En el principio, estaban
el adobe, las tablas cocidas, los signos cuneiformes y los ídolos de
barro. Sólidas, entre la franja fértil, cobijadas por amparo de dos
ríos, nacían las ciudades ocres, los reinos pretéritos, los dioses
hieráticos y sardónicos. Sobre la cuadrícula crecieron las
ambiciones. Las civilizaciones buscando la divinidad, sostenidas por
el ascenso piramidal del zigurat. Vivían, en la constante lucha por
el poder supremo, los pastores devenidos en agricultores, los
labriegos tornados en guerreros, los hijos de la siguiente
catástrofe, los restos de la masacre y los herederos del nuevo
dominio. Acomodados en la eternidad de los milenios anónimos.
Perdidos en la travesía del océano arcano. Los reyes del bronce.
Los siervos del desierto. Cegando las ventanas al mundo desde la
inmensidad de su universo pionero. Monarcas de Sumer, tiranos de
Nínive, señores de Babilonia. En la penumbra de los templos
colosales, estaban Bel – Marduk, Ishtar y Anahita. Estaban los
sátrapas de barbas rectilíneas, moldes altivos para relieves
unidimensionales. Había fasto y crueldad en las bóvedas de los
palacios. Había cortes excesivas y ceremonias insondables. Era el
harén y las estancias de la reina madre. Era el chillido gutural en
las profundidades de la mazmorra. Con el mero agitar de una mano, lo
imposible tornaba factible. Ubérrimos jardines podían crecer,
escalinatas abajo, en medio de la aridez extrema. Ciudades populosas
y deslumbrantes, transformarse en yermos hediondos y turbadores. El
fuego crepitaba en Oriente, mientras Europa era negrura y
primitivismo. Se consumía, con la carne de los amos debelados.
Ardiente, alimentándose del usurpador destronado. Era una llama
intensa, espejo de tormento y sangre. Las urbes germinaban en el
desierto y eran oro, raíz de tesoro exhumado. Pero llegó el relevo,
o el incendio terminó por marchitarse. Quedaron rescoldos de lo
perdido. Se hundieron las ruinas de la ventura. Y fueron los vientos,
ululando entre las avenidas, las arenas, arrojadas contra las
murallas, la tierra, voraz, insaciable, reclamando para sí la roca
arrebatada. Hoy, hace tiempo que nadie recuerda Ur, Hattusa o Assur.
Hoy, son sólo rumor, olvido, melancolía de un imperio sin nombre.
Hoy, son un túmulo perdido en lo baldío. La huella de un fantasma,
el roce de la memoria. Memoria sin dueño ni sentido. Absurda
remembranza de un pasado abortado.
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