En las grandes ciudades, la mayor parte de sus habitantes transitan su día a día en las zonas más funcionales de la urbe. En el centro de las poblaciones suele concentrarse toda la carga de belleza, los edificios de renombre, las avenidas amplias, las calles con solera y los venerables templos religiosos. La expansión de los núcleos urbanos diluye cualquier pretensión grandilocuente y las construcciones pasan a tomar un papel pragmático, viviendas, oficinas, superficies comerciales, creaciones destinadas a satisfacer una necesidad práctica y no a perdurar en la memoria de los hombres. En comparativa, son menos aquellos que trabajan en los sectores más deslumbrantes que los que han de trasladarse a lugares grises y anodinos. Las exigencias del empleo no dejan tiempo para la contemplación ociosa, ya sea introspectiva o focalizada en beldades exteriores. Las autopistas, salpimentadas por cientos de vehículos idénticos, los túneles del metro, hondas cavernas rutinarias, las calles anónimas, similar la una a la inmediatamente siguiente, los edificios rectangulares, lisos, plagados de cristaleras, descomunales panales de los asalariados, todo ello carece de sensibilidad última, no cobija porciones de ningún alma, es, únicamente, aquello que se deduce de un análisis superficial. Casi todos los urbanitas habitan en un mundo que ha devorado cualquier atisbo de disfrute desinteresado y la arquitectura de los lugares donde acuden a ganarse el pan es una cristalización meridiana del estilo de vida impuesto, la totalidad entregada a lo útil, lo felizmente fútil condenado al oprobio. Son mayoría los rincones de las ciudades en los que la vista supone una experiencia vacua, intrascendente, donde el ser humano transcurre sin emoción alguna, posando su mirada en derredor con una apatía crónica. Al ritmo de sus pasos acelerados, hasta la última molécula de su organismo se concentra en los objetivos marcados, sin otorgar tiempo a la pausa, dejando atrás jardines monótonos, solares vacíos, polígonos del extrarradio, urbanizaciones clónicas, parques estandarizados, rotondas congestionadas, marquesinas de autobuses, carreteras sin fin aparente, camiones descargando en doble fila, obras interminables, estructuras oscuras, metálicas, utilitarias. En esta jungla de asfalto mueren los más íntimos deseos, las vocaciones soñadas, las ocupaciones utópicas, el anhelo de huida de la babilónica rueda mercantilista que rige los designios de la sociedad.
Hay un momento, sin embargo, en el que, aún fugazmente, hasta el más chirriante de los artefactos inclina la rodilla, se rinde, por un instante, a la todopoderosa deidad de la belleza. Cuando el día declina, el sol cae, se remite, irremisiblemente, a su escondrijo nocturno, la luna se apresta a prender el firmamento, sea cual sea el lugar en el que el hombre se ubique, el entorno se detiene, aguarda, queda subyugado a la insondable poesía del mundo. El cielo toma un tono anaranjado, las nubes eclosionan, adquieren tintes oníricos, transmiten una melancolía difícilmente transmisible con palabras. Todas las construcciones frías que, día tras día, dan la espalda a la armonía de la tierra, quedan ahítas, dominadas por el ocaso del sol, teñidas de una belleza doliente que canta una elegía críptica e indescifrable. En ese instante maravilloso, se representa el drama más elemental de la realidad, la mayor de las despedidas, arcana, reverenciada, inspiradora de las primeras inquietudes metafísicas del hombre. En lo profundo de su psique, éste alberga el miedo ancestral a que el sol no vuelva a iluminarlo con sus rayos, y, por ello, aún cuando su mente no sea plenamente consciente, su espíritu se estremece al atardecer, reconociendo el privilegio de haber llegado a hollar el mundo. El ocaso del día supone una redención universal para todos los seres humanos, admirándolo, siendo partícipes de su esencia, pueden purgar todas las horas cercenadas a sí mismos y sus semejantes, entregadas a ocupaciones espurias y pasajeras. Al final, en el horizonte, se concentra toda la luminosidad insoportable del sol, gorgona astral, altiva estrella, rendida pero no muerta. En su vertical, todavía, el cielo luce una coloración mística, las nubes asemejan latitudes lejanas, islotes fantásticos, volubles pedazos de fantasía, embelesan los ojos del observante. Después, es la oscuridad, el encendido del tendido eléctrico, la súbita relajación de todos los actores de la obra. El individuo vuelve en sí y recuerda sus ocupaciones, continúa trabajando, regresa al hogar el más afortunado. En unas cuantas horas, vendrá el amanecer, el día morirá otra vez, llegará, inapelable, la noche. Él procederá de idéntico modo que en la jornada anterior, y que la siguiente, y, probablemente, que en todas y cada una de las venideras. El hábito del obligado, perdido en la maraña urbana. A pesar de todo, sin embargo, aún hay reducto para la esperanza. El hombre puede creerse infeliz porque su rutina lo ha arrebatado de toda lírica, pero ninguna imposición sociológica puede sojuzgar el descomunal torrente poético de los atardeceres.
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