Ha entrado de
noche, cobijado por la decrépita luminosidad de una Luna menguante.
Camina entre lápidas y tumbas, entre raíces y sepulturas
olvidadas, entre exvotos, fotografías marchitas, entre panteones
derrotados por el tiempo. Allá se oye un rumor, susurro de hojas,
pavor silbante de los vientos del osario. Desde algún lugar lo
miran, los otros, lo escrutan las calaveras, pulcras y
sonrientes, el polvo inmemorial de los huesos enterrados. A través
de aquellas escaleras de mármol, podría bajar al mausoleo. Lo
llama, desde sus columnas pétreas, de templo funesto, de mansión
derribada, desde su integridad portentosa de monumento fútil a lo
arrebatado. Pero no quiere, y sigue su marcha. Ahora extiende sus
manos, se deja acariciar por el aire macabro del cementerio. Se lleva
las palmas al rostro, busca la línea que lo conduzca a la puerta, el
susurro que le indique la senda. Más nada llega, sólo la carne
oscurecida por la noche, sus dedos encrespados por la gélida
madrugada. Al final, extenuado, decide sentarse. Aún resta toda la
noche para que vuelva a surgir el sol en el firmamento. Se detiene,
respira, descansa en ese montículo innombrable, acuclillado en el
césped mortecino, amparado por el ramaje de un ciprés y la sombra
de una estatua enmohecida. Allí permanece, todavía, cada noche en el
camposanto abandonado. Queda silencioso entre epitafios, recuerdos,
dedicatorias, entre fechas inútiles y rastros de llantos agotados.
Se reconforta, a la espera de la nada. Respira el aroma inescrutable de los siglos, la
fragancia pagana de la muerte.