jueves, 3 de mayo de 2012

Bajo la lluvia, los perros de Santiago

Cuando comienza la lluvia, los perros de Santiago de Chile gruñen al vacío, tiritan en el pavimento, se ovillan en las esquinas. Las nubes vuelan sobre los Andes y descienden hacia la inmensidad de la urbe, crepitan, se contraen, estallan, descargan su líquido sideral. Los canes, tristes y solitarios, han soportado el calor del verano hiriente, el sopor de las tardes baldías, la sequedad, el aturdimiento, el abandono en mitad del bochorno. Ahora, elevan los hocicos hacia el cielo, parpadean sus ojos melancólicos, se mueven, intranquilos, caminan unos pasos y se detienen ante los semáforos. Con la tormenta viene el frío, la gélida lacra estacionaria. Repiquetea el diluvio sobre el metal neutro de la capital. Truena la borrasca entre los cláxones desatados, las frenadas excesivas, el chirriar de los neumáticos desgastados. Los perros tiemblan y buscan un cobijo ilusorio. Están solos, olvidados. Pasean como ánimas en pena de un grotesco caserón de hormigón y acero. Sus pisadas no dejan huella en el negror infinito del asfalto. Ladran a los vehículos, en un desesperado arrebato de rabia. Trotan por las carreteras mientras, sobre sus cuerpos lánguidos, discurren los caminos lacerantes de los ácaros. Su pelo es un llanto silencioso. Su piel un mapa de crueldad. Los perros cojean hacia la muerte, persiguen, a veces, a los viandantes. Los siguen esperando la caricia, los rodean anhelando un gesto, se alejan, desengañados, entregados a la extinción de su corazón noble. En Santiago no hay excrecencias ni desperdicios de animales, no hay campañas de conciencia sobre la higiene de los dueños y sus mascotas. Las calles están limpias de podredumbre, pero admiten una procesión denigrante. Junto a las grietas de las obras públicas, tras los zanjas de las compañías eléctricas, los perros, supurando desde sus heridas infectadas, miran hacia la nada, se aquietan, sollozan, plantean un interrogante sólo al alcance del ser humano. Los perros han aprendido a cruzar las calles a la vez que los habitantes de Santiago. Aceptan su sino con la inocencia resignada del vejado. Están en la misma encrucijada, en idéntico emplazamiento a la última semana, mes, año. Son uno y es tantos. Destrozados en la noche, tornados en amasijo de endeblez y huesos. Ya no ladran, porque saben que nadie acudirá a buscarlos. En Santiago, los perros tienen frío, desaparecen como vinieron, como un día pasearon. Los perros mueren bajo la lluvia mientras la ciudad los ignora, entregada a su insondable misión sagrada.

1 comentario:

  1. Qué duro tu escrito!! No dudo, ni un segundo, en que sea la triste realidad que les toca vivir allí a los perros, pero lo has retratado especialmente crudo! Tiene mucho sentimiento. Me ha gustado mucho!!

    Saludos!!

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