Una de las conclusiones más evidentes que arroja la certeza de lo insondable del universo es la completa intrascendencia de la existencia humana. El hombre aparece como tal sólo hace unos escasos millones de años, e, incluso, desde un punto de vista estricto, lo más semejante a su condición actual no alcanza una antigüedad mayor a unos centenares de miles. Frente a esta levedad cronológica, acecha la vastedad de la edad de la Tierra, cerca de cinco mil millones de años, y la inconcebible y pretérita del misterioso telón del cosmos, estimada en cerca del triple. El famoso divulgador Carl Sagan realizó una comparación sumamente descriptiva, ubicando proporcionalmente la creación en el esquema del Calendario Gregoriano. A la aparición del homo sapiens le correspondían, únicamente, los últimos sesenta minutos del día treinta y uno de diciembre. El ser humano es una entidad sublime y revestida de un halo de romanticismo utópico, por el mero hecho de, perdido en esta inmensidad inabarcable, ser capaz de desafiar a la lógica y, uno a uno, tratar de desvelar los infinitos enigmas de su entorno. Este ánimo revelador, sin embargo, choca con un drama tan paradójico como inapelable; resulta indiferente el empeño que ponga en iluminar las tinieblas de la ignorancia, porque, algún día, desaparecerá de la realidad, dejando pendientes de resolución una ingente cantidad de dudas.
El mayor pecado del hombre es su etnocentrismo exacerbado, que lo lleva a pensar que su raza es la sublimación definitiva de la evolución del mundo. En comparación con el resto de formas de vida, el ser humano posee la ventaja de la reflexión y el raciocinio, la capacidad de interrogarse a sí mismo y adquirir conciencia de su destino. Estas ínfulas de solemnidad lo llevan a pensar que se trata de un ser único, convenciéndolo de la inexistencia de límites para su poder cognoscitivo. El fenómeno supone una traslación universal del que, a un nivel íntimo, cualquiera ha podido experimentar algún día, cuando, inmerso en sus pensamientos, llega a un razonamiento que, a su juicio, resulta brillante y novedoso, pero que, trasladado al tapiz de la confrontación con sus semejantes, se descubre reiterado y mediocre. Sus minúsculos devaneos con la inmensidad del universo son un grano de arena en medio de un interminable desierto. Antes de la aparición de las personas, otras forma de vida dominaron la superficie del planeta, pero, hoy día, sus feroces rugidos y efigies monstruosas ocupan las vitrinas de los museos. Tras ciento cincuenta millones de años de titánico enseñoreamiento, un enorme cataclismo extinguió a los dinosaurios, pero el hombre, entre arrogante e ingenuo, considera que tal hecatombe sólo puede focalizarse en entidades que no yerguen los ojos al cielo para preguntarse sobre el sentido de su existencia.
Se admiran construcciones pasadas como joyas irrepetibles, se veneran obras de arte con una profesión casi mística. Si, hoy día, una desgracia imprevista destruyera por completo las Pirámides de Keops, millones de corazones se rasgarían y el pesar tomaría hasta al alma más frívola. Y, sin embargo, la lógica del universo las terminará convirtiendo en piedra y olvido. En épocas pretéritas hubo mares, montañas, simas y cañones, de los que hoy día no queda ni un solo vestigio. Toda elaboración humana a la que se otorgue la consideración de sagrada está condenada a desaparecer de manera inexorable. Las más eminentes líneas literarias, la belleza de un cuadro, la expresividad de una maravillosa escultura o el ritmo de la música, revisten una valoración sublime sólo porque el hombre, haciendo uso de su cerebro, las ubica en un sitial preponderante. En un lejano futuro, todo ello volverá a reintegrarse en la hondura del universo. Cuando no quede nadie capaz de emocionarse con ellas, perderán su valor intrínseco, serán cubiertas en su abandono por las enredaderas de un destino funesto.
Esta aceptación de lo irrisorio de nuestra naturaleza, a pesar de todo, no debe conducirnos al pesimismo. La vida es demasiado nimia como para malgastarla en preocupaciones infames. La pretensión de eternidad, el deseo de significación, la lucha por la trascendencia o el culto al propio ego quedan transformados en entelequias absurdas. La felicidad propia y de los semejantes debiera ser el único objetivo de la existencia. Al fin y al cabo, todos acabaremos viajando juntos en el polvo de las estrellas.