lunes, 30 de julio de 2012

La vejez

La vejez es multiforme y subjetiva, cambiante y caprichosa. Puede ser regalo para algunos, puede ser condena para otros. Hay ancianos vigorosos y viejos amargados. Hay quien encuentra la tranquilidad y quien muere de tedio. Todo depende de cómo se alcance la senectud. Todo depende de cómo se asuma el declive. La vejez es el ocaso de los tiempos maquillado por la sabiduría y la pose solemne, pero si los años no caen sobre la piel, y comienzan a lacerar el ego, el ser humano se desquicia y protagoniza un envejecimiento bufonesco. Nada hay más ridículo que el rostro apergaminado, estirado hasta el infinito por el corte sórdido del bisturí y la inyección subcutánea de la jet set millonaria. Quien viva rodeado de miseria, acostumbrado al pavor de la mortandad prematura, encontrara el marchitarse del organismo un don de la deidad, pero el habituado a realizarse a través del despliegue físico habrá de hacer un esfuerzo espiritual para acomodarse al estado de progresiva decadencia. La vejez se mira con recelo desde la estancias juveniles, se advierte con miedo desde la cercanía del linde de los maduros. Hay quien la escucha, la respeta. Hay quien la ignora porque la teme. La vejez es un espejo incólume e inevitable. Siempre preferible al único modo de evitarla. Nada es eterno, ningún esfuerzo detiene lo obvio. Todo son diques ante un torrente aséptico, muros fútiles contra el ímpetu de la naturaleza. Se nace débil y vacío, embargado por la felicidad de la mente virgen. Se puede morir, también, débil, vacío, desgastado el intelecto por el cansancio de los años. La vida y la muerte se unen en los extremos, atraviesan un pago ignoto para comunicarse a través de pasajes siderales. Son los mismos ojos los que se abrieron aquel día, los que se cierran, sin testigo vivo de su primera mirada, cuando el corazón ya se ha apagado y la sangre detiene el bombeo. La vejez es una carcasa neutra, una polichinela del tiempo, una entelequia orgánica a la que sólo los temores del ser humano aportan significado. Es un atributo imponderable, la última oportunidad de apertura del espíritu.

jueves, 12 de julio de 2012

El blues de la armónica

En el blues, la armónica suena como una voz más, como un lamento desgarrado, una pícara melancolía o un virtuosismo sinuoso. La armónica se escucha llorosa y rota. Es un quejido solemne, una pose resignada y estoica. En manos del bluesman, la armónica sirve como catalizador del alma humana. El sentimiento borbotea desde el rincón más profundo del espíritu y sale expedido de los pulmones como un hálito de rítmica nostalgia. Puede ser eje de la composición, como en las descarnadas piezas de Little Walter, puede ser serpiente seductora en medio de una banda empleada en una sesión de jamming. El blues nace de la tristeza de los condenados a la opresión en las plantaciones y esta pesadumbre bruta se prende a todas y cada una de sus notas. La armónica repite el compás, enlazándose con el rasgar de las cuerdas de la guitarra. Es una plañidera armoniosa, una invocación de la pureza del sentimiento, un modo excelso de convertir el aire en arte. Traduce el ignoto idioma del ritmo corporal. El blues vive en la armónica y la armónica para el blues. Nada expresa mejor su esencia. Nada construye un sonido más conmovedor. Es la seducción de la entereza del humilde, la admiración por la doma de la desgracia. Esta música inmortal enfrenta la desdicha, pero no pretende vencerla. La asume y se interna en ella, la moldea y la torna en magia. Ya no quedan plantaciones de esclavos y el racismo, aunque vigente, pierde lentamente terreno. Pero sigue la aflicción, el desamor, la penuria o el inconformismo pasivo. El blues no es una canción protesta ni una consigna para manifestaciones. Es un hombre cansado, vapuleado por el mundo pero firme en su fortaleza interna. Es el bluesman y su armónica, cobijada entre sus manos oscuras, las gafas de sol y el sombrero ligeramente ladeado.

jueves, 5 de julio de 2012

El hombre ante el primer lienzo

El hombre,
estaba en su primavera
protegido del frío eterno
en sus cuevas
en las profundidades del mundo
hundido hasta los tuétanos
en las simas de su propio inconsciente

El hombre
con las manos impregnadas
acariciando la roca
el vientre de la madre
dibujando
en la penumbra del útero de piedra
eran él y el trazo mágico
- el búfalo, el ciervo, el alce,
el mamut silencioso y melancólico -

El hombre
vivía aterido
temeroso del salvajismo de la tierra
oyendo los rumores
amenazantes
los ecos de los vientos polares
surcando las costuras palpitantes
del mundo

El hombre
solitario, alumbrando por hogueras trémulas
él solo y quizá algo más
él solo y además todo
el todo de la humanidad en sus albores
el llanto de la tribu universal
de la niñez primera
y el lienzo hirviendo de sueños
de imágenes y fábulas

Él, al final de la gruta
sucio, desdentado,
quizá enfermo
musitando letanías olvidadas
levitando en el éxtasis del arte
sorprendido, fascinado
temeroso de su pintura
ignorante de su propio
genio

Y algún día,
puede que muera
quizá en el abismo
o en la pradera
herido, o afiebrado

El hombre cerrando los ojos,
enterrado, frío y desconocido
lejos de su anónima maravilla

La sima,
cegada por el tiempo
Los hombres,
enfrentados para siempre

Y la luz eléctrica,
el sucesor, el descendiente
milenario
Horadando en la memoria
vaga y soñada
del éter del universo

Alumbrando las paredes
caminando, a paso lento
agachado, cubriéndose
cauteloso
de la telaraña de escarpias
y colgantes dientes
cavernarios

Allí está el hombre,
otra vez
embelesado ante aquel estallido
la mirada fija, el foco caído
en el suelo

Y el cuadro sobre la piedra
exhumado de un sopor de siglos
el dibujo, la pasión
la incognoscible inspiración
del chamán primigenio

Revelada al mundo, celebrada,
estudiada e idolatrada
asediada por la emoción,
la curiosidad,
el tedio de la visita forzada

Allá en lo alto
abajo, entre los túneles y las quebradas
duerme el sueño de las beldades
la expresión más humana de la tierra

Está el esbozo, la vívida recreación
de criaturas perdidas,
está la lumbre de los tiempos

Está él

El hombre,
tendido sobre las pieles
arrastrando un dedo rojo
sobre la corteza infinita de la tierra



lunes, 2 de julio de 2012

Soberanos y subordinados

El monarca y el subordinado. El ego y la envidia. Dos rostros de la paradoja humana, la mezquindad y la grandeza sobre el eje de una dualidad imperecedera. La Historia repite arquetipos con una cadencia fascinante. No importa el siglo, siquiera el milenio. Las estructuras de poder se reiteran, las tragedias reverdecen, los hombres se relacionan ante un espejo invisible. El mundo del pasado es un mundo de arrojo y guerra. El triunfo militar es la sublimación de la excelencia. El héroe, el paladín, el estratega, el ídolo de las masas. El gobernante, supremo y narcisista, no puede soportar los éxitos de sus más renombrados comandantes. El jolgorio por la victoria posee un límite determinado, la fama creciente, el miedo paranoico a ver ensombrecido su dominio. Tal fue Valentino III con el último héroe de Roma, el bárbaro Flavio Aecio. Aquel caballero extemporáneo había otorgado aliento al Imperio en mitad de su derrumbe colosal, pero las habladurías y maledicencias lo condenaron a una sucia muerte por asesinato. Robert Graves inmortalizó la tristeza del portentoso Conde Belisario, condenado a un final hiriente, a pesar de sus inmaculados servicios, por el despotismo cuasi divino de Justiniano I. Es el tributo inmerecido de los hombres enteros, la mediocridad contenida tras el lujo del soberano. Los ejemplos son copiosos hasta un grado inquietante y cuanto menos malicioso sea el general en entredicho, mayores sus probabilidades de terminar sesgado por los celos. El mejor de los caballeros de Alfonso VI, rey de León y de Castilla, vivió la mitad de su existencia desterrado de su patria. Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, sembró el germen de una obra excelsa de la lengua castellana, pero también personificó el absurdo de la brillantez despreciada y abandonada. El esquema se prolonga hasta las puertas del pasado más reciente. Hay quien dice que Hitler profesaba cierta desazón hacia Erwin Rommel, el laureado Zorro del Desierto de las dunas norteafricanas. El mismo Stalin hostigó al mariscal Zhukov y aunque no llegó a atreverse a exterminarlo durante sus purgas, tal era la fama del héroe entre la población soviética, sí lo condenó al ostracismo en posiciones irrelevantes. En Cuba, el general Arnaldo Ochoa, vencedor en la liberación de Angola, fue fusilado por delitos de narcotráfico, pero algunos estudiosos consideran que su proceso fue una maniobra de Castro para desprenderse de un foco latente de oposición política. Sólo el avispado sobrevive, sólo quien es capaz de dejar atrás la honra y la formalidad de la palabra dada. A Hernan Cortés lo incomodaron desde la base de Cuba e incluso su gobernador, Diego Velázquez, llegó a enviar un subalterno para atraparlo durante su conquista de México. Cortés supo no ser dócil y alejar de sí el yugo inmemorial de la jerarquía. La Historia aleccionando con la moral dudosa de la civilización humana. El noble, el entregado, el confiado en librarse de todo mal probando su manifiesta inocencia, es pasto para las fieras del poder, un pedazo de carne arrojado a la jauría. La rectitud inmaculada es garantía de muerte. Sobrevive sólo el que aprende a pensar para sí mismo, el que encuentra dentro de sí una pequeña veta de malicia.