Cuando comienza la
lluvia, los perros de Santiago de Chile gruñen al vacío, tiritan en el
pavimento, se ovillan en las esquinas. Las nubes vuelan sobre los
Andes y descienden hacia la inmensidad de la urbe, crepitan, se
contraen, estallan, descargan su líquido sideral. Los canes, tristes
y solitarios, han soportado el calor del verano hiriente, el sopor de
las tardes baldías, la sequedad, el aturdimiento, el abandono en
mitad del bochorno. Ahora, elevan los hocicos hacia el cielo,
parpadean sus ojos melancólicos, se mueven, intranquilos, caminan
unos pasos y se detienen ante los semáforos. Con la tormenta viene
el frío, la gélida lacra estacionaria. Repiquetea el diluvio sobre
el metal neutro de la capital. Truena la borrasca entre los cláxones
desatados, las frenadas excesivas, el chirriar de los neumáticos
desgastados. Los perros tiemblan y buscan un cobijo ilusorio. Están
solos, olvidados. Pasean como ánimas en pena de un grotesco caserón
de hormigón y acero. Sus pisadas no dejan huella en el negror
infinito del asfalto. Ladran a los vehículos, en un desesperado
arrebato de rabia. Trotan por las carreteras mientras, sobre sus
cuerpos lánguidos, discurren los caminos lacerantes de los ácaros.
Su pelo es un llanto silencioso. Su piel un mapa de crueldad. Los
perros cojean hacia la muerte, persiguen, a veces, a los viandantes.
Los siguen esperando la caricia, los rodean anhelando un gesto, se
alejan, desengañados, entregados a la extinción de su corazón
noble. En Santiago no hay excrecencias ni desperdicios de animales,
no hay campañas de conciencia sobre la higiene de los dueños y sus
mascotas. Las calles están limpias de podredumbre, pero admiten una
procesión denigrante. Junto a las grietas de las obras públicas,
tras los zanjas de las compañías eléctricas, los perros, supurando
desde sus heridas infectadas, miran hacia la nada, se aquietan,
sollozan, plantean un interrogante sólo al alcance del ser humano.
Los perros han aprendido a cruzar las calles a la vez que los
habitantes de Santiago. Aceptan su sino con la inocencia resignada
del vejado. Están en la misma encrucijada, en idéntico
emplazamiento a la última semana, mes, año. Son uno y es tantos.
Destrozados en la noche, tornados en amasijo de endeblez y huesos. Ya
no ladran, porque saben que nadie acudirá a buscarlos. En Santiago,
los perros tienen frío, desaparecen como vinieron, como un día
pasearon. Los perros mueren bajo la lluvia mientras la ciudad los
ignora, entregada a su insondable misión sagrada.
Qué duro tu escrito!! No dudo, ni un segundo, en que sea la triste realidad que les toca vivir allí a los perros, pero lo has retratado especialmente crudo! Tiene mucho sentimiento. Me ha gustado mucho!!
ResponderEliminarSaludos!!