miércoles, 14 de noviembre de 2012

La pesca

Sobre las trémulas aguas del lago
en el negror incipiente del crepúsculo
el pescador tiende su caña
de nuevo
el pescador mira al espacio infinito


Ya pasó el éxtasis de la jornada
ya se pierde el sol en la distancia
ya fue el sol del pescador
lo dicen sus luengas manos marchitas


Tiembla
la caña, entre los dedos
del hombre


Habla
el anzuelo, desde su
penumbra oscura


El pescador, sobre la vieja barca
aferra la caña bajo la luna
la posee él, o ella lo doma
el hombre y la caña bajo la luna


Lo arranca de su tiniebla cegada
lo atrapa en su celada de hierro
el sedal sisea su vibración de muerte
el pescador alza su presa hacia la noche
pura


Boquea
el pez herido,
desesperado


Palpitan
sus agallas, supuran
el miedo


El hombre lo sostiene entre sus manos
                                               ajadas
El hombre lo contempla desde sus surcos
                                            profundos


Sobre la hondura abisal
del lago en cabrilleo
el pescador se ha inclinado
en la cubierta del bote


Callado, quieto, pensando
quién sabe, en sí mismo
el pescador abre los brazos
y libera al prisionero


Ambos, en su soledad
de pez y hombre


Se sienten remar entre el limo y la roca
Se sienten nadar hacia el muelle último

martes, 30 de octubre de 2012

Haikus (intento)

Lluvias de otoño
el agua delatada
por las farolas


Atardecer en el retrovisor
recuerdos de la infancia
en la lejanía


El mismo árbol que entonces
en la pradera de julio
verano


El hombre anciano
asoleado, olvidado y marchito
parque matutino


Truena una nube
en la tarde de octubre
la mujer somnolienta


El rascacielos de acero
la tormenta lo castiga
antes que ninguno


Metro en la mañana
el violín en la encrucijada
del laberinto


Crujido en mis pisadas
árboles y hojas
amantes malditos


Doce avisos de madrugada
insomnio veraniego
entre las sábanas


Cae el sol en la distancia
nunca volveré
a esta nada sublime

martes, 23 de octubre de 2012

Entre la muerte

Ha entrado de noche, cobijado por la decrépita luminosidad de una Luna menguante. Camina entre lápidas y tumbas, entre raíces y sepulturas olvidadas, entre exvotos, fotografías marchitas, entre panteones derrotados por el tiempo. Allá se oye un rumor, susurro de hojas, pavor silbante de los vientos del osario. Desde algún lugar lo miran, los otros, lo escrutan las calaveras, pulcras y sonrientes, el polvo inmemorial de los huesos enterrados. A través de aquellas escaleras de mármol, podría bajar al mausoleo. Lo llama, desde sus columnas pétreas, de templo funesto, de mansión derribada, desde su integridad portentosa de monumento fútil a lo arrebatado. Pero no quiere, y sigue su marcha. Ahora extiende sus manos, se deja acariciar por el aire macabro del cementerio. Se lleva las palmas al rostro, busca la línea que lo conduzca a la puerta, el susurro que le indique la senda. Más nada llega, sólo la carne oscurecida por la noche, sus dedos encrespados por la gélida madrugada. Al final, extenuado, decide sentarse. Aún resta toda la noche para que vuelva a surgir el sol en el firmamento. Se detiene, respira, descansa en ese montículo innombrable, acuclillado en el césped mortecino, amparado por el ramaje de un ciprés y la sombra de una estatua enmohecida. Allí permanece, todavía, cada noche en el camposanto abandonado. Queda silencioso entre epitafios, recuerdos, dedicatorias, entre fechas inútiles y rastros de llantos agotados. Se reconforta, a la espera de la nada. Respira el aroma inescrutable de los siglos, la fragancia pagana de la muerte.

martes, 16 de octubre de 2012

Sobre el delfín

Tiene algo de sueño, el delfín, una esencia irreal o etéra. Lo vemos rasgando la superficie de las aguas. Allá sale, la aleta firme entre las olas, mientras su cola agita la espuma y proyecta volutas de sal y misterio. El delfín asciende desde sus profundidades y se deja acariciar por los hombres, pero observa la claridad del sol y el tenue hedor de la decadencia perpetua, y ya desea huir de nuevo a su reino submarino. Habla y se comunica en un lenguaje ignoto, indescifrable, practica el vocabulario de los seres mitológicos, el verbo perdido de las sirenas. Los marinos lo ven, lo señalan, se embelesan y sonríen. Ha surgido a la par que la nave, sigue su curso durante unas millas. Fascinándose con su estilismo, quieren ser parte de su secreto, pero el delfín ríe, venturoso, y se hunde en la inmensidad del océano. Se deja arrullar por los niños, tomar fotos por los turistas, abrazar por bañistas afortunados o alimentar por oceanógrafos y documentalistas. Pero es sólo lástima, piedad, condescendencia de alma sabia. Llora por nosotros, el delfín, nos compadece desde su paraíso sumergido. Ya sólo hay cabrilleo, aguas trémulas, mares en silencio, ya sólo hay un rumor de olas donde antes nadaba el príncipe de las mareas.

domingo, 19 de agosto de 2012

Action Heroes

El cine de acción en la década de los ochenta era más sencillo, más puro, menos artificioso y más sincero. Este cine es la última evolución del verdadero producto estrella de Hollywood, su simiente y su pasado, la epopeya del western. El western termina siendo, en esencia, un hombre solitario enfrentado a un enemigo pérfido, y este código alentador es el que dirige el rumbo de los grandes héroes de la acción clásica. Los Schwarzenegger, Willis o Stallone son versiones modernizadas y musculadas de John Wayne o Gary Cooper, lo cual no implica que la modernización sea siempre un concepto positivo. Los villanos tradicionales pasaron a ser terroristas, narcotraficantes o asiáticos comunistas, colectivos susceptibles de sustituir en el inconsciente americano la maltratada efigie de las tribus indígenas. Estados Unidos golpea primero y cuando no queda nada en pie se arrodilla, medita, siente remordimiento y lanza algún libro o película, donde denuncia las maldades pasadas y reclama monumentos conmemorativos sobre el baldío osario de su enésima víctima. En general, los héroes de acción eran tipos duros que ya no llevaban un colt a la cintura, pero sí armas automáticas que elevaban los viejos tiroteos a la enésima potencia. Conectaban con la base más elemental del cerebro humano, que es la del ojo por ojo, antiguo ya en tiempos de Hammurabi, y, en lugar de aturdir con confusos guiones o motivaciones psicológicas, explotaban la simplicidad masculina del macho triunfador frente a todas las adversidades. El paladín indomable vive desde la época de Homero y tanto Aquiles como Héctor son ejemplos arcanos de duchos pistoleros. Al hombre le fascinan los héroes porque son capaces de contender contra entornos hostiles y esto no es más que una proyección reprimida del tirano sociópata que todo individuo cobija en algún rincón de su alma. A Hollywood se le gastó esta fórmula porque la gente pedía legitimación a tanta violencia, que la muerte ha de justificarse por algún fin abstracto, necesario y solemne. Ahora, la pantalla también se tiñe de sangre, pero, como en las noticias, sólo después de una concienzuda digresión de los guionistas.

lunes, 30 de julio de 2012

La vejez

La vejez es multiforme y subjetiva, cambiante y caprichosa. Puede ser regalo para algunos, puede ser condena para otros. Hay ancianos vigorosos y viejos amargados. Hay quien encuentra la tranquilidad y quien muere de tedio. Todo depende de cómo se alcance la senectud. Todo depende de cómo se asuma el declive. La vejez es el ocaso de los tiempos maquillado por la sabiduría y la pose solemne, pero si los años no caen sobre la piel, y comienzan a lacerar el ego, el ser humano se desquicia y protagoniza un envejecimiento bufonesco. Nada hay más ridículo que el rostro apergaminado, estirado hasta el infinito por el corte sórdido del bisturí y la inyección subcutánea de la jet set millonaria. Quien viva rodeado de miseria, acostumbrado al pavor de la mortandad prematura, encontrara el marchitarse del organismo un don de la deidad, pero el habituado a realizarse a través del despliegue físico habrá de hacer un esfuerzo espiritual para acomodarse al estado de progresiva decadencia. La vejez se mira con recelo desde la estancias juveniles, se advierte con miedo desde la cercanía del linde de los maduros. Hay quien la escucha, la respeta. Hay quien la ignora porque la teme. La vejez es un espejo incólume e inevitable. Siempre preferible al único modo de evitarla. Nada es eterno, ningún esfuerzo detiene lo obvio. Todo son diques ante un torrente aséptico, muros fútiles contra el ímpetu de la naturaleza. Se nace débil y vacío, embargado por la felicidad de la mente virgen. Se puede morir, también, débil, vacío, desgastado el intelecto por el cansancio de los años. La vida y la muerte se unen en los extremos, atraviesan un pago ignoto para comunicarse a través de pasajes siderales. Son los mismos ojos los que se abrieron aquel día, los que se cierran, sin testigo vivo de su primera mirada, cuando el corazón ya se ha apagado y la sangre detiene el bombeo. La vejez es una carcasa neutra, una polichinela del tiempo, una entelequia orgánica a la que sólo los temores del ser humano aportan significado. Es un atributo imponderable, la última oportunidad de apertura del espíritu.

jueves, 12 de julio de 2012

El blues de la armónica

En el blues, la armónica suena como una voz más, como un lamento desgarrado, una pícara melancolía o un virtuosismo sinuoso. La armónica se escucha llorosa y rota. Es un quejido solemne, una pose resignada y estoica. En manos del bluesman, la armónica sirve como catalizador del alma humana. El sentimiento borbotea desde el rincón más profundo del espíritu y sale expedido de los pulmones como un hálito de rítmica nostalgia. Puede ser eje de la composición, como en las descarnadas piezas de Little Walter, puede ser serpiente seductora en medio de una banda empleada en una sesión de jamming. El blues nace de la tristeza de los condenados a la opresión en las plantaciones y esta pesadumbre bruta se prende a todas y cada una de sus notas. La armónica repite el compás, enlazándose con el rasgar de las cuerdas de la guitarra. Es una plañidera armoniosa, una invocación de la pureza del sentimiento, un modo excelso de convertir el aire en arte. Traduce el ignoto idioma del ritmo corporal. El blues vive en la armónica y la armónica para el blues. Nada expresa mejor su esencia. Nada construye un sonido más conmovedor. Es la seducción de la entereza del humilde, la admiración por la doma de la desgracia. Esta música inmortal enfrenta la desdicha, pero no pretende vencerla. La asume y se interna en ella, la moldea y la torna en magia. Ya no quedan plantaciones de esclavos y el racismo, aunque vigente, pierde lentamente terreno. Pero sigue la aflicción, el desamor, la penuria o el inconformismo pasivo. El blues no es una canción protesta ni una consigna para manifestaciones. Es un hombre cansado, vapuleado por el mundo pero firme en su fortaleza interna. Es el bluesman y su armónica, cobijada entre sus manos oscuras, las gafas de sol y el sombrero ligeramente ladeado.