lunes, 15 de agosto de 2011

Mao

La Historia se escribe con sangre. El hombre es el único animal que mata a sus semejantes por intereses espurios, calculados, para lograr objetivos materiales y cumplir con los planes proyectados. Si se abre un libro académico, comprobándose quienes son los citados como figuras de relevancia, desde la más remota antigüedad se destaca a individuos que, con mayor o menor virulencia, son responsables de la muerte de otros seres humanos. Si ,en tiempos de Ramsés II, hubo padres de familia humildes, cariñosos, madres entregadas a sus hijos, almas generosas, espíritus bondadosos, el paso de los años no ha dejado constancia de ellos. En las estelas monumentales, se loan victorias sobre pueblos remotos, batallas multitudinarias, monumentos levantados con la extenuación de los esclavos. Poco a poco, la civilización se ha reconducido, al menos en algunas latitudes, pero, durante siglos, los grandes prohombres, ilustrados o ignorantes, violentos o reflexivos, han decidido sobre la existencia de sus coetáneos. Nabucodonosor dio lustre a Babilonia, la transformó en una urbe cosmopolita, pero, en el camino, decenas de ciudades cayeron ante el poder de sus mesnadas. Julio César, genio y estratega, sentó los cimientos de la autoridad imperial de Roma, llegando a dejar constancia, en dos obras capitales, de sus prolongadas hazañas guerreras a lo largo y ancho de Europa y el Mediterráneo. Carlomagno, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, Carlos I,  Robespierre, Bolívar, Bismarck, Garibaldi y tantos otros, henchidos por un aura de misión trascendente, avanzaron en pos de un ideal, sin detenerse a considerar la eventualidad de pérdidas humanas. La Historia posee el lujo de la contemplación a distancia, apartada de los llantos del momento, las carnicerías, el dolor, los dramas y las tragedias familiares. En los análisis en retrospectiva, pueden estudiarse los precedentes, sentar cátedras, minimizar daños, cobijarse en las evidencias colectivas. El hombre que lleva el progreso a una nación inmersa en el caos puede haber causado el mal a cientos de miles de sus semejantes, pero, incluso reconociendo su carácter malévolo, su retrato figurará eternamente en los libros, destacando sus incontrovertibles avances.

Esta paradoja macabra encuentra un ejemplo meridiano en la figura de Mao Tse – Tung, venerado icono de la República Popular China. Su biografía es una epopeya fascinante, excesiva, más propia de un héroe de la mitología que de un hombre del siglo XX. Si la bondad puede inferirse de las sensaciones generadas en las personas del entorno, no cabe duda de que este líder revolucionario fue un ser malvado. Mucho antes, incluso, de rondar el poder supremo, inmerso, aún, en la lucha insurgente, sobre él recae la responsabilidad de purgas terribles y abusos en masa. Sentado en el trono rojo de la China marxista, cercenó intelectuales, oprimió al pueblo, lo condenó, a través de extravagantes planes estatales, a hambrunas lacerantes. Sembró la esquizofrenia entre los jóvenes con la Revolución Cultural, desató, a conciencia, el instinto animal de las almas alienadas. Hasta su último suspiro, sembró un pavor atávico en la cúpula del Partido Comunista Chino, se erigió en divinidad, instituyó el culto a su persona. Y, sin embargo, cuando el mundo, en épocas futuras, contemple su trayectoria, lo citará, a buen seguro, como un sujeto notable. Mao Tse – Tung pasó la mayor parte de su vida aplicado en el combate, alentado por una retórica elaborada, presto a lanzar sentencias taxativas, revestidas por la estructura de la vieja literatura oriental, pero cargadas por el radicalismo de ideologías novedosas. Antes del inicio de la disputa, China era un país feudal, vagando en un medievo extemporáneo, tan inmenso como domeñado por las potencias occidentales, humillado, irrelevante, sometido al arbitrio, primero, del Emperador, y luego, más tarde, al de caudillos militares, señores de la guerra y burgueses republicanos. El Partido Comunista buscó la reconciliación con la grandeza perdida, lideró la resistencia contra el invasor japonés, tomó parte en la Guerra de Corea, fue visto con recelo por los Estados Unidos, pero, también, lejos de transformarse en un satélite soviético, por los dirigentes de Moscú. En los años de Mao, China adquirió solidez, rigidez, esencia de nación fuerte, dejó de verse como terreno fértil para tendencias neocoloniales.

Hoy día, China levanta murmullos en el resto de mundo, es contemplada como un ente temible, se profetiza su ascenso a la dirección del planeta. Poco queda de la utopía marxista de la deidad roja, Mao. Den Xiaoping, en algún momento perseguido por éste, dio un giro brusco a la política, desatando un crecimiento económico desorbitado. Este cambio de rumbo, sin embargo, no hubiera sido posible sin la labor sobrehumana de Mao. Por encima de la tragedia, el asesinato y los atropellos a la dignidad humana, bajo su puño férreo, la nación pasó de la ignominia al primer plano internacional. El hombre experimenta una fascinación funesta por la ostentación del poder omnímodo, las lágrimas por el sufrimiento se evaporan con el transcurso de los años. Si, en siglos venideros, la humanidad sigue rigiéndose por los mismos valores desquiciados, se hablará de Mao Tse – Tung con la misma reverencia solemne que de Octavio Augusto, el primero de los emperadores romanos.