lunes, 24 de octubre de 2011

Ucronía

La ucronía consiste en presumir el devenir de los acontecimientos históricos en función de que una concreta situación no hubiera llegado a materializarse o hubiese tenido un desenlace diferente. El primer autor que llevó a cabo esta elucubración fútil fue el  romano Tito Livio, quien, en su colosal Historia de Roma, dedicó uno de los capítulos a desarrollar una contienda hipotética entre el Imperio de Alejandro Magno y la incipiente Roma del siglo IV a.C. Desde entonces, son variados los ejemplos de esta frivolidad subyugante, pero, más allá de la creación ensayística, cualquier aficionado a la Historia cae en la tentación de realizarla. Este proceso mental supone la consagración solemne de una de las más grandes debilidades del alma, el qué hubiera sucedido si, eterno compañero del análisis retrospectivo y el lamento postrero, tan manido en todas las facetas de la existencia del hombre.

Cualquier momento de la Historia Universal se presta a la aplicación de la ucronía. Roma domó a todas las naciones bañadas por las aguas del Mediterráneo, llevó su lengua a través de Europa, asentó sus instituciones jurídicas, dejó un poso indeleble que es germen de muchas de las ramificaciones socioculturales posteriores. Sin embargo, en el siglo III a.C, Aníbal Barca, el genial estratega cartaginés, se internó en el corazón de la Península Itálica, derribó cuantas legiones se opusieron a sus huestes, llegó a encarar la capital de la República. Una indecisión inusual en el liderazgo superdotado de Aníbal permitió sobrevivir a la urbe, asistir al advenimiento de Publio Cornelio Escipión, el Africano, y, finalmente, a la derrota de los invasores, culminada años después con la destrucción de la ciudad de Cartago. Resulta turbador inquirir acerca de cómo podría haber sido el futuro si Roma hubiera sido domeñada por los púnicos, si nunca hubiera alcanzado el estadio imperial, si, en lugar de su imborrable influencia de civilización contradictoria, cultura sublime, decadente violencia, el territorio de la Península Ibérica hubiera quedado en manos de Cartago o de las misteriosas y lejanas poblaciones locales. Puede que, siquiera, usted, lector, atendiera a estas líneas en este concreto lenguaje, puede que las palabras que profiere por su boca, con las que idea sus pensamientos, tuvieran un estructura fonética completamente distinta. El peso del Imperio Romano se deja sentir desde la tradición jurídica hasta el actual calendario y su ramificación concienzuda fue vital para la difusión de la cultura clásica o la fugaz eclosión del cristianismo. El poder de la Iglesia Católica y su férreo enraizamiento en todas las naciones tiene su remoto origen en el aprovechamiento clerical de su decadente sistema de división provincial y administración del territorio.

Supone una experiencia tan jocosa como inquietante presagiar el devenir del mundo si, en el lejano siglo VI d.C, Mahoma hubiera sufrido algún accidente casual al descender, excitado, de las profundidades de la cueva en la que, según la tradición musulmana, el arcángel Gabriel le reveló la sagrada misión de difundir un nuevo culto a lo largo y ancho del mundo. Imaginar la faz de la tierra si la prédica del Islam nunca hubiera llegado a producirse posee unas implicaciones tan complejas que resulta una tarea inatacable. Si los principios de la Reforma hubieran surgido en alguno de los países mediterráneos, si Calvino o Lutero, con su rechazo frontal al Papado y su santificación exacerbada del trabajo, hubieran alzado a las masas en países de tradicional dominio católico, quizá su situación social y económica hoy sería diferente. Los protestantes entienden el esfuerzo y la disciplina en las labores como un punto fundamental de su doctrina religiosa y esta profesión de fe de indudables beneficios productivos se esconde tras la eficiencia de muchos de las naciones del centro de Europa. El arrepentimiento en última instancia promulgado por los católicos permite una vida disipada y con vicios de toda índole, la cual, aplicado en la práctica, cristaliza en dejadez, posposición continua y vagas promesas de satisfacción futura. Juan II de Portugal podría haber comprado el plan aventurado de Cristóbal Colón, los asentamientos vikingos de Terranova podrían haber logrado una cierta permanencia, George Washigton podría haber fracasado en sus intentonas libertarias, dejando Norteamérica en las redes del colonialismo británico. La esclavitud podría haber seguido vigente si la Confederación se hubiera impuesto en la Guerra de Secesión, de seguir las indicaciones de Erwin Rommel, el triunfo aliado en Normandía podría haberse evitado.

La Historia posee un halo solemne cuando se la contempla desde la distancia, pero, en el instante de su materialización, se convierte en algo tan arbitrario como cualquier otro aspecto de la vida humana. A pesar de sus tintes grandilocuentes, su progreso, en muchas ocasiones, viene marcado por sucesos, en apariencia, intrascendentes y puntuales. Hitler escapó con vida de múltiples atentados por razones que, de insólitas, resultan, casi, achacables a la brujería, la pequeñez mental de uno de los generales de Napoleón impidió a éste alzarse con el triunfo en Waterloo, Fidel Castro estuvo a punto de ser fusilado en un calabozo, años antes del triunfo de la Revolución Cubana, a los mandos de la Unión Soviética y los Estados Unidos, en la Crisis de los Misiles, podrían haberse hallado dos hombres inestables, irresponsables o desquiciados. La humanidad ha desarrollado un sistema de gobierno en el que decisiones de alcance universal quedan delegadas en simples individuos, plenos de virtudes y miserias, quizá acomplejados por su infancia, quizá alentados por instintos irracionales, a veces tocados por la grandeza más pura, otras contaminados por la ignominia más oprobiosa. Al final, el destino del mundo queda definido por las inaprensibles, caprichosas e inconfesables musas que gobiernan el comportamiento de todo ser humano.

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