El tiburón simboliza el miedo elemental del hombre al gregarismo dentro del reino animal. Protagonista de una ficción dominadora, en la cual, cobijado en la seguridad del urbanismo, considera la naturaleza como una fámula a su servicio, el ser humano acostumbra a descubrir su vulnerabilidad de un modo traumático a inesperado. Arrojado a la brutalidad del entorno, su ego antropocéntrico se diluye ante la magna revelación de su indefensión frente a la tierra. El individuo es débil e inseguro y necesita reafirmar su primacía en todo momento. Desea lucir espléndido en su rutina diaria, retrasar, en la medida de lo posible, el envejecimiento, percibir su alrededor como un marasmo de tranquilidad, palpar con la soberbia del monarca ante su señorío, sentir los pies en la tierra, su superioridad intelectual y física, la sublimación cualitativa de los avances mecánicos, los vehículos, aviones, buques, el fastuoso despliegue de una raza empeñada en alcanzar la cima del universo. Todo parece asequible para una civilización capaz de atravesar océanos en apenas unas horas, visitar estancias siderales, superar la velocidad del sonido o llevar la electricidad a los parajes más remotos. El hombre tiene alma de rey sobrevenido, arrogante e inmaduro, consciente de su poder supremo pero sin hechuras con las que morigerar su ejercicio. El pánico de los entregados a un rol con una ceguera irreflexiva reside, inevitablemente, en lo más profundo de su inconsciente, y es la caída en el polo opuesto a su actual tránsito existencial. Así, el hombre, como consciencia universal, se aterroriza ante la perspectiva de perder el control, la facultad de escudriñar la realidad y decidir el mejor movimiento sin ninguna limitación física. Desde un punto de vista antropológico, la caída en las aguas marinas representa la involución más extrema, no ya prehistórico homínido acechado por fieras africanas, sino retorno al estadio elemental, bullir pretérito en el líquido ancestral, vistazo al espejo arcaico y pavoroso de los orígenes más primigenios. En el océano, desprovisto de la aparente seguridad de cualquiera de sus invenciones acuáticas, el individuo es un organismo intrascendente, desprotegido, un juguete para la arbitrariedad de las olas y una víctima propiciatoria para sus deidades ancestrales. Agitando, aún, los brazos, profiriendo gritos de socorro, escenifica un patetismo exclusivo de la raza humana, la angustia inenarrable del que conoce el extraordinario valor de la vida, mientras, bajo la superficie, sus piernas se agitan, turban las aguas, generan ruidos en frecuencias inaudibles, perturban la estabilidad de un reino misterioso. En este territorio insondable, el tiburón se mueve en silencio, ondula, sinuoso, la cola, contempla, hierático, indescifrable, rincones volubles, de apariencia idéntica, pero repletos de matices e indicios inestimables. Esta criatura infernal no posee racionalidad o consciencia de sí, pero su efigie, aterradora, es receptáculo inmemorial de miedos anclados en la psique del hombre. Su nariz afilada, la piel, límpida en la distancia, cicatrizada en la cercanía, la aleta, signo irreal y funesto, los dientes, afilados, copiosos, alfanjes congénitos, albos refulgentes con remembranzas de muerte, los ojos, fríos, vacíos, diríase que cegados, mirada inexpresiva, procedente de tiempos remotos, catalejo para dioses submarinos, oscuros, olvidados, más antiguos, aún, que la vida terrestre. En un instante, el escualo puede ascender, aletear hasta la presa, cerrar sus mandíbulas, indiferente, desatar una nube de sangre, teñir las aguas de rojo, generar un alarido grotesco, helador, individualmente trascendente, anécdotico en la totalidad, cuya resonancia no llegará más allá de los primeros metros de profundidad. El monstruo puede insistir o abandonar a su víctima, arrastrarla al abismo o concederle su gracia, pero, en cualquiera de los casos, será elección animal, y no resolución humana. El hombre es el tirano debelado, expulsado del trono, déspota entregado a las fauces del mundo.
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