lunes, 28 de mayo de 2012

Recuerdos del primer Oriente

En el principio, estaban el adobe, las tablas cocidas, los signos cuneiformes y los ídolos de barro. Sólidas, entre la franja fértil, cobijadas por amparo de dos ríos, nacían las ciudades ocres, los reinos pretéritos, los dioses hieráticos y sardónicos. Sobre la cuadrícula crecieron las ambiciones. Las civilizaciones buscando la divinidad, sostenidas por el ascenso piramidal del zigurat. Vivían, en la constante lucha por el poder supremo, los pastores devenidos en agricultores, los labriegos tornados en guerreros, los hijos de la siguiente catástrofe, los restos de la masacre y los herederos del nuevo dominio. Acomodados en la eternidad de los milenios anónimos. Perdidos en la travesía del océano arcano. Los reyes del bronce. Los siervos del desierto. Cegando las ventanas al mundo desde la inmensidad de su universo pionero. Monarcas de Sumer, tiranos de Nínive, señores de Babilonia. En la penumbra de los templos colosales, estaban Bel – Marduk, Ishtar y Anahita. Estaban los sátrapas de barbas rectilíneas, moldes altivos para relieves unidimensionales. Había fasto y crueldad en las bóvedas de los palacios. Había cortes excesivas y ceremonias insondables. Era el harén y las estancias de la reina madre. Era el chillido gutural en las profundidades de la mazmorra. Con el mero agitar de una mano, lo imposible tornaba factible. Ubérrimos jardines podían crecer, escalinatas abajo, en medio de la aridez extrema. Ciudades populosas y deslumbrantes, transformarse en yermos hediondos y turbadores. El fuego crepitaba en Oriente, mientras Europa era negrura y primitivismo. Se consumía, con la carne de los amos debelados. Ardiente, alimentándose del usurpador destronado. Era una llama intensa, espejo de tormento y sangre. Las urbes germinaban en el desierto y eran oro, raíz de tesoro exhumado. Pero llegó el relevo, o el incendio terminó por marchitarse. Quedaron rescoldos de lo perdido. Se hundieron las ruinas de la ventura. Y fueron los vientos, ululando entre las avenidas, las arenas, arrojadas contra las murallas, la tierra, voraz, insaciable, reclamando para sí la roca arrebatada. Hoy, hace tiempo que nadie recuerda Ur, Hattusa o Assur. Hoy, son sólo rumor, olvido, melancolía de un imperio sin nombre. Hoy, son un túmulo perdido en lo baldío. La huella de un fantasma, el roce de la memoria. Memoria sin dueño ni sentido. Absurda remembranza de un pasado abortado.

miércoles, 9 de mayo de 2012

El volcán

Rucapillán,
la Casa del Espíritu
el miedo ancestral
colérico
el fuego preternatural
lámpara pavorosa
para los indios araucanos

Rucapillán,
el monte coronado de fuego
el hielo tornado en ceniza
el azufre expedido
la nieve desplazada
el río de fango y magma
arrollando la primavera del mundo

Rucapillán,
el volcán de Villarica
el cetro gélido de Pucón
el silencioso monarca
de los lagos

Y tras la escalada,
está la cima
blanca como las nubes acariciadas

Y tras el esfuerzo,
están la grieta profunda
el ojo de Hefesto
la chimenea del horno primigenio

El albo petrificado
en las alturas
El frío consentido
por las llamas
La estampa perpetua,
impertérrita
El pico nevado
dominando la distancia

Pero escucha,
tiembla la tierra, allá abajo
Pero atiende,
vuelan los pájaros, aterrorizados
Deténte,
el paraíso se conmueve, de nuevo

Ya rugen los dioses en su caldera,
ya escupe su ira la montaña

Rucapillán,
guarida de parsimoniosos demonios
Rey solemne y rocoso
de un Edén condicionado

Corre,
abandona la belleza

Huye,
despide el bosque y el arroyo

En la cima de la Araucanía,
crepitan hogueras siderales

jueves, 3 de mayo de 2012

Bajo la lluvia, los perros de Santiago

Cuando comienza la lluvia, los perros de Santiago de Chile gruñen al vacío, tiritan en el pavimento, se ovillan en las esquinas. Las nubes vuelan sobre los Andes y descienden hacia la inmensidad de la urbe, crepitan, se contraen, estallan, descargan su líquido sideral. Los canes, tristes y solitarios, han soportado el calor del verano hiriente, el sopor de las tardes baldías, la sequedad, el aturdimiento, el abandono en mitad del bochorno. Ahora, elevan los hocicos hacia el cielo, parpadean sus ojos melancólicos, se mueven, intranquilos, caminan unos pasos y se detienen ante los semáforos. Con la tormenta viene el frío, la gélida lacra estacionaria. Repiquetea el diluvio sobre el metal neutro de la capital. Truena la borrasca entre los cláxones desatados, las frenadas excesivas, el chirriar de los neumáticos desgastados. Los perros tiemblan y buscan un cobijo ilusorio. Están solos, olvidados. Pasean como ánimas en pena de un grotesco caserón de hormigón y acero. Sus pisadas no dejan huella en el negror infinito del asfalto. Ladran a los vehículos, en un desesperado arrebato de rabia. Trotan por las carreteras mientras, sobre sus cuerpos lánguidos, discurren los caminos lacerantes de los ácaros. Su pelo es un llanto silencioso. Su piel un mapa de crueldad. Los perros cojean hacia la muerte, persiguen, a veces, a los viandantes. Los siguen esperando la caricia, los rodean anhelando un gesto, se alejan, desengañados, entregados a la extinción de su corazón noble. En Santiago no hay excrecencias ni desperdicios de animales, no hay campañas de conciencia sobre la higiene de los dueños y sus mascotas. Las calles están limpias de podredumbre, pero admiten una procesión denigrante. Junto a las grietas de las obras públicas, tras los zanjas de las compañías eléctricas, los perros, supurando desde sus heridas infectadas, miran hacia la nada, se aquietan, sollozan, plantean un interrogante sólo al alcance del ser humano. Los perros han aprendido a cruzar las calles a la vez que los habitantes de Santiago. Aceptan su sino con la inocencia resignada del vejado. Están en la misma encrucijada, en idéntico emplazamiento a la última semana, mes, año. Son uno y es tantos. Destrozados en la noche, tornados en amasijo de endeblez y huesos. Ya no ladran, porque saben que nadie acudirá a buscarlos. En Santiago, los perros tienen frío, desaparecen como vinieron, como un día pasearon. Los perros mueren bajo la lluvia mientras la ciudad los ignora, entregada a su insondable misión sagrada.