En Santiago de Chile viven más de cinco millones de personas, pero una geografía majestuosa torna su borboteo urbanístico en un raquítico hormigueo anecdótico. Por sus calles corren ríos de individuos, azorados y presurosos, hay mendicantes, puestos de fruta, vendedores de fruslerías y dulces artesanales. Se entrecruzan los atareados con ociosos y adolescentes, chillan los cláxones de los vehículos, sudan los conductores encerrados en el atasco. Santiago no posee el encanto de una arquitectura deslumbrante, ni retiene la magia decadente de los barrios crepusculares, carece, siquiera, de un ambicioso planteamiento de desarrollo posmoderno. Una tras otra, las construcciones heterogéneas se suceden, se refleja la catedral en las paredes acristaladas del rascacielos, compiten los bloques de pisos en su altura y monotonía de colmenas soviéticas. En sus vías secundarias se acumulan los comercios de proporciones diminutas, tiendas extintas en Europa, ferias sin patrón determinante o zulos angostos, ocupados por un tendero hastiado y algunas empanadas de aspecto insalubre. En el corazón de la urbe laten vísceras de cemento y asfalto, ráfagas de tecnocracia inconstante, moles grisáceas y asépticas, enhiestas sobre la mezquindad estética de obras modestas y morigeradas. Sólo el trazado persigue la quimera de una ordenación armoniosa, dibujando avenidas amplias, interminables, interconectadas, sendas magnas y solemnes, aderezadas por nombres de próceres gloriosos y flanqueadas por la sombra de los árboles y el denuedo de ciclistas esforzados. Santiago es un torrente de urbanidad pura, en el sentido más práctico del término, expresión neutra y vacía de las necesidades expansivas del hombre. Si detrás de la belleza arquitectónica reside el alma espiritual de un enamorado de la utopía, la ciudad puede ser, por el contrario, únicamente urbe, alquimia de hormigón y viga, compacto ente tentacular, nacido de sí mismo, sin responder al arbitrio de superioridad alguna. Santiago podría sobrecoger, zarandear a su residente, hostigarlo, asfixiarlo, encelarlo en su laberinto de pragmatismo descontrolado, golpearlo con vaharadas de polución y carburante. Pero la salvación aguarda, no obstante, a un giro de cuello, sólo elevando la vista hacia las alturas. Santiago se despliega en un llano inmenso y desolado, pero, en último término, queda circunscrito al limes inmemorial de la desorbitada cordillera de los Andes. Todo el bullir caótico de la ciudad acelerada queda encerrado por el cerco de unos titanes precolombinos, ajenos a la rutina del hombre, gigantes de piedra arcana, murallas quebradas, desafío terrenal a los cielos. Bajo la mirada hierática de los montes, Santiago muta y se transforma, progresa o cae en declive. Infinidad de individuos, día tras día, orbitan alrededor de sus insignificantes contratiempos personales. Vuelven sus ojos a sí y se anegan con su nimiedad existencial. Pero los Andes contemplan y no dicen, escrutan y no hacen. Permanecen y aguardan, firmes en derredor del llano, están y estuvieron, estarán hasta el ocaso del mundo. El asedio de la cordillera apresa una nube de contaminación e inmundicia. Junto a ella, también, queda un extracto en bruto de la ridícula intrascendencia humana.
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