Cristóbal Colón es la llave fundacional de un mundo tan inmenso como particular, el continente americano. Lejos de reunir cualidades de prohombre, ostentar un linaje esplendoroso, remontarse a antepasados ilustres o ser objeto de atención de compiladores y biógrafos, este marino trascendente fue un hombre enigmático, cuyo origen y natalicio se pierden en la bruma de los tiempos. Aunque la historiografía tienda a ubicarlo en el seno de la plaza de Génova, no ha faltado quien lo atribuya a Galicia, Cataluña, Portugal o Sevilla. Salvador de Madariaga lo consideró un descendiente de judíos sefardíes, huidos de la Península Ibérica a raíz de las persecuciones hacia la comunidad hebraica. En su infancia y juventud, se lo enmarca como hijo de un tabernero, sirviendo vino a los navegantes, escuchando sus relatos excesivos, sus aventuras oceánicas, anécdotas de riesgo y misterio. Oculto tras la constante incertidumbre de un velo avergonzado, se lo intuye en los mares del norte, de visita más allá de el extremo austral de Gran Bretaña, en los confines de la Ultima Thule de los romanos, Islandia, naufragado en una acción con sospechosos indicios de piratería. Iluminado, en algún momento, por la bendición del anhelo subjetivo, Colón cree advertir, tras la enormidad del océano Atlántico, una ruta nueva hacia las Indias, o, quizá, el camino a una tierra sin mácula, un reino virginal, un paraíso inédito. Su pasión descubridora, ofertada en todas las cortes de Europa, atendida, finalmente, sólo en la de España, representa la genialidad del predestinado frente a la ciencia milimétrica del concienzudo. Nulo matemático, marinero paupérrimo, cartógrafo aficionado, comandante falto de empatía, no lo alentaba, en esencia, un laborioso estudio de atlas y portulanos, sino la lectura de obras fantásticas, libros de profecías, el fulgor de las vivencias de Marco Polo, el arrojo y la ambición desmedida. Ni sus más entregados hagiográfos pueden negar los claroscuros que salpimentan su controvertida persona, su escasa popularidad entre los tripulantes, el desapego por la integridad de los indígenas, sus celos, inveterados, su manía persecutoria y el pavor a ser privado de la consecución de su misión de su vida. Alejo Carpentier lo dibujó como un individuo mezquino, entregado a satisfacer su ego, fabulador y falsario, conocedor de informaciones privilegiadas, nunca reveladas, en loor de su propia fama. Cristóbal Colón murió en cierta pobreza, superado por el reverso trascendental de su figura, caído en desgracia como gobernador, abatido guardián de un predio sobre el que comenzaban a precipitarse una plaga de dimensiones bíblicas. Siquiera sus huesos gozan de la seguridad de un enterramiento solemne. En su muerte, como en su nacimiento, los analistas oponen pareceres, dudan de su emplazamiento postrero. América bulle de vida, luce una individualidad mestiza, se enorgullece de una mixtura única, retoño mitológico, surgido de la convulsión y el cataclismo, el choque violento y apocalíptico entre dos mundos diametralmente opuestos. Un tapiz deslumbrante germinado durante milenios, enroscado en torno al epicentro de este aventurero revelado. Por encima de sus inquinas y vesanias, Colón es el ejemplo definitorio de que la humanidad no camina, exclusivamente, por los raíles de la racionalidad y el progreso académico. Participa del mismo tronco que soñadores como Heinrich Schliemann, persigue una quimera etérea, remotamente relacionada con signos externos, esculpida en el laberinto de su alma, producto artístico, por sí solo, ilusión, originalidad sin espejo, viento invisible soplando tras el velamen de tres carabelas. En la Historia, este hombre de moralidad discutible es un gigante de proporciones cósmicas. Firma de autor, chispa de genio. El mundo es éste, y no otro, por el egotista fervor de un oscuro marino nacido en el medioevo.
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