Por las entrañas de Madrid corre una red intrincada de galerías y pasajes, en los cuales, día tras día, los ciudadanos se embarcan en un eterno viaje hacia el tedio. Repartidas a centenares a lo largo de la Comunidad, las bocas de metro se abren desde el abismo, para acoger en su interior a toda clase de viajeros. A metros bajo tierra, vive una ciudad oculta, donde el sol es sustituido por luces artificiales, las aceras por andenes ennegrecidos, el asfalto por vías de metal y los automóviles por caballos de acero. Innumerables almas se aventuran por necesidad en este laberinto posmoderno, pero, al igual que Teseo, alentado por Ariadna, emprenden su periplo con un recordatorio de su vida en la superficie, quizá para evitar el olvido bajo las cuevas de cemento. Hay quien se aferra a la música, cerrando los ojos y dejándose transportar por el sonido de los auriculares, hay quien toma un libro entre sus manos y se biloca en parajes remotos o fantásticos. Madrid fue, en tiempos pasados, una urbe erigida sobre acuíferos, pero ahora sus cimientos son horadados por el imperio mecánico del suburbano. Las diversas líneas de metro componen ambientes propios como si de barrios carismáticos se tratara y el usuario avezado distingue a la perfección las fallas, los detalles, la comodidad de los asientos, los ruidos chirriantes, los olores, las pintadas, los desperfectos crónicos, los carteles promocionales o las pegatinas arrancadas. Con horarios determinados, los vagones son tomados por vagabundos y lisiados, mendicantes y desamparados, quienes recorren el convoy arrojando su realidad hacia los viajeros, condenándose a la hostilidad de algunos, la generosidad egocéntrica de otros y la completa indiferencia de la mayor parte. En el camino hacia la luz, o entre andenes diversos, surgen trovadores subterráneos, bardos del inframundo, virtuosos enigmáticos. En esquinas señaladas, encrucijadas concurridas, rincones solitarios, ejercen su arte fútil en medio del ajetreo rutinario, homenajean a la armonía, honrando todo lo bello y hedonista de las lejanas estancias superiores, prosiguen su recital, cosechando, solamente, unas pocas monedas, nunca acumulando cantidades cuantiosas. El pasajero escucha su melodía, aupado por las escaleras mecánicas, la retiene, por unos segundos, dejándola perderse en la distancia, la olvida, hasta el día siguiente, perdido en la maraña urbana, la aguarda, inconscientemente, como un bálsamo, cada vez que desciende hacia las profundidades.
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