazo sincero.

lunes, 9 de abril de 2012

El glaciar

En el extremo austral de América, aguardando tras estepas, llanuras, bosques y montes solemnes, pervive el glaciar. Encajonado entre montañas olímpicas, monstruo sobrecogedor y silencioso, el hielo surge ante la mirada, compacto e irreal, remembranza pavorosa de eones congelados. El glaciar es un exceso monumental nacido de las entrañas circulares de la tierra, esculpido entre las condiciones climáticas, el ciclo de las lluvias y la angosta grandeza de las cordilleras. Desde las cumbres nevadas, la roca parece descargar un vómito de agua petrificada, extendido hasta el infinito, oculto entre las brumas del horizonte, domeñado, únicamente, por la gélida sinuosidad del lago. En el linde entre lo sólido y lo líquido, la pared se corta, resquebrajada, hendida por una espada procedente de estancias siderales. El hielo cruje, doliente, desde sus junturas inmemoriales y las aguas tratan de horadarlo en una pelea eterna. A veces, hastiados, caen pedazos desde la mole, estallan espumas fragorosas, navegan témpanos debelados, flotando alrededor de su matriz titánica. El glaciar cubre el mundo con una quietud sepulcral y su contemplación hipnotiza y seduce con una cadencia adormecedora. Es un camposanto insondable, heredero de un reino perdido, destinado a regresar algún día, por encima de las edades del hombre. Asemeja un gigante unitario, monótono e inabarcable, pero entre sus salientes gélidos resaltan tonalidades maravillosas. El hielo juega con el sol y luce sus galas heterogéneas, colores ufanos, antiguos, pretéritos, lozanos o precoces, diamantinos en su superficie inferior. El glaciar es un innovador estético que utiliza una insólita materia prima para equilibrar su belleza. No recurre a verdes acogedores, arboledas inmensas, cimas majestuosas, torrentes impetuosos, arenas infinitas, ríos prístinos o llanuras salpimentadas de flores. Él es el hielo transformado en obra de arte, una concepción única de lo mirífico de la tierra. En sus volúmenes imperiales, hay un mensaje cifrado, procedente de tiempos remotos. Es reducto y avanzada de épocas inefables, admonición del planeta de su señorío incontrovertible, advertencia de mármol frío para sus pretendidos sojuzgadores.