lunes, 2 de enero de 2012

Tiempo

El ser humano es un organismo limitado, al que la inmensidad de la existencia provoca vahídos y temores irreprimibles. El hombre civilizado no es capaz de asumir dimensiones inatacables para sus sentidos, y, por ello, desde tiempos inmemoriales, trata de reducir a sus parámetros todas las realidades con las que se relaciona. Así, necesita cercar terrenos, delimitar mentalmente las lindes, dibujar fronteras sobre el papel, cuantificar, calibrar hasta el milímetro, especificar en qué punto exacto del globo la naturaleza termina de pertenecer a un pueblo para pasar a ser patrimonio exclusivo del otro. La medición del tiempo es una faceta más de esta atrofia demarcadora y, a pesar de que su percepción sea una experiencia subjetiva, casi todas las culturas se empeñan en erigir un armazón etéreo sobre el que organizar la rutina de sus días. Cuando el año se apresta a terminar, se hacen promesas de cambio, se fijan compromisos íntimos, se festeja, por lo vivido, se anhela, por lo venidero, se presume que, al llegar al primer día del siguiente, los hados serán distintos, el mundo virará su rumbo, al menos en la esfera personal del individuo. Lejos, no obstante, por encima de la visión humana, el universo sigue bullendo, brillan millares de estrellas, en latitudes remotas, refulgen las galaxias, aguardan insondables misterios. El etnocentrismo conduce a la sociedad a valorar cada doce meses como un periodo cerrado pero esta construcción voluble es sólo un trazo intrascendente, destinado a extinguirse, tan válido como otros tantos calendarios, perdidos para siempre o reducidos a ámbitos puramente académicos. El tiempo no es objetivo, sino que varía en función de su perceptor, e, incluso, existe, tal y como lo entiende la humanidad, sólo cuando la razón se relaciona con el mismo. De este modo, los que viven el instante se transforman en eje esencial de la existencia, convirtiendo la composición lineal que impera en la actualidad  en una entelequia tan raquítica como endeble. El cosmos puede ser circular y su aprehensión, un ouroboros eterno, cuyos dientes muerden su cola en una paradoja perpetua. Para el hombre de siglos remotos, la realidad es aquello que palpa, lo pasado es sólo recuerdo, lo futuro no es cognoscible. En esa mente pretérita, nada de lo que hoy vemos representa un valor perceptible y su estimación de lo futuro es similar a la que, en estos momentos, se tiene del porvenir dentro de miles de años. Aunque, contemplando lo maravilloso de la tierra, se crea ser más que el antepasado, convertido, hace generaciones, en grava y polvo, cuando la muerte se lleva el espíritu y los sentidos se apagan definitivamente, la evidencia del propio paso por el universo se ubica en un plano idéntico a la del troglodita fagocitado por la voracidad de una bestia prehistórica. Desde esa instancia velada, oscura, inaprensible durante la vida, el epicentro de la conciencia humana vuelve a ser la relación sensitiva. Observada desde la nada, la capacidad de respirar, degustar sabores, admirarse con la belleza o contar las horas transcurridas es idéntica en cualquier fase de la historia humana. Más allá de la carcasa corpórea, la realidad no se estructura en compartimentos estancos, las jornadas pasadas no desaparecen eternamente, el universo es un todo instantáneo, a cuya magnitud, inmensa, turbadora, incomprensible, el hombre alcanza solo a asomarse durante los insignificantes años que componen su vida.

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