El cine de acción en la
década de los ochenta era más sencillo, más puro, menos
artificioso y más sincero. Este cine es la última evolución del
verdadero producto estrella de Hollywood, su simiente y su pasado, la
epopeya del western. El western termina siendo, en esencia, un hombre
solitario enfrentado a un enemigo pérfido, y este código alentador
es el que dirige el rumbo de los grandes héroes de la acción
clásica. Los Schwarzenegger, Willis o Stallone son versiones
modernizadas y musculadas de John Wayne o Gary Cooper, lo cual no
implica que la modernización sea siempre un concepto positivo. Los
villanos tradicionales pasaron a ser terroristas, narcotraficantes o
asiáticos comunistas, colectivos susceptibles de sustituir en el
inconsciente americano la maltratada efigie de las tribus indígenas.
Estados Unidos golpea primero y cuando no queda nada en pie se
arrodilla, medita, siente remordimiento y lanza algún libro o
película, donde denuncia las maldades pasadas y reclama monumentos
conmemorativos sobre el baldío osario de su enésima víctima. En
general, los héroes de acción eran tipos duros que ya no llevaban
un colt a la cintura, pero sí
armas automáticas que elevaban los viejos tiroteos a la enésima
potencia. Conectaban con la base más elemental del cerebro humano,
que es la del ojo por ojo, antiguo ya en tiempos de Hammurabi, y, en
lugar de aturdir con confusos guiones o motivaciones psicológicas,
explotaban la simplicidad masculina del macho triunfador frente a
todas las adversidades. El paladín indomable vive desde la época de
Homero y tanto Aquiles como Héctor son ejemplos arcanos de duchos
pistoleros. Al hombre le fascinan los héroes porque son capaces de
contender contra entornos hostiles y esto no es más que una
proyección reprimida del tirano sociópata que todo individuo cobija
en algún rincón de su alma. A Hollywood se le gastó esta fórmula
porque la gente pedía legitimación a tanta violencia, que la muerte
ha de justificarse por algún fin abstracto, necesario y solemne.
Ahora, la pantalla también se tiñe de sangre, pero, como en las
noticias, sólo después de una concienzuda digresión de los
guionistas.