El boxeo es un deporte
sometido a una dualidad paradójica. El esfuerzo desplegado por el
atleta es mayor que en ninguna otra práctica, pero se lo puede
privar de los honores merecidos con una facilidad pasmosa. Detrás de
las contusiones, los brazos lacerados, las heridas, la sangre, las
lesiones irreversibles y los pómulos quebrados, hay tres individuos
oscuros escrutando desde los abismos del cuadrilátero. Estos agentes
encubiertos son imprevisibles y volubles, y en sus manos, enardecidas
por el supremo poder de la cartulina y el bolígrafo, residen todas
las probabilidades de éxito de los dos púgiles en liza. Hay una
aceptación sumisa entre los aficionados al pugilismo: en el momento
de anunciar el veredicto, la justicia, precavida, huye espantada del
recinto. El robo es una práctica inmemorial que acompaña al boxeo
desde sus inicios, pero ha alcanzado su cima suprema con la
mercantilización definitiva del deporte. En tiempos pretéritos, una
decisión injusta podía fundarse en componentes heterogéneos. Se
dice que, a principios del siglo XX, Jack Johnson, en liza con Marvin
Hart, fue privado deliberadamente del triunfo por los temores de la
América blanca, horrorizada con la posibilidad de que un negro
pudiera retar a Jim Jefries, campeón antediluviano y caucásico. En
las primeras décadas de la centuria, la Historia arroja robos
raciales, ideológicos o nacionalistas, aunque el pasado los enturbia
y quedan condicionados a la creencia en notas de prensa antiguas. El
atraco perpetrado por la Mafia es una constante desde los años
cuarenta, pero su propio origen delictivo exime al boxeo de caer en
desgracia. El crimen organizado contaminaba cientos de esferas de la
sociedad y el deporte podía ser, sencillamente, una víctima más de
su voracidad rufianesca. Es a mitad de los setenta cuando los
veredictos irrisorios prenden en las raíces del ensogado. La
estrella, cada vez más preservada, torna en un activo financiero
para la nueva hornada de promotores, quienes, con Don King a la
cabeza, comienzan a conspirar en silencio. El Muhammad Alí tardío,
entronizado por el público y generador de cientos de millones de
dólares, fue protegido en su pelea ante Jimmy Young, un zurdo
escurridizo sin ningún interés comercial. El robo se oficializa a
medida que los campeones se convierten en productos prefabricados,
abandonando la negrura de los gimnasios de suburbio e impregnando sin
remisión los grandes eventos televisados. Así, deja de ser
patrimonio de encerronas, países remotos o boxeadores encastillados
en su patria, convirtiéndose en una variable sujeta a los intereses
monetarios del momento. Pocos hombres se salvan de esta infamia
colectiva, y, desde Julio César Chávez a Evander Holyfield, las
decisiones controvertidas han ensuciado a decenas de estrellas y
escandalizado a las últimas generaciones. Si el invicto de un púgil
es un elemento productivo, se lo salvaguarda hasta el extremo. Las
victorias inoportunas se entierran sin misericordia. La rentabilidad
de las revanchas se impone a la honradez y la equidad. Hay un tañido
de campana y sobreviene el silencio. Silencio de almas en vilo,
expectantes ante el siguiente disparate. Luego es la voz profunda,
grave y atronadora, y los números que vuelan al vacío en medio de
la indignación generalizada. Están el asombro del bendecido y la
mueca del ofendido. Están el bochorno y la injuria. La risa macabra
de las sombras que reptan alrededor del cuadrilátero. Un poco de
llanto y reclamos de justicia. Un gesto de hastío y comentarios
resignados. Pero, a la semana siguiente, otra vez el pesaje, la
emoción, la tensión, los vaticinios, el televisor encendido y la
bendita farsa que continúa.