martes, 30 de octubre de 2012

Haikus (intento)

Lluvias de otoño
el agua delatada
por las farolas


Atardecer en el retrovisor
recuerdos de la infancia
en la lejanía


El mismo árbol que entonces
en la pradera de julio
verano


El hombre anciano
asoleado, olvidado y marchito
parque matutino


Truena una nube
en la tarde de octubre
la mujer somnolienta


El rascacielos de acero
la tormenta lo castiga
antes que ninguno


Metro en la mañana
el violín en la encrucijada
del laberinto


Crujido en mis pisadas
árboles y hojas
amantes malditos


Doce avisos de madrugada
insomnio veraniego
entre las sábanas


Cae el sol en la distancia
nunca volveré
a esta nada sublime

martes, 23 de octubre de 2012

Entre la muerte

Ha entrado de noche, cobijado por la decrépita luminosidad de una Luna menguante. Camina entre lápidas y tumbas, entre raíces y sepulturas olvidadas, entre exvotos, fotografías marchitas, entre panteones derrotados por el tiempo. Allá se oye un rumor, susurro de hojas, pavor silbante de los vientos del osario. Desde algún lugar lo miran, los otros, lo escrutan las calaveras, pulcras y sonrientes, el polvo inmemorial de los huesos enterrados. A través de aquellas escaleras de mármol, podría bajar al mausoleo. Lo llama, desde sus columnas pétreas, de templo funesto, de mansión derribada, desde su integridad portentosa de monumento fútil a lo arrebatado. Pero no quiere, y sigue su marcha. Ahora extiende sus manos, se deja acariciar por el aire macabro del cementerio. Se lleva las palmas al rostro, busca la línea que lo conduzca a la puerta, el susurro que le indique la senda. Más nada llega, sólo la carne oscurecida por la noche, sus dedos encrespados por la gélida madrugada. Al final, extenuado, decide sentarse. Aún resta toda la noche para que vuelva a surgir el sol en el firmamento. Se detiene, respira, descansa en ese montículo innombrable, acuclillado en el césped mortecino, amparado por el ramaje de un ciprés y la sombra de una estatua enmohecida. Allí permanece, todavía, cada noche en el camposanto abandonado. Queda silencioso entre epitafios, recuerdos, dedicatorias, entre fechas inútiles y rastros de llantos agotados. Se reconforta, a la espera de la nada. Respira el aroma inescrutable de los siglos, la fragancia pagana de la muerte.

martes, 16 de octubre de 2012

Sobre el delfín

Tiene algo de sueño, el delfín, una esencia irreal o etéra. Lo vemos rasgando la superficie de las aguas. Allá sale, la aleta firme entre las olas, mientras su cola agita la espuma y proyecta volutas de sal y misterio. El delfín asciende desde sus profundidades y se deja acariciar por los hombres, pero observa la claridad del sol y el tenue hedor de la decadencia perpetua, y ya desea huir de nuevo a su reino submarino. Habla y se comunica en un lenguaje ignoto, indescifrable, practica el vocabulario de los seres mitológicos, el verbo perdido de las sirenas. Los marinos lo ven, lo señalan, se embelesan y sonríen. Ha surgido a la par que la nave, sigue su curso durante unas millas. Fascinándose con su estilismo, quieren ser parte de su secreto, pero el delfín ríe, venturoso, y se hunde en la inmensidad del océano. Se deja arrullar por los niños, tomar fotos por los turistas, abrazar por bañistas afortunados o alimentar por oceanógrafos y documentalistas. Pero es sólo lástima, piedad, condescendencia de alma sabia. Llora por nosotros, el delfín, nos compadece desde su paraíso sumergido. Ya sólo hay cabrilleo, aguas trémulas, mares en silencio, ya sólo hay un rumor de olas donde antes nadaba el príncipe de las mareas.