Por las entrañas de Madrid corre una red intrincada de galerías y pasajes, en los cuales, día tras día, los ciudadanos se embarcan en un eterno viaje hacia el tedio. Repartidas a centenares a lo largo de la Comunidad, las bocas de metro se abren desde el abismo, para acoger en su interior a toda clase de viajeros. A metros bajo tierra, vive una ciudad oculta, donde el sol es sustituido por luces artificiales, las aceras por andenes ennegrecidos, el asfalto por vías de metal y los automóviles por caballos de acero. Innumerables almas se aventuran por necesidad en este laberinto posmoderno, pero, al igual que Teseo, alentado por Ariadna, emprenden su periplo con un recordatorio de su vida en la superficie, quizá para evitar el olvido bajo las cuevas de cemento. Hay quien se aferra a la música, cerrando los ojos y dejándose transportar por el sonido de los auriculares, hay quien toma un libro entre sus manos y se biloca en parajes remotos o fantásticos. Madrid fue, en tiempos pasados, una urbe erigida sobre acuíferos, pero ahora sus cimientos son horadados por el imperio mecánico del suburbano. Las diversas líneas de metro componen ambientes propios como si de barrios carismáticos se tratara y el usuario avezado distingue a la perfección las fallas, los detalles, la comodidad de los asientos, los ruidos chirriantes, los olores, las pintadas, los desperfectos crónicos, los carteles promocionales o las pegatinas arrancadas. Con horarios determinados, los vagones son tomados por vagabundos y lisiados, mendicantes y desamparados, quienes recorren el convoy arrojando su realidad hacia los viajeros, condenándose a la hostilidad de algunos, la generosidad egocéntrica de otros y la completa indiferencia de la mayor parte. En el camino hacia la luz, o entre andenes diversos, surgen trovadores subterráneos, bardos del inframundo, virtuosos enigmáticos. En esquinas señaladas, encrucijadas concurridas, rincones solitarios, ejercen su arte fútil en medio del ajetreo rutinario, homenajean a la armonía, honrando todo lo bello y hedonista de las lejanas estancias superiores, prosiguen su recital, cosechando, solamente, unas pocas monedas, nunca acumulando cantidades cuantiosas. El pasajero escucha su melodía, aupado por las escaleras mecánicas, la retiene, por unos segundos, dejándola perderse en la distancia, la olvida, hasta el día siguiente, perdido en la maraña urbana, la aguarda, inconscientemente, como un bálsamo, cada vez que desciende hacia las profundidades.
Escritos semanales acerca de temas diversos, sin otro punto en común que la búsqueda de la eufonía.
lunes, 19 de diciembre de 2011
lunes, 5 de diciembre de 2011
Dashiell Hammett
Al igual que los personajes de sus novelas, Dashiell Hammett fue un tipo duro, entero y con un código ético personal e inalterable. Nacido en 1894, en el Condado de St. Mary, Maryland, Estados Unidos, con sólo catorce años abandonó la escuela, para emplearse en una variada panoplia de oficios temporales. Conoció el tedio de la rutina en diversas fábricas y empresas ferroviarias, hasta que, en 1915, aceptó una oferta de la Agencia Pinkerton, quizá la más famosa de las congregaciones de detectives privados. En este puesto de trabajo adquirió la experiencia vital que, más tarde, haría sus libros tan sumamente creíbles y realistas. Recorrió el país por completo, conoció ciudades anónimas, pueblos peculiares, aprehendió la heterogénea casuística del crimen y, sobre todo, vivió un ambiente excitante y muy alejado del aburrimiento. Hammett fue un hombre de acción, aunque no siempre su salud lo acompañó en tal ánimo. En 1918 se alistó en el Cuerpo de Ambulancias del Ejército, dispuesto a servir a su país en la Primera Guerra Mundial. Sin cruzar al otro lado del Atlántico, enfermó de una gripe severa, que, más tarde, evolucionó hasta convertirse en tuberculosis. Las afecciones pulmonares marcaron el tránsito de su existencia, pero, a pesar de este hándicap, logró engañar a los servicios médicos, uniéndose a las Fuerzas Armadas durante la Segunda Guerra Mundial y siendo destinado a las Islas Aleutianas, donde dedicó todo su empeño en publicar un periódico para los reclutas.
Hammett comenzó a escribir a principios de la década de los veinte, publicando algunos cuentos en revistas como Black Mask. En estos relatos iniciales, surgió la figura del Agente de la Continental, un detective cuyo nombre nunca es revelado, pero que nace de la carrera profesional de su creador literario. Fue éste el protagonista de Cosecha Roja, lanzada en 1929 y, quizá, la mejor de sus obras largas. La historia de un solitario maquinando contras las bandas criminales de una ciudad retenía al lector con firmeza, y, durante las décadas siguientes, inspiraría a varios creadores, sobre todo en el ámbito cinematográfico. Fue un éxito editorial que animó a Hammett a seguir escribiendo, por lo que, hasta 1934, su productividad fue intensa y prolija. Surgieron, así, iconos de la novela negra, tales como el pétreo Sam Spade de El Halcón Maltés, el cínico Nick Charles de El Hombre Delgado o el sagaz Ned Beaumont de La Llave de Cristal, todos ellos puntales fundamentales en la forja de la mítica del género policíaco. En la pluma de Dashiell Hammett tienen su origen los perfiles de hombres duros popularizados por Hollywood a lo largo del siglo XX, dibujando unos antihéroes imperturbables, poco dados a la reflexión sutil, quienes, en muchas ocasiones, hacen avanzar la trama a ritmo de acciones violentas o, al menos, muy alejadas de lo que, hasta aquel entonces, solía ser la dinámica de los investigadores criminales. La superioridad intelectual del Sherlock Holmes decimonónico pasa a transformarse en un valor prescindible, y, ahora, el manejo del lenguaje de los suburbios, la capacidad de resistir ante las acometidas de los hampones, una profunda indiferencia y la actitud lacónica del apartado del sistema se convierten en caracteres esenciales. A los personajes de Hammett sólo los separa de la actitud de los villanos el hecho de ser asalariados para resolver un crimen, y, también, un código moral escueto y sin excesivos escrúpulos, pero suficiente para comportarse de un modo honorable ante cualquier encrucijada. No se trata de paladines idealistas, concienzudos genios o atormentados vengadores, sino de individuos sumidos en un perpetuo hastío, prestos siempre a tomar un trago, embarcados en la resolución de un delito sin sentirse especialmente motivados, determinados, únicamente, por la profesionalidad de culminar con éxito el trabajo que les ha sido encargado. Inmunes a los encantos femeninos, prestos avizores de las mujeres fatales, vulnerables, pero combativos, habituados a golpear y ser contusionados.
Una sensación de despreocupación por la integridad dimana de sus personajes, reflejo, quizá, de la actitud personal de Hammett. La bebida lo acompañó durante gran parte de su vida; sólo en 1947, tras sufrir un ataque de delirium tremens, abandonó su consumo patológico. La pose de indiferencia de los detectives de sus novelas se filtra, también, desde su propia conducta. Hammett fue un activista de izquierda y un defensor de los derechos civiles, colaborando, muy estrechamente, con organizaciones vinculadas al Partido Comunista. La oprobiosa Comisión de Investigación del Senador Joseph McCarty lo llamó a declarar en 1951, pero, firme, más que en sus convicciones políticas, en sus valores morales, se negó a aportar información sobre sus compañeros, siendo sentenciado a cinco años de cárcel. Cumplió seis meses de condena, pero, a su salida de la penitenciaria, su nombre ya estaba marcado. Ningún editor volvió a confiar en él, Hollywood, donde antes había vendido profusamente sus guiones, vetó cualquier posibilidad de contratarlo. Sus bienes le fueron embargados por impuestos atrasados y hasta el disfrute de sus copiosos royalties escapó lejos de su dominio, ahondando la decadencia de sus otrora boyantes finanzas. Este giro del destino, no obstante, fue asumido con dignidad por Hammett, quien, imperturbable, continuó viviendo con modestia, cada vez más aislado, convertido en un eremita en medio de la artificialidad del sueño americano. Finalmente, su inveterada afección pulmonar degeneró en un cáncer draconiano. Un par de meses después de su diagnóstico, este hombre inquebrantable exhaló su postrer aliento, abandonando el mundo a la edad de sesenta y seis años.
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