A pesar de su finalidad aparente, la descripción literaria es uno de los modos más meridianos de difuminar la imagen de cualquier elemento tangible de la realidad. La pluma evoca un paisaje con una intensidad conmovedora, pero, en medio de la avalancha de adjetivaciones y remembranzas, se filtra la impotencia del lenguaje para plasmar la existencia en toda su entidad. Fuera de la percepción humana reside un entramado vasto, la creación en su totalidad más inabarcable, olores, visiones, sabores, matices, mixtura de impresiones opuestas, la comunión de los sentidos en un vórtice indisoluble. En el contacto de la mente con el mundo no participa, únicamente, la limitada aptitud de una facultad concreta, sino que, en un intrincado proceso de origen insondable, se crea una figuración volátil repleta de añadidos subjetivos. Desde las vivencias personales, los estados de ánimo, los condicionantes temporales, la rutina de los días o el sobrevenir de un suceso extraordinario, hasta la hibridación con el clima, la melancolía, la compañía, los ruidos, la caricia de la brisa o la claridad del firmamento, innumerables eslabones componen la escena que, en última instancia, quedará fijada en el alma como modelo sobre el que construir un recuerdo. Ni la más dotada de las escrituras, sea rebosante de calificativos, sea escueta, sencilla, urdida sobre un entramado sobrio y sin concesiones poéticas, logra acercarse, lastrada por las insalvables limitaciones del medio, a dibujar, siquiera con un ápice de su grandiosidad, la esencia objetiva del entorno. El lector puede fascinarse con la pericia deslumbrante del escritor de turno, admirar su verborrea sutil, su léxico ubérrimo, la riqueza de ideas, la imbricación de sentimientos o la nitidez de su nostalgia lírica, pero, si eleva la vista, por un instante, dirigiéndola hacia la naturaleza, alcanzará la certeza de que las letras mueren a la orilla de una costa inmensa, honda, inatacable, más grande que cualquier creación humana o la fugaz concepción personal que el individuo forme en un ser durante la corta duración de su vida. El creador bucea en los pozos de su vivir, ridículamente solemnes, pretenciosos hasta la tragedia, y, una vez escogida la memoria de una sensación pasada, la somete al silencioso martirio de la conversión al lenguaje. En este procedimiento cercenador, la pequeñez del ser humano ante el mundo invierte su signo, domeñando la grandiosidad del universo mediante el ejercicio egocéntrico de la escritura. La vastedad metafísica de la realidad es reducida a las dimensiones de un parámetro atrofiado, no ya contacto primigenio de la materialidad con el organismo, sino especialización fútil, altiva, heterogénea, sublimación de una habilidad condenada a la intrascendencia cósmica. Baste huir del ajetreo urbano, contemplar el torrente desatado de las aguas, releer, en mitad del fragor, su descripción minuciosa, enunciar las palabras, con cadencia, dejarlas mezclarse con el bullir líquido, repetirlas de nuevo, arrojarlas hacia las profundidades, anhelar su regreso, como aventuradas de un culto iniciático, esperar la nada, asumir su muerte, desprovistas de sentido alguno ante la inmensidad de la belleza más pura.
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