lunes, 19 de marzo de 2012

A mi padre

Un padre es el comienzo de todo, pieza de una dualidad imprescindible, un modelo, un espejo, un refugio, un lago arcano y primero, reflejo de placidez y confianza. Es una presencia inasible que no surge ni se presenta, acompaña, desde antes, vela, hasta siempre. Detrás de cualquier integridad madura hay un progenitor esforzado, un cimiento preternatural, un trabajo de dimensiones intemporales. Un padre representa el amor eterno, un débito o una hipoteca de afecto, infinitos paseos en la mañana, entre libros apergaminados y reducidos de precio. Sostiene, sin condición ni ambiciones, aguarda, cauteloso, tras los pequeños triunfos de la vida. Hacia él se vuelven los ojos cuando el mundo afila sus dientes, es el dios terrenal de los agnósticos, un ideal, una estampa, un seguro hasta el fin de los tiempos. Un padre inculca un modo de ser, pelea, quizá, inconsciente, contra la obscena vileza del universo, eleva un escudo, durante años, protegiendo la vulnerabilidad del niño, lo arranca de las garras de la maledicencia, lo aparta de la congénita inclinación a lo mezquino. Por un padre se es bueno, y no malo, compasivo, y no egoísta, honesto, y no corrompido. Es el caballero juglaresco que domeña al monstruo de las inclinaciones perversas, un alquimista moral, un templario ético. Es un equipo de fútbol, una tradición y un tótem, un ideario sencillo o el nido acogedor para un vuelo reflexivo. Un padre es inviolable, tesoro tras la muralla del alma, joya engarzada en el espíritu, santuario erigido en el centro del pensamiento. Es inamovible y pétreo, presente inmemorial, pasado de ensueño. No se lo aparta de la individualidad bajo ninguna circunstancia, goza de un sitial privilegiado, sea cual sea el contratiempo. A un padre no se lo habla con palabras, sino con actos, con miradas, gestos o recuerdos. Entre el padre y su hijo hay un fluir indestructible, que atraviesa distancias lejanas, una comunión pura e insondable, un misterio sobrecogedor y críptico. El hijo sopesa su ego y maquina deseos de gloria, ensalza sus creaciones y anhela proyectos de grandeza. Pero tras él está el padre, mudo, silencioso, condescendiente y humilde, y el hijo sólo aspira, entonces, a poder simbolizar lo mismo algún día.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El cerco de los Andes

En Santiago de Chile viven más de cinco millones de personas, pero una geografía majestuosa torna su borboteo urbanístico en un raquítico hormigueo anecdótico. Por sus calles corren ríos de individuos, azorados y presurosos, hay mendicantes, puestos de fruta, vendedores de fruslerías y dulces artesanales. Se entrecruzan los atareados con ociosos y adolescentes, chillan los cláxones de los vehículos, sudan los conductores encerrados en el atasco. Santiago no posee el encanto de una arquitectura deslumbrante, ni retiene la magia decadente de los barrios crepusculares, carece, siquiera, de un ambicioso planteamiento de desarrollo posmoderno. Una tras otra, las construcciones heterogéneas se suceden, se refleja la catedral en las paredes acristaladas del rascacielos, compiten los bloques de pisos en su altura y monotonía de colmenas soviéticas. En sus vías secundarias se acumulan los comercios de proporciones diminutas, tiendas extintas en Europa, ferias sin patrón determinante o zulos angostos, ocupados por un tendero hastiado y algunas empanadas de aspecto insalubre. En el corazón de la urbe laten vísceras de cemento y asfalto, ráfagas de tecnocracia inconstante, moles grisáceas y asépticas, enhiestas sobre la mezquindad estética de obras modestas y morigeradas. Sólo el trazado persigue la quimera de una ordenación armoniosa, dibujando avenidas amplias, interminables, interconectadas, sendas magnas y solemnes, aderezadas por nombres de próceres gloriosos y flanqueadas por la sombra de los árboles y el denuedo de ciclistas esforzados. Santiago es un torrente de urbanidad pura, en el sentido más práctico del término, expresión neutra y vacía de las necesidades expansivas del hombre. Si detrás de la belleza arquitectónica reside el alma espiritual de un enamorado de la utopía, la ciudad puede ser, por el contrario, únicamente urbe, alquimia de hormigón y viga, compacto ente tentacular, nacido de sí mismo, sin responder al arbitrio de superioridad alguna. Santiago podría sobrecoger, zarandear a su residente, hostigarlo, asfixiarlo, encelarlo en su laberinto de pragmatismo descontrolado, golpearlo con vaharadas de polución y carburante. Pero la salvación aguarda, no obstante, a un giro de cuello, sólo elevando la vista hacia las alturas. Santiago se despliega en un llano inmenso y desolado, pero, en último término, queda circunscrito al limes inmemorial de la desorbitada cordillera de los Andes. Todo el bullir caótico de la ciudad acelerada queda encerrado por el cerco de unos titanes precolombinos, ajenos a la rutina del hombre, gigantes de piedra arcana, murallas quebradas, desafío terrenal a los cielos. Bajo la mirada hierática de los montes, Santiago muta y se transforma, progresa o cae en declive. Infinidad de individuos, día tras día, orbitan alrededor de sus insignificantes contratiempos personales. Vuelven sus ojos a sí y se anegan con su nimiedad existencial. Pero los Andes contemplan y no dicen, escrutan y no hacen. Permanecen y aguardan, firmes en derredor del llano, están y estuvieron, estarán hasta el ocaso del mundo. El asedio de la cordillera apresa una nube de contaminación e inmundicia. Junto a ella, también, queda un extracto en bruto de la ridícula intrascendencia humana. 

lunes, 5 de marzo de 2012

Colón o la inescrutable senda de lo trascendente

Cristóbal Colón es la llave fundacional de un mundo tan inmenso como particular, el continente americano. Lejos de reunir cualidades de prohombre, ostentar un linaje esplendoroso, remontarse a antepasados ilustres o ser objeto de atención de compiladores y biógrafos, este marino trascendente fue un hombre enigmático, cuyo origen y natalicio se pierden en la bruma de los tiempos. Aunque la historiografía tienda a ubicarlo en el seno de la plaza de Génova, no ha faltado quien lo atribuya a Galicia, Cataluña, Portugal o Sevilla. Salvador de Madariaga lo consideró un descendiente de judíos sefardíes, huidos de la Península Ibérica a raíz de las persecuciones hacia la comunidad hebraica. En su infancia y juventud, se lo enmarca como hijo de un tabernero, sirviendo vino a los navegantes, escuchando sus relatos excesivos, sus aventuras oceánicas, anécdotas de riesgo y misterio. Oculto tras la constante incertidumbre de un velo avergonzado, se lo intuye en los mares del norte, de visita más allá de el extremo austral de Gran Bretaña, en los confines de la Ultima Thule de los romanos, Islandia, naufragado en una acción con sospechosos indicios de piratería. Iluminado, en algún momento, por la bendición del anhelo subjetivo, Colón cree advertir, tras la enormidad del océano Atlántico, una ruta nueva hacia las Indias, o, quizá, el camino a una tierra sin mácula, un reino virginal, un paraíso inédito. Su pasión descubridora, ofertada en todas las cortes de Europa, atendida, finalmente, sólo en la de España, representa la genialidad del predestinado frente a la ciencia milimétrica del concienzudo. Nulo matemático, marinero paupérrimo, cartógrafo aficionado, comandante falto de empatía, no lo alentaba, en esencia, un laborioso estudio de atlas y portulanos, sino la lectura de obras fantásticas, libros de profecías, el fulgor de las vivencias de Marco Polo, el arrojo y la ambición desmedida. Ni sus más entregados hagiográfos pueden negar los claroscuros que salpimentan su controvertida persona, su escasa popularidad entre los tripulantes, el desapego por la integridad de los indígenas, sus celos, inveterados, su manía persecutoria y el pavor a ser privado de la consecución de su misión de su vida. Alejo Carpentier lo dibujó como un individuo mezquino, entregado a satisfacer su ego, fabulador y falsario, conocedor de informaciones privilegiadas, nunca reveladas, en loor de su propia fama. Cristóbal Colón murió en cierta pobreza, superado por el reverso trascendental de su figura, caído en desgracia como gobernador, abatido guardián de un predio sobre el que comenzaban a precipitarse una plaga de dimensiones bíblicas. Siquiera sus huesos gozan de la seguridad de un enterramiento solemne. En su muerte, como en su nacimiento, los analistas oponen pareceres, dudan de su emplazamiento postrero. América bulle de vida, luce una individualidad mestiza, se enorgullece de una mixtura única, retoño mitológico, surgido de la convulsión y el cataclismo, el choque violento y apocalíptico entre dos mundos diametralmente opuestos. Un tapiz deslumbrante germinado durante milenios, enroscado en torno al epicentro de este aventurero revelado. Por encima de sus inquinas y vesanias, Colón es el ejemplo definitorio de que la humanidad no camina, exclusivamente, por los raíles de la racionalidad y el progreso académico. Participa del mismo tronco que soñadores como Heinrich Schliemann, persigue una quimera etérea, remotamente relacionada con signos externos, esculpida en el laberinto de su alma, producto artístico, por sí solo, ilusión, originalidad sin espejo, viento invisible soplando tras el velamen de tres carabelas. En la Historia, este hombre de moralidad discutible es un gigante de proporciones cósmicas. Firma de autor, chispa de genio. El mundo es éste, y no otro, por el egotista fervor de un oscuro marino nacido en el medioevo.