Hoy día el hombre venera los restos arqueológicos con una solemnidad responsable porque en ellos puede admirar la destreza de sus antepasados. Los grandes monumentos de la antigüedad levantan encendidas pasiones y en sus formas extemporáneas se esconde la fascinación inmemorial por las obras de tiempos remotos. Inmerso en la dinámica de una sociedad arrolladora, este ímpetu conservador se enfrenta al expansionismo urbano y no es extraño contemplar un vestigio de la gloria pasada acorralado por edificaciones modernas. La cercanía temporal a una determinada construcción la desprovee sin misericordia de cualquier reverencia y por ello el drama de la destrucción de las antigüedades nace en el mismo momento en que éstas son artefactos plenos de vigencia. Al hombre le gustaría poder exhumar una ciudad tal y como luciera hace miles de años pero el propio avance de la humanidad ha limitado los hallazgos a la ventura del abandono crónico. Gran parte de la tierra ha sido demasiado ocupada como para albergar reminiscencias puras y la constante de la civilización ha superpuesto el desarrollo al mantenimiento de estructuras arcaicas. Pero el mundo, a pesar de todo, aún esconde secretos.
Desde el inicio de los tiempos, se ha convivido con la visión de las aguas procelosas, eternas extensiones sin final ni principio que ocupan mayor espacio en el planeta que toda la superficie terrestre. Innumerables naves han surcado los mares, peleando duramente contra los elementos, y la tragedia las ha condenado en ocasiones a sufrir desventuras y naufragios. Los océanos no entienden de piedad ni tampoco de concesiones de gracia y la crueldad del azar ha enviado a morir a miles de marineros a lo largo y ancho del globo. No hay que buscar latitudes exóticas para cerciorarse de esta verdad sugerente. El Mar Mediterráneo es un ejemplo claro de la prolija abundancia de sus profundidades. Mucho tiempo antes del nacimiento de Cristo, los fenicios lo circunnavegaban como si de un lago de recreo se tratara y desde entonces ha sido habitado por todas las culturas establecidas en sus márgenes. Pentecónteros griegos y quinquirremes cartagineses, galeones españoles y urcas venecianas, galeras turcas, movidas por el desesperado ardor de los esclavos cristianos, y ladinos bajeles de los piratas berberiscos. Riquezas ingentes, tesoros olvidados, restos de vidas que nunca pasaron a unos anales de la historia que sólo abren una pequeña abertura a la enormidad de la existencia de siglos anteriores. El mar es un lugar vedado al hombre en el que su capacidad de destrucción es una entelequia risible y en sus insondables profundidades dormitan reliquias inmemoriales.
El deseo incontenible de reconstruir la antigüedad a través de la recuperación de objetos materiales hallaría un estado de clímax si fuera capaz de descender al abismo, pero, a pesar de haber logrado contemplar el vacío desde la turbadora atalaya de la Luna, el hombre sigue encontrando en sus mares un misterio inaccesible. En el día a día resulta un elemento más del paisaje, e, inmerso en el ajetreo cotidiano y la comodidad de los avances tecnológicos, el individuo puede llegar a observarlo sin sentirse intimidado. Pero, al caer la noche, manteniendo fija la vista en la negrura de su presencia infinita y oyendo el relajante diapasón de su primigenio oleaje, se verá tan indefenso como aquel hombre de las cavernas que un día lo descubriera por vez primera. Bajo ese manto inabarcable, duermen un letargo perpetuo todas las quimeras que la persona desee construir basándose en las vagas certezas historiográficas. Sumergidas hasta el final de los tiempos, olvidadas entre arenas y linimentos antediluvianos, las más portentosas maravillas conviven con la indiferencia de las criaturas submarinas. Desde el fondo del mar dimana la esencia unívoca que moverá por siempre a la humanidad a buscar en su propio pasado. La arqueología es sólo una forma científica de sosegar las inquietudes de una imaginación desbordante.
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