El boxeo moderno surgió en Reino Unido, a mediados del siglo XVIII. Entras las brumas británicas, sobre la soleada campiña, en cocheras, claros del bosque, promontorios o valles profundos, hombres recios y fornidos se enfrentaban con los puños desnudos, levantando los cimientos del pugilismo actual. Desde que, en 1743, Jack Broughton codificara el primer reglamento, las London Prize Ring Rules, hasta bien entrado el XIX, Inglaterra conoció una pasión fervorosa por los combates. Eran tiempos antiguos, en los que Europa aún se enzarzaba en guerras fratricidas, con monarcas absolutos, nobles con peluca, señoritas con corsé, orgullosos navíos en los muelles, zapatos con lazo, calzones, bastones dorados y caballos enjaezados con las galas más suntuosas. En este ambiente clasista, ahora vivo, solamente, en novelas o filmes, el hombre se excitaba de igual modo con la contemplación de una pelea honrosa entre dos individuos ejemplares. Por aquel entonces, las manos no se cubrían con guantes, los asaltos culminaban, únicamente, cuando uno de los enfrentados caía, en las esquinas, se hacía uso del coñac para revitalizar los ánimos, los aristócratas, olvidando sus ínfulas, se comprometían plenamente con el fomento del boxeo. Era ésta una actividad ubicaba en un limbo indeterminado y, por ello, el fenómeno del nomade ring no suponía un acontecimiento extraordinario. Se producía éste cuando el sheriff del condado no consentía en la realización del evento y, transitando a través de los campos, público, promotores, entrenadores y luchadores oteaban para encontrar mejor emplazamiento. Desde Jorge IV de Inglaterra hasta el afamado Lord Byron, cientos de celebridades históricas se mantenían en vilo ante un choque entre colosos y las riadas de viajeros dirigiéndose al lugar de la pugna eran imagen habitual. Cercados por las cuerdas y los postes, contemplándose en silencio, tensos, concentrados, los brazos en guardia, balanceándose suavemente, los pies firmes en el suelo, lejos del ligero movimiento que surgiría cientos de años más tarde, los púgiles concentraban la atención de la nación, despertaban un instinto arcaico, primigenio, inefable, compuesto por dos naturalezas opuestas. Por un lado, la sublime, maravillosa, dignificante, el pleito viril, respetuoso, caballeresco, ejercicio de vitalidad suprema, cima excelsa de la hombría, por otro, el ignominioso, propio de ignorantes, el disfrute visceral con la sangre y las contusiones. En esa época lejana, lo más parecido al recuerdo gráfico son algunos retratos y grabados, por lo que la inmortalidad ha llegado sólo a los nombres populares del momento. Daniel Mendoza, Bill Warr, Tom Tyne, Tom Molineaux, Jem Belcher o Joe Berks, entre muchos otros, construyeron una mítica difuminada por la neblina histórica, formada por fortalezas insólitas, hazañas límite, episodios truculentos, lesiones estremecedoras, nudillos descarnados, ojos amoratados, costillas quebradas, estampas de reciedumbre extemporánea. Herreros, caldereros, estibadores, marinos, incluso, algún esclavo emancipado, estos hombres osados se erigían en ídolos sobre una sociedad incipiente, germinada muchos siglos atrás, durante la primacía grecorromana, el músculo, la fuerza, la heroicidad gratuita, fútil, nacida, únicamente, del anhelo de gloria del individuo y la alienación fervorosa de la grada. En el bare – knucle boxing, los gritos estremecían a los asistentes cuando un golpe conectaba, límpido, sobre el rival, los aplausos se desencadenaban ante una resistencia esforzada, el corazón se estremecía con las demostraciones gallardas, los púgiles eran fuertes, velludos, henchidos de tórax, robustos de hombros, provistos de unos brazos firmes como columnas. Dentro del cuadrilátero fluían todas las energías humanas, emoción, dedicación, inteligencia, admiración, gentileza, ego, humildad, violencia, estética, persecución de quimeras innecesarias, peligrosas, irresistibles.
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