lunes, 31 de octubre de 2011

La infravalorada genialidad de J.R.R. Tolkien

Opacada por la simplicidad generalizadora de su adaptación cinematográfica, la obra de J.R.R. Tolkien no recibe toda la reverencia literaria que su enorme complejidad merece. Si la creación humana acrecienta su valor en función de la unicidad de su acabado, los escritos de este erudito británico han de figurar en el podio de las producciones solemnes. Aunque, hoy día, rebajándolos al nivel de sus profusas imitaciones, se ubique sus libros dentro de un género tan liviano como el de la fantasía épica, tradicionalmente vinculado al lector ocasional y el entretenimiento pasajero, su peso intrínseco alcanza, en puridad, cotas mucho mayores. Una visión global del conjunto de su imaginario arroja la certeza de la genialidad irrepetible, el vasto intrincado de una visión mitológica salido de la mente de un sólo ser humano.

John Ronald Reuel Tolkien, más conocido como J.R.R. Tolkien, nacido en 1892, en la actual Sudáfrica, muerto en 1973, en el Reino Unido, fue un filólogo y profesor universitario de ideas marcadamente conservadoras. Tolkien era un auténtico experto en mitología, literatura medieval y lenguas antiguas, facetas que fueron determinantes en la elaboración de sus ficciones más memorables. Hoy día, millones de lectores siguen fascinándose con las páginas de El Hobbit o El Señor de los Anillos, entre otros, sin que muchos sepan descifrar este éxito perpetuo y se interroguen acerca de la causa de su vigencia. La respuesta se halla en la propia vocación de la literatura fantástica, la evasión del lector, el viaje hacia territorios desconocidos, ora miríficos, ora terroríficos, que, por unos instantes, consigan alejarlo de la tediosa realidad rutinaria. A diferencia de otros géneros, donde, en función de la intención del autor, otros elementos se convierten en esenciales, en esta clase de escritura, el fondo y la ambientación se convierten en puntales cruciales. El paladar que aprehende con fruición las mejores esencias de cada libro se ve subyugado sin remisión por la textura de la obra de Tolkien, y, a su vez, termina rechazando, en el futuro, cualquier otra aproximación a la fantasía, por considerarla pueril, gruesa y escasamente elaborada. Tolkien hizo transitar las peripecias de sus personajes en un mundo de una extensión insondable, tan rico como el acervo mitológico de cualquier cultura milenaria, compuesto por ecos de las sagas nórdicas y panteones dignos del Olimpo o el Valhalla. Por encima de su indudable talento como relator ameno y profesional, la clave del atractivo de Tolkien reside en la creación ociosa de un mundo digno de recopilación de cosmogonías generacionales. Rescatados para el público por su heredero, su hijo Christopher Tolkien, sagaz mercantilista, pero, también, extremadamente respetuoso con el legado de su padre, tras la muerte de éste vieron la luz unos escritos puramente recreativos, alejados de cualquier pretensión editorial, nacidos de un intelecto especialmente dotado para la épica arcaica. En El Silmarillion, surge ante el lector una intrincada red de dioses mayores, héroes gloriosos, guerras con casus belli sumamente elaborados, relatos de amor eterno y cientos de incisos folclóricos, increíblemente, nunca manidos o reiterativos, sino únicos, complejos, dignos de pueblos con una existencia real. La sensación de misterio que recorre el alma dejándose llevar por una historia de fantasía alcanza su cénit en la obra de J.R.R. Tolkien, porque tras cada referencia velada, mención a lugares recónditos, recuerdo de un paladín pretérito o cita de conflictos arcaicos, no se presume la volatilidad de un autor queriendo dar falsa profundidad a su mundo, sino una estructura auténtica, tangible, perseguible, surgida de una mente inquieta que nunca pensó en el éxito comercial, sino en el mero disfrute de su alma. Esta inusual mezcla entre imaginación desbordante y vastedad erudita dio como resultado, incluso, una variada panoplia de detalles fonéticos y caracterizaciones lingüísticas, que alcanzan su grado más sublime con la elaboración de un idioma inteligible y con unas reglas concretas, el élfico, desgajado en el sindarin y el quenya.

Las páginas de J.R.R. Tolkien no exhalan la emoción puntual del ímpetu creador instantáneo, ni la concienzuda documentación para un trabajo concreto. En sus líneas se transpira el aliento de toda una vida, un entorno fascinante elaborado a lo largo de su existencia. Por mero disfrute personal, este estudioso hogareño fue capaz de echar sobre sus hombros una carga que, en tiempos antiguos, se repartía, inconscientemente, entre sucesivas generaciones, la forja de un árbol mitológico nacido de vivencias milenarias. La verdad de este poso cautivador se evidencia al concluir cualquiera de sus creaciones. Al leer la última palabra y cerrar las tapas del libro, al lector lo invade un sentimiento de tristeza melancólica. Con el punto y final definitivo, termina un irrepetible tránsito a través del mundo más rico y fascinante que nunca jamás se haya inmortalizado en la literatura moderna.

lunes, 24 de octubre de 2011

Ucronía

La ucronía consiste en presumir el devenir de los acontecimientos históricos en función de que una concreta situación no hubiera llegado a materializarse o hubiese tenido un desenlace diferente. El primer autor que llevó a cabo esta elucubración fútil fue el  romano Tito Livio, quien, en su colosal Historia de Roma, dedicó uno de los capítulos a desarrollar una contienda hipotética entre el Imperio de Alejandro Magno y la incipiente Roma del siglo IV a.C. Desde entonces, son variados los ejemplos de esta frivolidad subyugante, pero, más allá de la creación ensayística, cualquier aficionado a la Historia cae en la tentación de realizarla. Este proceso mental supone la consagración solemne de una de las más grandes debilidades del alma, el qué hubiera sucedido si, eterno compañero del análisis retrospectivo y el lamento postrero, tan manido en todas las facetas de la existencia del hombre.

Cualquier momento de la Historia Universal se presta a la aplicación de la ucronía. Roma domó a todas las naciones bañadas por las aguas del Mediterráneo, llevó su lengua a través de Europa, asentó sus instituciones jurídicas, dejó un poso indeleble que es germen de muchas de las ramificaciones socioculturales posteriores. Sin embargo, en el siglo III a.C, Aníbal Barca, el genial estratega cartaginés, se internó en el corazón de la Península Itálica, derribó cuantas legiones se opusieron a sus huestes, llegó a encarar la capital de la República. Una indecisión inusual en el liderazgo superdotado de Aníbal permitió sobrevivir a la urbe, asistir al advenimiento de Publio Cornelio Escipión, el Africano, y, finalmente, a la derrota de los invasores, culminada años después con la destrucción de la ciudad de Cartago. Resulta turbador inquirir acerca de cómo podría haber sido el futuro si Roma hubiera sido domeñada por los púnicos, si nunca hubiera alcanzado el estadio imperial, si, en lugar de su imborrable influencia de civilización contradictoria, cultura sublime, decadente violencia, el territorio de la Península Ibérica hubiera quedado en manos de Cartago o de las misteriosas y lejanas poblaciones locales. Puede que, siquiera, usted, lector, atendiera a estas líneas en este concreto lenguaje, puede que las palabras que profiere por su boca, con las que idea sus pensamientos, tuvieran un estructura fonética completamente distinta. El peso del Imperio Romano se deja sentir desde la tradición jurídica hasta el actual calendario y su ramificación concienzuda fue vital para la difusión de la cultura clásica o la fugaz eclosión del cristianismo. El poder de la Iglesia Católica y su férreo enraizamiento en todas las naciones tiene su remoto origen en el aprovechamiento clerical de su decadente sistema de división provincial y administración del territorio.

Supone una experiencia tan jocosa como inquietante presagiar el devenir del mundo si, en el lejano siglo VI d.C, Mahoma hubiera sufrido algún accidente casual al descender, excitado, de las profundidades de la cueva en la que, según la tradición musulmana, el arcángel Gabriel le reveló la sagrada misión de difundir un nuevo culto a lo largo y ancho del mundo. Imaginar la faz de la tierra si la prédica del Islam nunca hubiera llegado a producirse posee unas implicaciones tan complejas que resulta una tarea inatacable. Si los principios de la Reforma hubieran surgido en alguno de los países mediterráneos, si Calvino o Lutero, con su rechazo frontal al Papado y su santificación exacerbada del trabajo, hubieran alzado a las masas en países de tradicional dominio católico, quizá su situación social y económica hoy sería diferente. Los protestantes entienden el esfuerzo y la disciplina en las labores como un punto fundamental de su doctrina religiosa y esta profesión de fe de indudables beneficios productivos se esconde tras la eficiencia de muchos de las naciones del centro de Europa. El arrepentimiento en última instancia promulgado por los católicos permite una vida disipada y con vicios de toda índole, la cual, aplicado en la práctica, cristaliza en dejadez, posposición continua y vagas promesas de satisfacción futura. Juan II de Portugal podría haber comprado el plan aventurado de Cristóbal Colón, los asentamientos vikingos de Terranova podrían haber logrado una cierta permanencia, George Washigton podría haber fracasado en sus intentonas libertarias, dejando Norteamérica en las redes del colonialismo británico. La esclavitud podría haber seguido vigente si la Confederación se hubiera impuesto en la Guerra de Secesión, de seguir las indicaciones de Erwin Rommel, el triunfo aliado en Normandía podría haberse evitado.

La Historia posee un halo solemne cuando se la contempla desde la distancia, pero, en el instante de su materialización, se convierte en algo tan arbitrario como cualquier otro aspecto de la vida humana. A pesar de sus tintes grandilocuentes, su progreso, en muchas ocasiones, viene marcado por sucesos, en apariencia, intrascendentes y puntuales. Hitler escapó con vida de múltiples atentados por razones que, de insólitas, resultan, casi, achacables a la brujería, la pequeñez mental de uno de los generales de Napoleón impidió a éste alzarse con el triunfo en Waterloo, Fidel Castro estuvo a punto de ser fusilado en un calabozo, años antes del triunfo de la Revolución Cubana, a los mandos de la Unión Soviética y los Estados Unidos, en la Crisis de los Misiles, podrían haberse hallado dos hombres inestables, irresponsables o desquiciados. La humanidad ha desarrollado un sistema de gobierno en el que decisiones de alcance universal quedan delegadas en simples individuos, plenos de virtudes y miserias, quizá acomplejados por su infancia, quizá alentados por instintos irracionales, a veces tocados por la grandeza más pura, otras contaminados por la ignominia más oprobiosa. Al final, el destino del mundo queda definido por las inaprensibles, caprichosas e inconfesables musas que gobiernan el comportamiento de todo ser humano.

lunes, 3 de octubre de 2011

Atardeceres urbanos

En las grandes ciudades, la mayor parte de sus habitantes transitan su día a día en las zonas más funcionales de la urbe. En el centro de las poblaciones suele concentrarse toda la carga de belleza, los edificios de renombre, las avenidas amplias, las calles con solera y los venerables templos religiosos. La expansión de los núcleos urbanos diluye cualquier pretensión grandilocuente y las construcciones pasan a tomar un papel pragmático, viviendas, oficinas, superficies comerciales, creaciones destinadas a satisfacer una necesidad práctica y no a perdurar en la memoria de los hombres. En comparativa, son menos aquellos que trabajan en los sectores más deslumbrantes que los que han de trasladarse a lugares grises y anodinos. Las exigencias del empleo no dejan tiempo para la contemplación ociosa, ya sea introspectiva o focalizada en beldades exteriores. Las autopistas, salpimentadas por cientos de vehículos idénticos, los túneles del metro, hondas cavernas rutinarias, las calles anónimas, similar la una a la inmediatamente siguiente, los edificios rectangulares, lisos, plagados de cristaleras, descomunales panales de los asalariados, todo ello carece de sensibilidad última, no cobija porciones de ningún alma, es, únicamente, aquello que se deduce de un análisis superficial. Casi todos los urbanitas habitan en un mundo que ha devorado cualquier atisbo de disfrute desinteresado y la arquitectura de los lugares donde acuden a ganarse el pan es una cristalización meridiana del estilo de vida impuesto, la totalidad entregada a lo útil, lo felizmente fútil condenado al oprobio. Son mayoría los rincones de las ciudades en los que la vista supone una experiencia vacua, intrascendente, donde el ser humano transcurre sin emoción alguna, posando su mirada en derredor con una apatía crónica. Al ritmo de sus pasos acelerados, hasta la última molécula de su organismo se concentra en los objetivos marcados, sin otorgar tiempo a la pausa, dejando atrás jardines monótonos, solares vacíos, polígonos del extrarradio, urbanizaciones clónicas, parques estandarizados, rotondas congestionadas, marquesinas de autobuses, carreteras sin fin aparente, camiones descargando en doble fila, obras interminables, estructuras oscuras, metálicas, utilitarias. En esta jungla de asfalto mueren los más íntimos deseos, las vocaciones soñadas, las ocupaciones utópicas, el anhelo de huida de la babilónica rueda mercantilista que rige los designios de la sociedad.

Hay un momento, sin embargo, en el que, aún fugazmente, hasta el más chirriante de los artefactos inclina la rodilla, se rinde, por un instante, a la todopoderosa deidad de la belleza. Cuando el día declina, el sol cae, se remite, irremisiblemente, a su escondrijo nocturno, la luna se apresta a prender el firmamento, sea cual sea el lugar en el que el hombre se ubique, el entorno se detiene, aguarda, queda subyugado a la insondable poesía del mundo. El cielo toma un tono anaranjado, las nubes eclosionan, adquieren tintes oníricos, transmiten una melancolía difícilmente transmisible con palabras. Todas las construcciones frías que, día tras día, dan la espalda a la armonía de la tierra, quedan ahítas, dominadas por el ocaso del sol, teñidas de una belleza doliente que canta una elegía críptica e indescifrable. En ese instante maravilloso, se representa el drama más elemental de la realidad, la mayor de las despedidas, arcana, reverenciada, inspiradora de las primeras inquietudes metafísicas del hombre. En lo profundo de su psique, éste alberga el miedo ancestral a que el sol no vuelva a iluminarlo con sus rayos, y, por ello, aún cuando su mente no sea plenamente consciente, su espíritu se estremece al atardecer, reconociendo el privilegio de haber llegado a hollar el mundo. El ocaso del día supone una redención universal para todos los seres humanos, admirándolo, siendo partícipes de su esencia, pueden purgar todas las horas cercenadas a sí mismos y sus semejantes, entregadas a ocupaciones espurias y pasajeras. Al final, en el horizonte, se concentra toda la luminosidad insoportable del sol, gorgona astral, altiva estrella, rendida pero no muerta. En su vertical, todavía, el cielo luce una coloración mística, las nubes asemejan latitudes lejanas, islotes fantásticos, volubles pedazos de fantasía, embelesan los ojos del observante. Después, es la oscuridad, el encendido del tendido eléctrico, la súbita relajación de todos los actores de la obra. El individuo vuelve en sí y recuerda sus ocupaciones, continúa trabajando, regresa al hogar el más afortunado. En unas cuantas horas, vendrá el amanecer,  el día morirá otra vez, llegará, inapelable, la noche. Él procederá de idéntico modo que en la jornada anterior, y que la siguiente, y, probablemente, que en todas y cada una de las venideras. El hábito del obligado, perdido en la maraña urbana. A pesar de todo, sin embargo, aún hay reducto para la esperanza. El hombre puede creerse infeliz porque su rutina lo ha arrebatado de toda lírica, pero ninguna imposición sociológica puede sojuzgar el descomunal torrente poético de los atardeceres.