La vejez es multiforme y
subjetiva, cambiante y caprichosa. Puede ser regalo para algunos,
puede ser condena para otros. Hay ancianos vigorosos y viejos
amargados. Hay quien encuentra la tranquilidad y quien muere de
tedio. Todo depende de cómo se alcance la senectud. Todo depende de
cómo se asuma el declive. La vejez es el ocaso de los tiempos
maquillado por la sabiduría y la pose solemne, pero si los años no
caen sobre la piel, y comienzan a lacerar el ego, el ser humano se
desquicia y protagoniza un envejecimiento bufonesco. Nada hay más
ridículo que el rostro apergaminado, estirado hasta el infinito por
el corte sórdido del bisturí y la inyección subcutánea de la jet
set millonaria. Quien viva rodeado de miseria, acostumbrado al pavor
de la mortandad prematura, encontrara el marchitarse del organismo un
don de la deidad, pero el habituado a realizarse a través del
despliegue físico habrá de hacer un esfuerzo espiritual para
acomodarse al estado de progresiva decadencia. La vejez se mira con
recelo desde la estancias juveniles, se advierte con miedo desde la
cercanía del linde de los maduros. Hay quien la escucha, la respeta.
Hay quien la ignora porque la teme. La vejez es un espejo incólume e
inevitable. Siempre preferible al único modo de evitarla. Nada es
eterno, ningún esfuerzo detiene lo obvio. Todo son diques ante un
torrente aséptico, muros fútiles contra el ímpetu de la
naturaleza. Se nace débil y vacío, embargado por la felicidad de la
mente virgen. Se puede morir, también, débil, vacío, desgastado el
intelecto por el cansancio de los años. La vida y la muerte se unen
en los extremos, atraviesan un pago ignoto para comunicarse a través
de pasajes siderales. Son los mismos ojos los que se abrieron aquel
día, los que se cierran, sin testigo vivo de su primera mirada,
cuando el corazón ya se ha apagado y la sangre detiene el bombeo. La
vejez es una carcasa neutra, una polichinela del tiempo, una
entelequia orgánica a la que sólo los temores del ser humano
aportan significado. Es un atributo imponderable, la última
oportunidad de apertura del espíritu.
Escritos semanales acerca de temas diversos, sin otro punto en común que la búsqueda de la eufonía.
lunes, 30 de julio de 2012
jueves, 12 de julio de 2012
El blues de la armónica
En el blues, la armónica
suena como una voz más, como un lamento desgarrado, una pícara
melancolía o un virtuosismo sinuoso. La armónica se escucha llorosa
y rota. Es un quejido solemne, una pose resignada y estoica. En manos
del bluesman, la armónica sirve como catalizador del alma humana. El
sentimiento borbotea desde el rincón más profundo del espíritu y
sale expedido de los pulmones como un hálito de rítmica nostalgia.
Puede ser eje de la composición, como en las descarnadas piezas de
Little Walter, puede ser serpiente seductora en medio de una banda
empleada en una sesión de jamming. El blues nace de la tristeza de
los condenados a la opresión en las plantaciones y esta pesadumbre
bruta se prende a todas y cada una de sus notas. La armónica repite
el compás, enlazándose con el rasgar de las cuerdas de la guitarra.
Es una plañidera armoniosa, una invocación de la pureza del
sentimiento, un modo excelso de convertir el aire en arte. Traduce el
ignoto idioma del ritmo corporal. El blues vive en la armónica y la
armónica para el blues. Nada expresa mejor su esencia. Nada
construye un sonido más conmovedor. Es la seducción de la entereza
del humilde, la admiración por la doma de la desgracia. Esta música
inmortal enfrenta la desdicha, pero no pretende vencerla. La asume y
se interna en ella, la moldea y la torna en magia. Ya no quedan
plantaciones de esclavos y el racismo, aunque vigente, pierde
lentamente terreno. Pero sigue la aflicción, el desamor, la penuria
o el inconformismo pasivo. El blues no es una canción protesta ni
una consigna para manifestaciones. Es un hombre cansado, vapuleado
por el mundo pero firme en su fortaleza interna. Es el bluesman y su
armónica, cobijada entre sus manos oscuras, las gafas de sol y el
sombrero ligeramente ladeado.
jueves, 5 de julio de 2012
El hombre ante el primer lienzo
El hombre,
estaba en su primavera
protegido del frío eterno
en sus cuevas
en las profundidades del mundo
hundido hasta los tuétanos
en las simas de su propio
inconsciente
El hombre
con las manos impregnadas
acariciando la roca
el vientre de la madre
dibujando
en la penumbra del útero de piedra
eran él y el trazo mágico
- el búfalo, el ciervo, el alce,
el mamut silencioso y melancólico -
El hombre
vivía aterido
temeroso del salvajismo de la tierra
oyendo los rumores
amenazantes
los ecos de los vientos polares
surcando las costuras palpitantes
del mundo
El hombre
solitario, alumbrando por hogueras
trémulas
él solo y quizá algo más
él solo y además todo
el todo de la humanidad en sus
albores
el llanto de la tribu universal
de la niñez primera
y el lienzo hirviendo de sueños
de imágenes y fábulas
Él, al final de la gruta
sucio, desdentado,
quizá enfermo
musitando letanías olvidadas
levitando en el éxtasis del arte
sorprendido, fascinado
temeroso de su pintura
ignorante de su propio
genio
Y algún día,
puede que muera
quizá en el abismo
o en la pradera
herido, o afiebrado
El hombre cerrando los ojos,
enterrado, frío y desconocido
lejos de su anónima maravilla
La sima,
cegada por el tiempo
Los hombres,
enfrentados para siempre
Y la luz eléctrica,
el sucesor, el descendiente
milenario
Horadando en la memoria
vaga y soñada
del éter del universo
Alumbrando las paredes
caminando, a paso lento
agachado, cubriéndose
cauteloso
de la telaraña de escarpias
y colgantes dientes
cavernarios
Allí está el hombre,
otra vez
embelesado ante aquel estallido
la mirada fija, el foco caído
en el suelo
Y el cuadro sobre la piedra
exhumado de un sopor de siglos
el dibujo, la pasión
la incognoscible inspiración
del chamán primigenio
Revelada al mundo, celebrada,
estudiada e idolatrada
asediada por la emoción,
la curiosidad,
el tedio de la visita forzada
Allá en lo alto
abajo, entre los túneles y las
quebradas
duerme el sueño de las beldades
la expresión más humana de la
tierra
Está el esbozo, la vívida
recreación
de criaturas perdidas,
está la lumbre de los tiempos
Está él
El hombre,
tendido sobre las pieles
arrastrando un dedo rojo
sobre la corteza infinita de la
tierra
lunes, 2 de julio de 2012
Soberanos y subordinados
El monarca y el
subordinado. El ego y la envidia. Dos rostros de la paradoja humana,
la mezquindad y la grandeza sobre el eje de una dualidad
imperecedera. La Historia repite arquetipos con una cadencia
fascinante. No importa el siglo, siquiera el milenio. Las estructuras
de poder se reiteran, las tragedias reverdecen, los hombres se
relacionan ante un espejo invisible. El mundo del pasado es un mundo
de arrojo y guerra. El triunfo militar es la sublimación de la
excelencia. El héroe, el paladín, el estratega, el ídolo de las
masas. El gobernante, supremo y narcisista, no puede soportar los
éxitos de sus más renombrados comandantes. El jolgorio por la
victoria posee un límite determinado, la fama creciente, el miedo
paranoico a ver ensombrecido su dominio. Tal fue Valentino III con el
último héroe de Roma, el bárbaro Flavio Aecio. Aquel caballero
extemporáneo había otorgado aliento al Imperio en mitad de su
derrumbe colosal, pero las habladurías y maledicencias lo condenaron
a una sucia muerte por asesinato. Robert Graves inmortalizó la
tristeza del portentoso Conde Belisario, condenado a un final
hiriente, a pesar de sus inmaculados servicios, por el despotismo
cuasi divino de Justiniano I. Es el tributo inmerecido de los hombres
enteros, la mediocridad contenida tras el lujo del soberano. Los
ejemplos son copiosos hasta un grado inquietante y cuanto menos
malicioso sea el general en entredicho, mayores sus probabilidades de
terminar sesgado por los celos. El mejor de los caballeros de Alfonso
VI, rey de León y de Castilla, vivió la mitad de su existencia
desterrado de su patria. Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, sembró el
germen de una obra excelsa de la lengua castellana, pero también
personificó el absurdo de la brillantez despreciada y abandonada. El
esquema se prolonga hasta las puertas del pasado más reciente. Hay
quien dice que Hitler profesaba cierta desazón hacia Erwin Rommel,
el laureado Zorro del Desierto de las dunas norteafricanas. El mismo
Stalin hostigó al mariscal Zhukov y aunque no llegó a atreverse a
exterminarlo durante sus purgas, tal era la fama del héroe entre la
población soviética, sí lo condenó al ostracismo en
posiciones irrelevantes. En Cuba, el general Arnaldo Ochoa, vencedor
en la liberación de Angola, fue fusilado por delitos de
narcotráfico, pero algunos estudiosos consideran que su proceso fue
una maniobra de Castro para desprenderse de un foco latente de
oposición política. Sólo el avispado sobrevive, sólo quien es
capaz de dejar atrás la honra y la formalidad de la palabra dada. A
Hernan Cortés lo incomodaron desde la base de Cuba e incluso su
gobernador, Diego Velázquez, llegó a enviar un subalterno para
atraparlo durante su conquista de México. Cortés supo no ser dócil
y alejar de sí el yugo inmemorial de la jerarquía. La Historia
aleccionando con la moral dudosa de la civilización humana. El
noble, el entregado, el confiado en librarse de todo mal probando su
manifiesta inocencia, es pasto para las fieras del poder, un pedazo
de carne arrojado a la jauría. La rectitud inmaculada es
garantía de muerte. Sobrevive sólo el que aprende a pensar para sí
mismo, el que encuentra dentro de sí una pequeña veta de malicia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)