En el blues, la armónica
suena como una voz más, como un lamento desgarrado, una pícara
melancolía o un virtuosismo sinuoso. La armónica se escucha llorosa
y rota. Es un quejido solemne, una pose resignada y estoica. En manos
del bluesman, la armónica sirve como catalizador del alma humana. El
sentimiento borbotea desde el rincón más profundo del espíritu y
sale expedido de los pulmones como un hálito de rítmica nostalgia.
Puede ser eje de la composición, como en las descarnadas piezas de
Little Walter, puede ser serpiente seductora en medio de una banda
empleada en una sesión de jamming. El blues nace de la tristeza de
los condenados a la opresión en las plantaciones y esta pesadumbre
bruta se prende a todas y cada una de sus notas. La armónica repite
el compás, enlazándose con el rasgar de las cuerdas de la guitarra.
Es una plañidera armoniosa, una invocación de la pureza del
sentimiento, un modo excelso de convertir el aire en arte. Traduce el
ignoto idioma del ritmo corporal. El blues vive en la armónica y la
armónica para el blues. Nada expresa mejor su esencia. Nada
construye un sonido más conmovedor. Es la seducción de la entereza
del humilde, la admiración por la doma de la desgracia. Esta música
inmortal enfrenta la desdicha, pero no pretende vencerla. La asume y
se interna en ella, la moldea y la torna en magia. Ya no quedan
plantaciones de esclavos y el racismo, aunque vigente, pierde
lentamente terreno. Pero sigue la aflicción, el desamor, la penuria
o el inconformismo pasivo. El blues no es una canción protesta ni
una consigna para manifestaciones. Es un hombre cansado, vapuleado
por el mundo pero firme en su fortaleza interna. Es el bluesman y su
armónica, cobijada entre sus manos oscuras, las gafas de sol y el
sombrero ligeramente ladeado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.