La figura esbelta, el rostro sonriente, un fino bigote y la guitarra eléctrica entre las manos. La banda, siempre en segundo plano, él destacado en el escenario, la boca, a escasos centímetros del micrófono, la voz pragmática, sin alardes, los dedos bailando, moviéndose a lo largo del mástil, acariciando las cuerdas en posturas insólitas. Súbitamente, detiene su cantar, se aleja unos pasos, ralentiza el ritmo con un acorde inconfundible, se lanza a tocar, luego, inclinando el tronco, estirando una pierna, avanzando solamente con la otra. Se enzarza en una eclosión onanista, centra su mente en el instrumento, no adquiere poses solemnes, disfruta, se gusta, camina entre los músicos y juguetea al compás de las notas. Después, regresa a su posición, contempla a un público enfervorecido, arranca las últimas estrofas desde su garganta y culmina, ufano, consciente de haber vuelto a realizar un extraordinario trabajo. Este hombre satisfecho es Chuck Berry, patriarca del rock n' roll, un precursor legendario, el germen de la adoración cuasi religiosa hacia la figura del guitarrista.
Hijo de un matrimonio de afroamericanos de clase media, cuarto de seis retoños, Berry vino al mundo en St. Louis, en Missouri, en 1926. Crecido en tierra de blues, dio sus primeros pasos en la música practicando este sonido, al que pudo dedicarse sin tensiones por la acomodada situación de su familia. Como casi cualquier músico negro nacido en Norteamérica durante la primera mitad del siglo XX, tenía una facultad congénita para entonar las notas melancólicas de este estilo folclórico. Tiempo más tarde, en sus conciertos, este apologeta del rock n' roll solía deslizar alguna pieza de blues en el repertorio, demostrando una habilidad infravalorada para acompasar voz e instrumento y sonar de un modo convincente. Cercano a los veinte años, Berry es contemporáneo a un momento de contracción y acumulación, previo a la explosión de cualquier corriente artística. Mientras, en las radios de Estados Unidos confluyen el country, el rockabilly, el blues y el rythmn and blues, hay una generación de adolescentes con ínfulas de rebeldía, soñando con conquistar a las chicas al mando de vehículos deslumbrantes. El rock n' roll es la primera música expresamente dirigida a alentar la subversión de los jóvenes, sus valedores, precursores en ser contemplados con desconfianza por las autoridades y los progenitores. Son varios los virtuosos que pueden atribuirse la condición de epicentros del movimiento, entre otros, Jerry Lee Lewis y Little Richard, pianistas y poderosos vocalistas, Elvis Presley, la voz, con mayúsculas, o Buddy Holly, pronto malogrado. Sin embargo, sólo Chuck Berry puede erigirse en pionero de la simbiosis dual del rockero, a un lado, una grada extasiada, fascinada, al otro, el guitarrista, desbocándose, inmerso en una desmesurada exhibición de ego, su alma expeliendo notas desde lo más profundo de su sensibilidad, afirmando su valía con la aprobación idólatra del público. Pero, más allá de su relevancia velada, relegada al ámbito de la reflexión y el análisis cuasi sociológico, Chuck Berry, además, es el compositor con mayor influencia directa en la generación inmediatamente subsiguiente. Desde 1955, año en que, al amparo de la mítica Chess Records, publica Maybelline, su prodigalidad creativa no se detiene hasta inicios de la década de los sesenta. Valiéndose de una combinación sencilla, la esencia pura del rock and roll, se forjaron un número insólito de clásicos en un corto periodo de tiempo. Así, nacieron Sweet Little Sixteen, Carol, Back in the USA, Too Much Monkey Bussiness, Let it Rock, Roll Over Beethoven, Little Queenie, Rock and Roll Music, Nadine o School Days, entre muchas otras, y, por supuesto, la legendaria Johnny B.Goode. En casi todas ellas, a excepción de esta última, Berry se acompañaba de una batería, un bajo, y, sobre todo, un piano magnífico, olvidado, el excepcional Johnnie Johnson. Las malas lenguas aseguran que éste mereció más crédito del recibido, que muchos de los éxitos de Berry fueron melodías compuestas por Johnson, a las que se añadieron letras adaptadas al momento. De cualquier manera, Chuck Berry abanderó el rock n' roll en su expresión más sincera, un acorde simple, repetitivo, una vez engarzado al oído, difícilmente omisible, una estructura similar a la del blues pero con una cadencia acelerada. Las letras, sencillas, narrando historias cortas, siempre con un componente pícaro, rebelde, indómito, a mitad de canción, la irrupción seductora de solos instrumentales.
En sus primeros años de éxito, Chuck Berry, negro, se comportó de un modo desafiante, a pesar de sus trazas, siempre elegantes, corteses, trajes impolutos y corbatas cortas, aficionado a cortejar mujeres blancas hasta un grado promiscuo y disfrutar con la conducción de vehículos lujosos. El sistema no podía consentir, por entonces, actitudes de esa índole en un afroamericano, por lo que, en 1959, cuando se descubrió que en su club nocturno trabajaba como camarera una chica apache de sólo catorce años, la justicia se lanzó sobre él, acusándolo de tráfico de menores y condenándolo, tras apelar, a una sentencia de tres años de cárcel. En 1963, cuando abandonó prisión, su tiempo en el primer plano había concluido, pero, a las puertas, aguardaba una nueva ola musical que sería clave para su holgura financiera. Era el momento de las Invasiones Británicas, bandas procedentes del otro lado del Atlántico, fascinadas por los ritmos de la música negra. Tanto The Beatles como The Rolling Stones tocaron versiones de Chuck Berry en sus primeros trabajos, algunos de sus miembros, como Keith Richards, lo profesaron, incluso, una adoración ilimitada. Berry supo reciclarse y seguir en la ruta, variando su indumentaria, adoptando vestimentas cercanas al hippismo, a pesar de su sustancia de hombre avaro y mercantilista, pero, además, cobró grandes sumas en concepto de royalties. En los setenta, llegó a viajar alrededor de Estados Unidos de forma solitaria, sólo con su vehículo y una guitarra, presto a tocar con bandas locales, a las que solía negarse a pagar, aduciendo que era suficiente honor trabajar junto a él, con las que no ensayaba, sosteniendo que era su deber conocer sus canciones, rehusando a regalar bises, puesto que no estaban remunerados en los contratos y cobrando sus emolumentos de forma directa y sin intermediarios. Esta dinámica codiciosa volvió a granjearle problemas con la justicia, que, en 1979, lo acusó de evadir impuestos, sentenciándolo a trabajo comunitario, una fuerte multa y cuatro meses de cárcel. Siguió en activo, no obstante, cada vez más reverenciado, con el paso de los años, adquiriendo un aura de leyenda viva. Se dice en los mentideros musicales que es un hombre egocéntrico, caprichoso, sin amigos reales en el circuito, pero esta consideración, lejos de afectar a su valía artística, viene a revalorizarla. Sobre el escenario, Chuck Berry transmite una irresistible sensación de alegría, resulta difícil no esbozar una sonrisa ante su gesticulación facial, sus acrobacias físicas, sin afectar nunca al sonido de la guitarra, su comunión festiva con el público.
Chuck Berry es uno de los escasos monumentos humanos a la música que aún prosigue en activo. Sus manos ya no son rápidas, su voz delata la ancianidad, su estilo, en parte heterodoxo, necesitado de una cierta agilidad física, se ve afectado, sonando mucho menos electrizante. Hace escasas fechas, sufrió un desmayo en el escenario, pero, poco después, recuperado, salió a tranquilizar a su público. Puede que muera con un instrumento en las manos, tal parece ser su deseo, pero su música, genial, permanecerá eternamente. En 1977, cuando la NASA lanzó al espacio las dos sondas Voyager, se decidió que en ellas viajaría un disco de oro, en el que, además de sonidos de la Tierra, información para contactar con el planeta, datos sobre la raza humana y saludos en varios idiomas, se incluyó una selección musical de todos las latitudes del mundo. Desde Estados Unidos, determinaron poner en órbita Johnny B.Goode, de Chuck Berry. Algún día, sus acordes inmortales resonarán en la vastedad del universo.