lunes, 30 de enero de 2012

El portero

El fútbol, deporte colectivo por excelencia, esconde una paradoja en la figura individualista del portero. El arquero es un deportista arriesgado, ubicado por encima de lo humano y lo divino, cuyo desempeño es una constante apuesta contra los hados caprichosos de la fortuna. Este paladín moderno puede ser ensalzado hasta el Olimpo si logra soportar las acometidas del rival, pero, en un instante fugaz, la adoración puede tornar odio y el embeleso en ira. Como en cualquier deporte de equipo, los alineados poseen facilidades para camuflar un rendimiento pésimo, cobijándose bajo el palio de un día aciago o subsumiéndose en la situación crítica del conjunto. El juicio de la grada es severo, tiránico, y, en ocasiones, arbitrario, pero los futbolistas avezados y hábiles en el trato a las masas saben cubrir sus defectos mediante artimañas diversas. El portero, sin embargo, vive, a perpetuidad, en el linde del abismo. Es el ouroboros universal sobre el que gravita el concepto básico del juego, principio y final, símbolo gnóstico, luz y oscuridad imbricadas en el individuo. Cuando la pelota ronda la línea de gol, vuela, poderosa, hacia los tres palos de la portería, se detiene el diapasón de los corazones, se paraliza el hálito de los pulmones, hay una pausa intemporal, en la que el organismo se reduce a una incertidumbre sencilla, si el tanto subirá o no al marcador, si las redes se agitarán, abatidas, al contacto con la pelota. Es entonces cuando interviene el guardameta, estira su mano, rebelde, carga en sus hombros el peso de la ilusión generalizada, anhelo de sus compañeros, pasión de miles de aficionados. El proyectil es desviado, desaparece tras el arco, el tiempo corre de nuevo, él es el héroe, el salvador, el guardián celoso e inescrutable. Pero si el disparo es fácil, no levanta tensiones, marcha, dócil, hacia la rutina de los guantes expertos, y, no obstante de ello, se escapa, bota, burla a su receptor, se tambalea, como una polichinela esférica, hacia la frontera terrible, una grieta infernal se abre a los pies del portero, y éste, vapuleado, se transforma en el culpable de todos los males de la tierra. Habrá quien desate su furia y quien guarde un respetuoso silencio, pero, en cualquier caso, un sentimiento pecaminoso dimanará del desventurado, abatido por la injusticia, dolido con sus capacidades, arrepentido, incomprendido, habitante de la condescendencia cordial del resto de jugadores. El arquero es un temerario embarcado en una trayectoria suicida, que, con cada actuación brillante, alimenta la decepción solemne que embargará a sus seguidores durante sus postreros momentos. El futbolista de campo envejece y oculta su decadencia con actos de pundonor, carreras populistas, detalles de calidad, participaciones esporádicas, ideadas para su menguante aguante, demostraciones de veneración y respeto hacia la vieja leyenda. Por el contrario, cuando el portero, alentado por la subjetividad funesta de todos los deportistas, pierde facultades, pero, aún así, permanece en activo, su decadencia es un drama triste, vejatorio, cruel e inmerecido, en el que el declive es presentado ante el mundo con una claridad agresiva. Ya no quedan reflejos, no hay velocidad felina, restan, únicamente, movimientos técnicos, mecánicos, inolvidables durante el resto de la vida, pero inútiles, caricaturescos, adornos para el saqueo de unos dominios antaño inexpugnables. Desde su primera jornada en activo, el portero protagoniza una lucha utópica, abocada a un inevitable fracaso. El balón está predestinado a introducirse dentro del arco, confluye hacia los tres palos con un ímpetu natural y salvaje. Se puede retenerlo, a costa de la juventud y la preparación física, pero, al final, con el paso de los años, sólo queda abandonar el campo, desistir de una misión fútil, rendirse ante la certeza de la pelota rasgando el espacio etéreo de la portería.

lunes, 23 de enero de 2012

La descripción literaria

A pesar de su finalidad aparente, la descripción literaria es uno de los modos más meridianos de difuminar la imagen de cualquier elemento tangible de la realidad. La pluma evoca un paisaje con una intensidad conmovedora, pero, en medio de la avalancha de adjetivaciones y remembranzas, se filtra la impotencia del lenguaje para plasmar la existencia en toda su entidad. Fuera de la percepción humana reside un entramado vasto, la creación en su totalidad más inabarcable, olores, visiones, sabores, matices, mixtura de impresiones opuestas, la comunión de los sentidos en un vórtice indisoluble. En el contacto de la mente con el mundo no participa, únicamente, la limitada aptitud de una facultad concreta, sino que, en un intrincado proceso de origen insondable, se crea una figuración volátil repleta de añadidos subjetivos. Desde las vivencias personales, los estados de ánimo, los condicionantes temporales, la rutina de los días o el sobrevenir de un suceso extraordinario, hasta la hibridación con el clima, la melancolía, la compañía, los ruidos, la caricia de la brisa o la claridad del firmamento, innumerables eslabones componen la escena que, en última instancia, quedará fijada en el alma como modelo sobre el que construir un recuerdo. Ni la más dotada de las escrituras, sea rebosante de calificativos, sea escueta, sencilla, urdida sobre un entramado sobrio y sin concesiones poéticas, logra acercarse, lastrada por las insalvables limitaciones del medio, a dibujar, siquiera con un ápice de su grandiosidad, la esencia objetiva del entorno. El lector puede fascinarse con la pericia deslumbrante del escritor de turno, admirar su verborrea sutil, su léxico ubérrimo, la riqueza de ideas, la imbricación de sentimientos o la nitidez de su nostalgia lírica, pero, si eleva la vista, por un instante, dirigiéndola hacia la naturaleza, alcanzará la certeza de que las letras mueren a la orilla de una costa inmensa, honda, inatacable, más grande que cualquier creación humana o la fugaz concepción personal que el individuo forme en un ser durante la corta duración de su vida. El creador bucea en los pozos de su vivir, ridículamente solemnes, pretenciosos hasta la tragedia, y, una vez escogida la memoria de una sensación pasada, la somete al silencioso martirio de la conversión al lenguaje. En este procedimiento cercenador, la pequeñez del ser humano ante el mundo invierte su signo, domeñando la grandiosidad del universo mediante el ejercicio egocéntrico de la escritura. La vastedad metafísica de la realidad es reducida a las dimensiones de un parámetro atrofiado, no ya contacto primigenio de la materialidad con el organismo, sino especialización fútil, altiva, heterogénea, sublimación de una habilidad condenada a la intrascendencia cósmica. Baste huir del ajetreo urbano, contemplar el torrente desatado de las aguas, releer, en mitad del fragor, su descripción minuciosa, enunciar las palabras, con cadencia, dejarlas mezclarse con el bullir líquido, repetirlas de nuevo, arrojarlas hacia las profundidades, anhelar su regreso, como aventuradas de un culto iniciático, esperar la nada, asumir su muerte, desprovistas de sentido alguno ante la inmensidad de la belleza más pura.

lunes, 9 de enero de 2012

Bare - knuckle boxing

El boxeo moderno surgió en Reino Unido, a mediados del siglo XVIII. Entras las brumas británicas, sobre la soleada campiña, en cocheras, claros del bosque, promontorios o valles profundos, hombres recios y fornidos se enfrentaban con los puños desnudos, levantando los cimientos del pugilismo actual. Desde que, en 1743, Jack Broughton codificara el primer reglamento, las London Prize Ring Rules, hasta bien entrado el XIX, Inglaterra conoció una pasión fervorosa por los combates. Eran tiempos antiguos, en los que Europa aún se enzarzaba en guerras fratricidas, con monarcas absolutos, nobles con peluca, señoritas con corsé, orgullosos navíos en los muelles, zapatos con lazo, calzones, bastones dorados y caballos enjaezados con las galas más suntuosas. En este ambiente clasista, ahora vivo, solamente, en novelas o filmes, el hombre se excitaba de igual modo con la contemplación de una pelea honrosa entre dos individuos ejemplares. Por aquel entonces, las manos no se cubrían con guantes, los asaltos culminaban, únicamente, cuando uno de los enfrentados caía, en las esquinas, se hacía uso del coñac para revitalizar los ánimos, los aristócratas, olvidando sus ínfulas, se comprometían plenamente con el fomento del boxeo. Era ésta una actividad ubicaba en un limbo indeterminado y, por ello, el fenómeno del nomade ring no suponía un acontecimiento extraordinario. Se producía éste cuando el sheriff del condado no consentía en la realización del evento y, transitando a través de los campos, público, promotores, entrenadores y luchadores oteaban para encontrar mejor emplazamiento. Desde Jorge IV de Inglaterra hasta el afamado Lord Byron, cientos de celebridades históricas se mantenían en vilo ante un choque entre colosos y las riadas de viajeros dirigiéndose al lugar de la pugna eran imagen habitual. Cercados por las cuerdas y los postes, contemplándose en silencio, tensos, concentrados, los brazos en guardia, balanceándose suavemente, los pies firmes en el suelo, lejos del ligero movimiento que surgiría cientos de años más tarde, los púgiles concentraban la atención de la nación, despertaban un instinto arcaico, primigenio, inefable, compuesto por dos naturalezas opuestas. Por un lado, la sublime, maravillosa, dignificante, el pleito viril, respetuoso, caballeresco, ejercicio de vitalidad suprema, cima excelsa de la hombría, por otro, el ignominioso, propio de ignorantes, el disfrute visceral con la sangre y las contusiones. En esa época lejana, lo más parecido al recuerdo gráfico son algunos retratos y grabados, por lo que la inmortalidad ha llegado sólo a los nombres populares del momento. Daniel Mendoza, Bill Warr, Tom Tyne, Tom Molineaux, Jem Belcher o Joe Berks, entre muchos otros, construyeron una mítica difuminada por la neblina histórica, formada por fortalezas insólitas, hazañas límite, episodios truculentos, lesiones estremecedoras, nudillos descarnados, ojos amoratados, costillas quebradas, estampas de reciedumbre extemporánea. Herreros, caldereros, estibadores, marinos, incluso, algún esclavo emancipado, estos hombres osados se erigían en ídolos sobre una sociedad incipiente, germinada muchos siglos atrás, durante la primacía grecorromana, el músculo, la fuerza, la heroicidad gratuita, fútil, nacida, únicamente, del anhelo de gloria del individuo y la alienación fervorosa de la grada. En el bare – knucle boxing, los gritos estremecían a los asistentes cuando un golpe conectaba, límpido, sobre el rival, los aplausos se desencadenaban ante una resistencia esforzada, el corazón se estremecía con las demostraciones gallardas, los púgiles eran fuertes, velludos, henchidos de tórax, robustos de hombros, provistos de unos brazos firmes como columnas. Dentro del cuadrilátero fluían todas las energías humanas, emoción, dedicación, inteligencia, admiración, gentileza, ego, humildad, violencia, estética, persecución de quimeras innecesarias, peligrosas, irresistibles.

lunes, 2 de enero de 2012

Tiempo

El ser humano es un organismo limitado, al que la inmensidad de la existencia provoca vahídos y temores irreprimibles. El hombre civilizado no es capaz de asumir dimensiones inatacables para sus sentidos, y, por ello, desde tiempos inmemoriales, trata de reducir a sus parámetros todas las realidades con las que se relaciona. Así, necesita cercar terrenos, delimitar mentalmente las lindes, dibujar fronteras sobre el papel, cuantificar, calibrar hasta el milímetro, especificar en qué punto exacto del globo la naturaleza termina de pertenecer a un pueblo para pasar a ser patrimonio exclusivo del otro. La medición del tiempo es una faceta más de esta atrofia demarcadora y, a pesar de que su percepción sea una experiencia subjetiva, casi todas las culturas se empeñan en erigir un armazón etéreo sobre el que organizar la rutina de sus días. Cuando el año se apresta a terminar, se hacen promesas de cambio, se fijan compromisos íntimos, se festeja, por lo vivido, se anhela, por lo venidero, se presume que, al llegar al primer día del siguiente, los hados serán distintos, el mundo virará su rumbo, al menos en la esfera personal del individuo. Lejos, no obstante, por encima de la visión humana, el universo sigue bullendo, brillan millares de estrellas, en latitudes remotas, refulgen las galaxias, aguardan insondables misterios. El etnocentrismo conduce a la sociedad a valorar cada doce meses como un periodo cerrado pero esta construcción voluble es sólo un trazo intrascendente, destinado a extinguirse, tan válido como otros tantos calendarios, perdidos para siempre o reducidos a ámbitos puramente académicos. El tiempo no es objetivo, sino que varía en función de su perceptor, e, incluso, existe, tal y como lo entiende la humanidad, sólo cuando la razón se relaciona con el mismo. De este modo, los que viven el instante se transforman en eje esencial de la existencia, convirtiendo la composición lineal que impera en la actualidad  en una entelequia tan raquítica como endeble. El cosmos puede ser circular y su aprehensión, un ouroboros eterno, cuyos dientes muerden su cola en una paradoja perpetua. Para el hombre de siglos remotos, la realidad es aquello que palpa, lo pasado es sólo recuerdo, lo futuro no es cognoscible. En esa mente pretérita, nada de lo que hoy vemos representa un valor perceptible y su estimación de lo futuro es similar a la que, en estos momentos, se tiene del porvenir dentro de miles de años. Aunque, contemplando lo maravilloso de la tierra, se crea ser más que el antepasado, convertido, hace generaciones, en grava y polvo, cuando la muerte se lleva el espíritu y los sentidos se apagan definitivamente, la evidencia del propio paso por el universo se ubica en un plano idéntico a la del troglodita fagocitado por la voracidad de una bestia prehistórica. Desde esa instancia velada, oscura, inaprensible durante la vida, el epicentro de la conciencia humana vuelve a ser la relación sensitiva. Observada desde la nada, la capacidad de respirar, degustar sabores, admirarse con la belleza o contar las horas transcurridas es idéntica en cualquier fase de la historia humana. Más allá de la carcasa corpórea, la realidad no se estructura en compartimentos estancos, las jornadas pasadas no desaparecen eternamente, el universo es un todo instantáneo, a cuya magnitud, inmensa, turbadora, incomprensible, el hombre alcanza solo a asomarse durante los insignificantes años que componen su vida.