Tiene algo de sueño, el
delfín, una esencia irreal o etéra. Lo vemos rasgando la superficie
de las aguas. Allá sale, la aleta firme entre las olas, mientras su
cola agita la espuma y proyecta volutas de sal y misterio. El delfín
asciende desde sus profundidades y se deja acariciar por los hombres,
pero observa la claridad del sol y el tenue hedor de la decadencia
perpetua, y ya desea huir de nuevo a su reino submarino. Habla y se
comunica en un lenguaje ignoto, indescifrable, practica el
vocabulario de los seres mitológicos, el verbo perdido de las
sirenas. Los marinos lo ven, lo señalan, se embelesan y sonríen. Ha
surgido a la par que la nave, sigue su curso durante unas millas.
Fascinándose con su estilismo, quieren ser parte de su secreto, pero
el delfín ríe, venturoso, y se hunde en la inmensidad del océano.
Se deja arrullar por los niños, tomar fotos por los turistas, abrazar por bañistas afortunados o alimentar por oceanógrafos y
documentalistas. Pero es sólo lástima, piedad, condescendencia de
alma sabia. Llora por nosotros, el delfín, nos compadece desde su
paraíso sumergido. Ya sólo hay cabrilleo, aguas trémulas, mares en
silencio, ya sólo hay un rumor de olas donde antes nadaba el
príncipe de las mareas.
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