Se habla de una madre
como de la naturaleza, el universo, la creación o los misterios
cósmicos, porque estuvo desde el comienzo e incluso antes de
cualquier noción de consciencia. En los tiempos primitivos, en los
que la adoración se centraba en las manifestaciones más esenciales
de la realidad, la madre fue objeto de culto y tuvo rango divino. El
hombre rendía pleitesía a una amplia gama de conceptos
preternaturales, sol, luna, estrellas, frutos o animales, y, además,
a la mujer dadora de vida, el ser capaz de cobijar dos almas en sus
entrañas, de alumbrar el germen de una entidad compleja y vigorosa.
Esta fe remota no es más que la representación de un lazo ancestral
e indestructible, el amor incondicional de la madre, el afecto cálido
e incuestionable. Una madre piensa en los hijos como porciones
inherentes a sí misma, y sus pesares, preocupaciones, malestares o
turbaciones viajan a través del éter y la zarandean de idéntica
manera. Es el ejemplo más puro de la entrega desinteresada, el obrar
bondadoso y el sentir inabarcable. La madre no puede descansar
tranquila si conoce del sufrimiento de sus retoños y en pos de
rescatarlos de sus tribulaciones sería capaz de descender hasta el
rincón más profundo del infierno. Se entrega desde el primer
instante, es continente y contenido. Cobija a la criatura, vulnerable
y extraviada, vigila su desarrollo, inquieta y temeraria, lucha, en
momentos arduos, persiste, indiferente a cualquier cambio. La
madre posee un proyecto mucho más grande que cualquier aspiración
material, lograr construir una personalidad firme en medio de la
abyecta naturaleza del mundo. Sacrifica cualquier anhelo para lograr
la felicidad del hijo. Se entrega, sin ánimo de recompensa, en una
epopeya titánica. No negará una sonrisa. Apreciará el gesto,
aparentemente, más intrascendente. Henchida de orgullo, te ensalzará
en la cumbre. Caído en desgracia, te sostendrá, optimista, frente a
cualquier amenaza. En el círculo vital de la relación maternal, es
la sublimación de la solidaridad veraz y callada. La madre vive en
jolgorio con la alegría de sus hijos. Volviendo atrás la mirada,
nunca habrá dejado de contemplarte. Permanecerá, sin importar la
contingencia. Nunca admonitoria, ni buscando revancha. Solamente
aguardando, en la sencillez de la pose primera. Más allá del
intrincado devenir de la existencia, la madre, como en el inicio,
abre los brazos, a la espera de regalar una caricia sin precio. Al
amanecer, el sol iluminará la tierra. En el crepúsculo, el
horizonte se teñirá de naranja. La noche reinará en la madrugada,
las constelaciones refulgirán en el firmamento. La madre, única y
tierna, aún te acogerá, venturosa, en la certeza confortable de su
abrazo sincero.
Escritos semanales acerca de temas diversos, sin otro punto en común que la búsqueda de la eufonía.
miércoles, 25 de abril de 2012
lunes, 9 de abril de 2012
El glaciar
En el extremo austral de
América, aguardando tras estepas, llanuras, bosques y montes
solemnes, pervive el glaciar. Encajonado entre montañas olímpicas,
monstruo sobrecogedor y silencioso, el hielo surge ante la mirada,
compacto e irreal, remembranza pavorosa de eones congelados. El
glaciar es un exceso monumental nacido de las entrañas circulares de
la tierra, esculpido entre las condiciones climáticas, el ciclo de
las lluvias y la angosta grandeza de las cordilleras. Desde las
cumbres nevadas, la roca parece descargar un vómito de agua
petrificada, extendido hasta el infinito, oculto entre las brumas del
horizonte, domeñado, únicamente, por la gélida sinuosidad del
lago. En el linde entre lo sólido y lo líquido, la pared se corta,
resquebrajada, hendida por una espada procedente de estancias
siderales. El hielo cruje, doliente, desde sus junturas inmemoriales
y las aguas tratan de horadarlo en una pelea eterna. A veces,
hastiados, caen pedazos desde la mole, estallan espumas fragorosas,
navegan témpanos debelados, flotando alrededor de su matriz
titánica. El glaciar cubre el mundo con una quietud sepulcral y su
contemplación hipnotiza y seduce con una cadencia adormecedora. Es
un camposanto insondable, heredero de un reino perdido, destinado a
regresar algún día, por encima de las edades del hombre. Asemeja un
gigante unitario, monótono e inabarcable, pero entre sus salientes
gélidos resaltan tonalidades maravillosas. El hielo juega con el sol
y luce sus galas heterogéneas, colores ufanos, antiguos, pretéritos,
lozanos o precoces, diamantinos en su superficie inferior. El glaciar
es un innovador estético que utiliza una insólita materia prima
para equilibrar su belleza. No recurre a verdes acogedores, arboledas
inmensas, cimas majestuosas, torrentes impetuosos, arenas infinitas,
ríos prístinos o llanuras salpimentadas de flores. Él es el hielo
transformado en obra de arte, una concepción única de lo mirífico
de la tierra. En sus volúmenes imperiales, hay un mensaje cifrado,
procedente de tiempos remotos. Es reducto y avanzada de épocas
inefables, admonición del planeta de su señorío incontrovertible,
advertencia de mármol frío para sus pretendidos sojuzgadores.
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