La globalización ha transformado el mundo en todas sus facetas y ninguna actividad humana queda libre de su arrolladora influencia. Desde las materias más trascendentes, como la economía o la política, hasta las, aparentemente, más inocuas, como la música o el cine, la totalidad de las manifestaciones de la civilización se han visto alteradas. La diversidad y el sentimiento han sido relegados por un mandato pecuniario y la maximización del beneficio ha pasado a ser el objetivo fundamental. El deporte no ha escapado a esta teocracia monetaria y, en los últimos años, sus perfiles han sido tomados por intereses espúreos, siendo el fútbol, quizá, uno de los más claros ejemplos.
Para Europa y la mayor parte de Latinoamérica, el fútbol ha representado, desde principios del siglo XX, una religión alternativa y una fuente de sensaciones encontradas. La aparición de los clubes de balompié conectó con tres elementos intrínsecos al alma humana: la tendencia a la alienación y gregarismo, la fascinación por la estética y la competitividad antropológica. Los equipos fueron labrando su historia con el paso de los años y,en paralelo, sus seguidores crecieron con ellos, afianzando un extraño vínculo irracional. En otro tiempo, cada club representaba una personalidad diferente, con sus profesionales inveterados, su escuela característica, su idiosincrasia particular y su rivalidad con el vecino. Lejos de existir medios que trasladaran lo acaecido en un partido a todos los extremos del mundo, los clubes se enfrentaban en encuentros internacionales con la incertidumbre de encontrarse ante conjuntos desconocidos, venidos directamente de ligas misteriosas, en las que la ausencia de seguimiento televisivo alimentaba la inclinación del hombre a llenar con su imaginación los vacíos del conocimiento. Lejos se hallaba la Sentencia Bosman o el expolio continuado de los vivideros de futbolistas sudamericanos, por lo que la identificación con unos colores era completa, ya que, más allá del lazo emocional surgido con el escudo, la posibilidad de incluir jugadores extranjeros era reducida. Los torneos internacionales quedaban revestidos por la solemnidad de una justa medieval, puesto que los medios audivisuales no imponían exigencias antinaturales y, por ello, su desarrollo carecía de partidos innecesarios.
Hoy día, el fútbol se ha convertido en un negocio descarado, que se nutre del abuso de la fidelidad del aficionado a un sentimiento intangible y la estulticia universal del seguimiento a las estrellas comerciales. El imperialismo deportivo se ha convertido en un dogma incontrovertible y las ligas de naciones menores han tornado en lugares de saqueo y rapiña. Ningún futbolista joven que despunte en sus primeros partidos alcanza a pasar mucho tiempo en su club de origen. Una avalancha de dinero seduce sus sentidos y hace consentir el rapto al propietario de su contrato. Los grandes equipos son ahora marcas comerciales, cuyas necesidades de mercado llegan a modificar los horarios de juego para que un individuo situado en latitudes exóticas pueda solazarse con las trazas de Apolo artificial del delantero de turno. El ingente volumen económico que rodea al deporte terminó destruyendo los esquemas tradicionales, depauperando competiciones, suprimiendo copas históricas, creando monstruos al servicio de la publicidad en los que las grandes multinacionales pugnan por anunciarse. Ya no hay magia en un partido contra los triunfadores de la liga escocesa, holandesa o rusa, sino una detallada descripción de su evidente inferioridad por parte de un especialista de minuciosidad enfermiza. La personalidad de los equipos se deshilvana lentamente y el respeto a la tradición es arrojado a la oscuridad por monumentales chequeras petrolíferas, capaces de ejercer de Dr. Frankestein futbolístico e insuflar vida a la más mediocre de las entidades. El concepto de institución vive sólo en los seguidores, en las imágenes en blanco y negro, en emociones grabadas a fuego y en los, ya casi en extinción, profesionales que anteponen sus valores a la simpleza del poder del dinero.
El fútbol es una enorme farsa que explota la romántica locura de excitarse ante veintidós hombres luchando por una pelota. En la actualidad, el mundo no alberga ninguna práctica de seguimiento masivo que no mueva tras de sí una exorbitante cantidad de billetes. Es ingenuo anhelar que el balompié se mantenga ajeno a esta contaminación mercantilista, pero no por ello resulta menos cruel la actitud de los grandes mandatarios del fútbol. La clientela de este deporte es la más sencilla de cualquier negocio, y, en muchos casos, siquiera responde a las leyes tradicionales del mercado. Un producto pésimo no tiene por qué alejarlos de la órbita del club, ya que en él, lejos de ver un entretenimiento pasajero, focalizan una inexplicable pasión que, a pesar de condenas y juramentos de abandono, termina reteniéndolos entre los tentáculos de su propio inconsciente. Se trata, en definitiva, de la sublimación del concepto de estafa: la mente pérfida no tiene que esforzarse en trastocar el entendimiento de la víctima, porque ésta se halla plenamente dispuesta al engaño.
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