lunes, 11 de junio de 2012

El robo

El boxeo es un deporte sometido a una dualidad paradójica. El esfuerzo desplegado por el atleta es mayor que en ninguna otra práctica, pero se lo puede privar de los honores merecidos con una facilidad pasmosa. Detrás de las contusiones, los brazos lacerados, las heridas, la sangre, las lesiones irreversibles y los pómulos quebrados, hay tres individuos oscuros escrutando desde los abismos del cuadrilátero. Estos agentes encubiertos son imprevisibles y volubles, y en sus manos, enardecidas por el supremo poder de la cartulina y el bolígrafo, residen todas las probabilidades de éxito de los dos púgiles en liza. Hay una aceptación sumisa entre los aficionados al pugilismo: en el momento de anunciar el veredicto, la justicia, precavida, huye espantada del recinto. El robo es una práctica inmemorial que acompaña al boxeo desde sus inicios, pero ha alcanzado su cima suprema con la mercantilización definitiva del deporte. En tiempos pretéritos, una decisión injusta podía fundarse en componentes heterogéneos. Se dice que, a principios del siglo XX, Jack Johnson, en liza con Marvin Hart, fue privado deliberadamente del triunfo por los temores de la América blanca, horrorizada con la posibilidad de que un negro pudiera retar a Jim Jefries, campeón antediluviano y caucásico. En las primeras décadas de la centuria, la Historia arroja robos raciales, ideológicos o nacionalistas, aunque el pasado los enturbia y quedan condicionados a la creencia en notas de prensa antiguas. El atraco perpetrado por la Mafia es una constante desde los años cuarenta, pero su propio origen delictivo exime al boxeo de caer en desgracia. El crimen organizado contaminaba cientos de esferas de la sociedad y el deporte podía ser, sencillamente, una víctima más de su voracidad rufianesca. Es a mitad de los setenta cuando los veredictos irrisorios prenden en las raíces del ensogado. La estrella, cada vez más preservada, torna en un activo financiero para la nueva hornada de promotores, quienes, con Don King a la cabeza, comienzan a conspirar en silencio. El Muhammad Alí tardío, entronizado por el público y generador de cientos de millones de dólares, fue protegido en su pelea ante Jimmy Young, un zurdo escurridizo sin ningún interés comercial. El robo se oficializa a medida que los campeones se convierten en productos prefabricados, abandonando la negrura de los gimnasios de suburbio e impregnando sin remisión los grandes eventos televisados. Así, deja de ser patrimonio de encerronas, países remotos o boxeadores encastillados en su patria, convirtiéndose en una variable sujeta a los intereses monetarios del momento. Pocos hombres se salvan de esta infamia colectiva, y, desde Julio César Chávez a Evander Holyfield, las decisiones controvertidas han ensuciado a decenas de estrellas y escandalizado a las últimas generaciones. Si el invicto de un púgil es un elemento productivo, se lo salvaguarda hasta el extremo. Las victorias inoportunas se entierran sin misericordia. La rentabilidad de las revanchas se impone a la honradez y la equidad. Hay un tañido de campana y sobreviene el silencio. Silencio de almas en vilo, expectantes ante el siguiente disparate. Luego es la voz profunda, grave y atronadora, y los números que vuelan al vacío en medio de la indignación generalizada. Están el asombro del bendecido y la mueca del ofendido. Están el bochorno y la injuria. La risa macabra de las sombras que reptan alrededor del cuadrilátero. Un poco de llanto y reclamos de justicia. Un gesto de hastío y comentarios resignados. Pero, a la semana siguiente, otra vez el pesaje, la emoción, la tensión, los vaticinios, el televisor encendido y la bendita farsa que continúa.