jueves, 12 de julio de 2012

El blues de la armónica

En el blues, la armónica suena como una voz más, como un lamento desgarrado, una pícara melancolía o un virtuosismo sinuoso. La armónica se escucha llorosa y rota. Es un quejido solemne, una pose resignada y estoica. En manos del bluesman, la armónica sirve como catalizador del alma humana. El sentimiento borbotea desde el rincón más profundo del espíritu y sale expedido de los pulmones como un hálito de rítmica nostalgia. Puede ser eje de la composición, como en las descarnadas piezas de Little Walter, puede ser serpiente seductora en medio de una banda empleada en una sesión de jamming. El blues nace de la tristeza de los condenados a la opresión en las plantaciones y esta pesadumbre bruta se prende a todas y cada una de sus notas. La armónica repite el compás, enlazándose con el rasgar de las cuerdas de la guitarra. Es una plañidera armoniosa, una invocación de la pureza del sentimiento, un modo excelso de convertir el aire en arte. Traduce el ignoto idioma del ritmo corporal. El blues vive en la armónica y la armónica para el blues. Nada expresa mejor su esencia. Nada construye un sonido más conmovedor. Es la seducción de la entereza del humilde, la admiración por la doma de la desgracia. Esta música inmortal enfrenta la desdicha, pero no pretende vencerla. La asume y se interna en ella, la moldea y la torna en magia. Ya no quedan plantaciones de esclavos y el racismo, aunque vigente, pierde lentamente terreno. Pero sigue la aflicción, el desamor, la penuria o el inconformismo pasivo. El blues no es una canción protesta ni una consigna para manifestaciones. Es un hombre cansado, vapuleado por el mundo pero firme en su fortaleza interna. Es el bluesman y su armónica, cobijada entre sus manos oscuras, las gafas de sol y el sombrero ligeramente ladeado.

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