Por las entrañas de Madrid corre una red intrincada de galerías y pasajes, en los cuales, día tras día, los ciudadanos se embarcan en un eterno viaje hacia el tedio. Repartidas a centenares a lo largo de la Comunidad, las bocas de metro se abren desde el abismo, para acoger en su interior a toda clase de viajeros. A metros bajo tierra, vive una ciudad oculta, donde el sol es sustituido por luces artificiales, las aceras por andenes ennegrecidos, el asfalto por vías de metal y los automóviles por caballos de acero. Innumerables almas se aventuran por necesidad en este laberinto posmoderno, pero, al igual que Teseo, alentado por Ariadna, emprenden su periplo con un recordatorio de su vida en la superficie, quizá para evitar el olvido bajo las cuevas de cemento. Hay quien se aferra a la música, cerrando los ojos y dejándose transportar por el sonido de los auriculares, hay quien toma un libro entre sus manos y se biloca en parajes remotos o fantásticos. Madrid fue, en tiempos pasados, una urbe erigida sobre acuíferos, pero ahora sus cimientos son horadados por el imperio mecánico del suburbano. Las diversas líneas de metro componen ambientes propios como si de barrios carismáticos se tratara y el usuario avezado distingue a la perfección las fallas, los detalles, la comodidad de los asientos, los ruidos chirriantes, los olores, las pintadas, los desperfectos crónicos, los carteles promocionales o las pegatinas arrancadas. Con horarios determinados, los vagones son tomados por vagabundos y lisiados, mendicantes y desamparados, quienes recorren el convoy arrojando su realidad hacia los viajeros, condenándose a la hostilidad de algunos, la generosidad egocéntrica de otros y la completa indiferencia de la mayor parte. En el camino hacia la luz, o entre andenes diversos, surgen trovadores subterráneos, bardos del inframundo, virtuosos enigmáticos. En esquinas señaladas, encrucijadas concurridas, rincones solitarios, ejercen su arte fútil en medio del ajetreo rutinario, homenajean a la armonía, honrando todo lo bello y hedonista de las lejanas estancias superiores, prosiguen su recital, cosechando, solamente, unas pocas monedas, nunca acumulando cantidades cuantiosas. El pasajero escucha su melodía, aupado por las escaleras mecánicas, la retiene, por unos segundos, dejándola perderse en la distancia, la olvida, hasta el día siguiente, perdido en la maraña urbana, la aguarda, inconscientemente, como un bálsamo, cada vez que desciende hacia las profundidades.
Escritos semanales acerca de temas diversos, sin otro punto en común que la búsqueda de la eufonía.
lunes, 19 de diciembre de 2011
lunes, 5 de diciembre de 2011
Dashiell Hammett
Al igual que los personajes de sus novelas, Dashiell Hammett fue un tipo duro, entero y con un código ético personal e inalterable. Nacido en 1894, en el Condado de St. Mary, Maryland, Estados Unidos, con sólo catorce años abandonó la escuela, para emplearse en una variada panoplia de oficios temporales. Conoció el tedio de la rutina en diversas fábricas y empresas ferroviarias, hasta que, en 1915, aceptó una oferta de la Agencia Pinkerton, quizá la más famosa de las congregaciones de detectives privados. En este puesto de trabajo adquirió la experiencia vital que, más tarde, haría sus libros tan sumamente creíbles y realistas. Recorrió el país por completo, conoció ciudades anónimas, pueblos peculiares, aprehendió la heterogénea casuística del crimen y, sobre todo, vivió un ambiente excitante y muy alejado del aburrimiento. Hammett fue un hombre de acción, aunque no siempre su salud lo acompañó en tal ánimo. En 1918 se alistó en el Cuerpo de Ambulancias del Ejército, dispuesto a servir a su país en la Primera Guerra Mundial. Sin cruzar al otro lado del Atlántico, enfermó de una gripe severa, que, más tarde, evolucionó hasta convertirse en tuberculosis. Las afecciones pulmonares marcaron el tránsito de su existencia, pero, a pesar de este hándicap, logró engañar a los servicios médicos, uniéndose a las Fuerzas Armadas durante la Segunda Guerra Mundial y siendo destinado a las Islas Aleutianas, donde dedicó todo su empeño en publicar un periódico para los reclutas.
Hammett comenzó a escribir a principios de la década de los veinte, publicando algunos cuentos en revistas como Black Mask. En estos relatos iniciales, surgió la figura del Agente de la Continental, un detective cuyo nombre nunca es revelado, pero que nace de la carrera profesional de su creador literario. Fue éste el protagonista de Cosecha Roja, lanzada en 1929 y, quizá, la mejor de sus obras largas. La historia de un solitario maquinando contras las bandas criminales de una ciudad retenía al lector con firmeza, y, durante las décadas siguientes, inspiraría a varios creadores, sobre todo en el ámbito cinematográfico. Fue un éxito editorial que animó a Hammett a seguir escribiendo, por lo que, hasta 1934, su productividad fue intensa y prolija. Surgieron, así, iconos de la novela negra, tales como el pétreo Sam Spade de El Halcón Maltés, el cínico Nick Charles de El Hombre Delgado o el sagaz Ned Beaumont de La Llave de Cristal, todos ellos puntales fundamentales en la forja de la mítica del género policíaco. En la pluma de Dashiell Hammett tienen su origen los perfiles de hombres duros popularizados por Hollywood a lo largo del siglo XX, dibujando unos antihéroes imperturbables, poco dados a la reflexión sutil, quienes, en muchas ocasiones, hacen avanzar la trama a ritmo de acciones violentas o, al menos, muy alejadas de lo que, hasta aquel entonces, solía ser la dinámica de los investigadores criminales. La superioridad intelectual del Sherlock Holmes decimonónico pasa a transformarse en un valor prescindible, y, ahora, el manejo del lenguaje de los suburbios, la capacidad de resistir ante las acometidas de los hampones, una profunda indiferencia y la actitud lacónica del apartado del sistema se convierten en caracteres esenciales. A los personajes de Hammett sólo los separa de la actitud de los villanos el hecho de ser asalariados para resolver un crimen, y, también, un código moral escueto y sin excesivos escrúpulos, pero suficiente para comportarse de un modo honorable ante cualquier encrucijada. No se trata de paladines idealistas, concienzudos genios o atormentados vengadores, sino de individuos sumidos en un perpetuo hastío, prestos siempre a tomar un trago, embarcados en la resolución de un delito sin sentirse especialmente motivados, determinados, únicamente, por la profesionalidad de culminar con éxito el trabajo que les ha sido encargado. Inmunes a los encantos femeninos, prestos avizores de las mujeres fatales, vulnerables, pero combativos, habituados a golpear y ser contusionados.
Una sensación de despreocupación por la integridad dimana de sus personajes, reflejo, quizá, de la actitud personal de Hammett. La bebida lo acompañó durante gran parte de su vida; sólo en 1947, tras sufrir un ataque de delirium tremens, abandonó su consumo patológico. La pose de indiferencia de los detectives de sus novelas se filtra, también, desde su propia conducta. Hammett fue un activista de izquierda y un defensor de los derechos civiles, colaborando, muy estrechamente, con organizaciones vinculadas al Partido Comunista. La oprobiosa Comisión de Investigación del Senador Joseph McCarty lo llamó a declarar en 1951, pero, firme, más que en sus convicciones políticas, en sus valores morales, se negó a aportar información sobre sus compañeros, siendo sentenciado a cinco años de cárcel. Cumplió seis meses de condena, pero, a su salida de la penitenciaria, su nombre ya estaba marcado. Ningún editor volvió a confiar en él, Hollywood, donde antes había vendido profusamente sus guiones, vetó cualquier posibilidad de contratarlo. Sus bienes le fueron embargados por impuestos atrasados y hasta el disfrute de sus copiosos royalties escapó lejos de su dominio, ahondando la decadencia de sus otrora boyantes finanzas. Este giro del destino, no obstante, fue asumido con dignidad por Hammett, quien, imperturbable, continuó viviendo con modestia, cada vez más aislado, convertido en un eremita en medio de la artificialidad del sueño americano. Finalmente, su inveterada afección pulmonar degeneró en un cáncer draconiano. Un par de meses después de su diagnóstico, este hombre inquebrantable exhaló su postrer aliento, abandonando el mundo a la edad de sesenta y seis años.
lunes, 31 de octubre de 2011
La infravalorada genialidad de J.R.R. Tolkien
Opacada por la simplicidad generalizadora de su adaptación cinematográfica, la obra de J.R.R. Tolkien no recibe toda la reverencia literaria que su enorme complejidad merece. Si la creación humana acrecienta su valor en función de la unicidad de su acabado, los escritos de este erudito británico han de figurar en el podio de las producciones solemnes. Aunque, hoy día, rebajándolos al nivel de sus profusas imitaciones, se ubique sus libros dentro de un género tan liviano como el de la fantasía épica, tradicionalmente vinculado al lector ocasional y el entretenimiento pasajero, su peso intrínseco alcanza, en puridad, cotas mucho mayores. Una visión global del conjunto de su imaginario arroja la certeza de la genialidad irrepetible, el vasto intrincado de una visión mitológica salido de la mente de un sólo ser humano.
John Ronald Reuel Tolkien, más conocido como J.R.R. Tolkien, nacido en 1892, en la actual Sudáfrica, muerto en 1973, en el Reino Unido, fue un filólogo y profesor universitario de ideas marcadamente conservadoras. Tolkien era un auténtico experto en mitología, literatura medieval y lenguas antiguas, facetas que fueron determinantes en la elaboración de sus ficciones más memorables. Hoy día, millones de lectores siguen fascinándose con las páginas de El Hobbit o El Señor de los Anillos, entre otros, sin que muchos sepan descifrar este éxito perpetuo y se interroguen acerca de la causa de su vigencia. La respuesta se halla en la propia vocación de la literatura fantástica, la evasión del lector, el viaje hacia territorios desconocidos, ora miríficos, ora terroríficos, que, por unos instantes, consigan alejarlo de la tediosa realidad rutinaria. A diferencia de otros géneros, donde, en función de la intención del autor, otros elementos se convierten en esenciales, en esta clase de escritura, el fondo y la ambientación se convierten en puntales cruciales. El paladar que aprehende con fruición las mejores esencias de cada libro se ve subyugado sin remisión por la textura de la obra de Tolkien, y, a su vez, termina rechazando, en el futuro, cualquier otra aproximación a la fantasía, por considerarla pueril, gruesa y escasamente elaborada. Tolkien hizo transitar las peripecias de sus personajes en un mundo de una extensión insondable, tan rico como el acervo mitológico de cualquier cultura milenaria, compuesto por ecos de las sagas nórdicas y panteones dignos del Olimpo o el Valhalla. Por encima de su indudable talento como relator ameno y profesional, la clave del atractivo de Tolkien reside en la creación ociosa de un mundo digno de recopilación de cosmogonías generacionales. Rescatados para el público por su heredero, su hijo Christopher Tolkien, sagaz mercantilista, pero, también, extremadamente respetuoso con el legado de su padre, tras la muerte de éste vieron la luz unos escritos puramente recreativos, alejados de cualquier pretensión editorial, nacidos de un intelecto especialmente dotado para la épica arcaica. En El Silmarillion, surge ante el lector una intrincada red de dioses mayores, héroes gloriosos, guerras con casus belli sumamente elaborados, relatos de amor eterno y cientos de incisos folclóricos, increíblemente, nunca manidos o reiterativos, sino únicos, complejos, dignos de pueblos con una existencia real. La sensación de misterio que recorre el alma dejándose llevar por una historia de fantasía alcanza su cénit en la obra de J.R.R. Tolkien, porque tras cada referencia velada, mención a lugares recónditos, recuerdo de un paladín pretérito o cita de conflictos arcaicos, no se presume la volatilidad de un autor queriendo dar falsa profundidad a su mundo, sino una estructura auténtica, tangible, perseguible, surgida de una mente inquieta que nunca pensó en el éxito comercial, sino en el mero disfrute de su alma. Esta inusual mezcla entre imaginación desbordante y vastedad erudita dio como resultado, incluso, una variada panoplia de detalles fonéticos y caracterizaciones lingüísticas, que alcanzan su grado más sublime con la elaboración de un idioma inteligible y con unas reglas concretas, el élfico, desgajado en el sindarin y el quenya.
Las páginas de J.R.R. Tolkien no exhalan la emoción puntual del ímpetu creador instantáneo, ni la concienzuda documentación para un trabajo concreto. En sus líneas se transpira el aliento de toda una vida, un entorno fascinante elaborado a lo largo de su existencia. Por mero disfrute personal, este estudioso hogareño fue capaz de echar sobre sus hombros una carga que, en tiempos antiguos, se repartía, inconscientemente, entre sucesivas generaciones, la forja de un árbol mitológico nacido de vivencias milenarias. La verdad de este poso cautivador se evidencia al concluir cualquiera de sus creaciones. Al leer la última palabra y cerrar las tapas del libro, al lector lo invade un sentimiento de tristeza melancólica. Con el punto y final definitivo, termina un irrepetible tránsito a través del mundo más rico y fascinante que nunca jamás se haya inmortalizado en la literatura moderna.
lunes, 24 de octubre de 2011
Ucronía
La ucronía consiste en presumir el devenir de los acontecimientos históricos en función de que una concreta situación no hubiera llegado a materializarse o hubiese tenido un desenlace diferente. El primer autor que llevó a cabo esta elucubración fútil fue el romano Tito Livio, quien, en su colosal Historia de Roma, dedicó uno de los capítulos a desarrollar una contienda hipotética entre el Imperio de Alejandro Magno y la incipiente Roma del siglo IV a.C. Desde entonces, son variados los ejemplos de esta frivolidad subyugante, pero, más allá de la creación ensayística, cualquier aficionado a la Historia cae en la tentación de realizarla. Este proceso mental supone la consagración solemne de una de las más grandes debilidades del alma, el qué hubiera sucedido si, eterno compañero del análisis retrospectivo y el lamento postrero, tan manido en todas las facetas de la existencia del hombre.
Cualquier momento de la Historia Universal se presta a la aplicación de la ucronía. Roma domó a todas las naciones bañadas por las aguas del Mediterráneo, llevó su lengua a través de Europa, asentó sus instituciones jurídicas, dejó un poso indeleble que es germen de muchas de las ramificaciones socioculturales posteriores. Sin embargo, en el siglo III a.C, Aníbal Barca, el genial estratega cartaginés, se internó en el corazón de la Península Itálica, derribó cuantas legiones se opusieron a sus huestes, llegó a encarar la capital de la República. Una indecisión inusual en el liderazgo superdotado de Aníbal permitió sobrevivir a la urbe, asistir al advenimiento de Publio Cornelio Escipión, el Africano, y, finalmente, a la derrota de los invasores, culminada años después con la destrucción de la ciudad de Cartago. Resulta turbador inquirir acerca de cómo podría haber sido el futuro si Roma hubiera sido domeñada por los púnicos, si nunca hubiera alcanzado el estadio imperial, si, en lugar de su imborrable influencia de civilización contradictoria, cultura sublime, decadente violencia, el territorio de la Península Ibérica hubiera quedado en manos de Cartago o de las misteriosas y lejanas poblaciones locales. Puede que, siquiera, usted, lector, atendiera a estas líneas en este concreto lenguaje, puede que las palabras que profiere por su boca, con las que idea sus pensamientos, tuvieran un estructura fonética completamente distinta. El peso del Imperio Romano se deja sentir desde la tradición jurídica hasta el actual calendario y su ramificación concienzuda fue vital para la difusión de la cultura clásica o la fugaz eclosión del cristianismo. El poder de la Iglesia Católica y su férreo enraizamiento en todas las naciones tiene su remoto origen en el aprovechamiento clerical de su decadente sistema de división provincial y administración del territorio.
Supone una experiencia tan jocosa como inquietante presagiar el devenir del mundo si, en el lejano siglo VI d.C, Mahoma hubiera sufrido algún accidente casual al descender, excitado, de las profundidades de la cueva en la que, según la tradición musulmana, el arcángel Gabriel le reveló la sagrada misión de difundir un nuevo culto a lo largo y ancho del mundo. Imaginar la faz de la tierra si la prédica del Islam nunca hubiera llegado a producirse posee unas implicaciones tan complejas que resulta una tarea inatacable. Si los principios de la Reforma hubieran surgido en alguno de los países mediterráneos, si Calvino o Lutero, con su rechazo frontal al Papado y su santificación exacerbada del trabajo, hubieran alzado a las masas en países de tradicional dominio católico, quizá su situación social y económica hoy sería diferente. Los protestantes entienden el esfuerzo y la disciplina en las labores como un punto fundamental de su doctrina religiosa y esta profesión de fe de indudables beneficios productivos se esconde tras la eficiencia de muchos de las naciones del centro de Europa. El arrepentimiento en última instancia promulgado por los católicos permite una vida disipada y con vicios de toda índole, la cual, aplicado en la práctica, cristaliza en dejadez, posposición continua y vagas promesas de satisfacción futura. Juan II de Portugal podría haber comprado el plan aventurado de Cristóbal Colón, los asentamientos vikingos de Terranova podrían haber logrado una cierta permanencia, George Washigton podría haber fracasado en sus intentonas libertarias, dejando Norteamérica en las redes del colonialismo británico. La esclavitud podría haber seguido vigente si la Confederación se hubiera impuesto en la Guerra de Secesión, de seguir las indicaciones de Erwin Rommel, el triunfo aliado en Normandía podría haberse evitado.
La Historia posee un halo solemne cuando se la contempla desde la distancia, pero, en el instante de su materialización, se convierte en algo tan arbitrario como cualquier otro aspecto de la vida humana. A pesar de sus tintes grandilocuentes, su progreso, en muchas ocasiones, viene marcado por sucesos, en apariencia, intrascendentes y puntuales. Hitler escapó con vida de múltiples atentados por razones que, de insólitas, resultan, casi, achacables a la brujería, la pequeñez mental de uno de los generales de Napoleón impidió a éste alzarse con el triunfo en Waterloo, Fidel Castro estuvo a punto de ser fusilado en un calabozo, años antes del triunfo de la Revolución Cubana, a los mandos de la Unión Soviética y los Estados Unidos, en la Crisis de los Misiles, podrían haberse hallado dos hombres inestables, irresponsables o desquiciados. La humanidad ha desarrollado un sistema de gobierno en el que decisiones de alcance universal quedan delegadas en simples individuos, plenos de virtudes y miserias, quizá acomplejados por su infancia, quizá alentados por instintos irracionales, a veces tocados por la grandeza más pura, otras contaminados por la ignominia más oprobiosa. Al final, el destino del mundo queda definido por las inaprensibles, caprichosas e inconfesables musas que gobiernan el comportamiento de todo ser humano.
lunes, 3 de octubre de 2011
Atardeceres urbanos
En las grandes ciudades, la mayor parte de sus habitantes transitan su día a día en las zonas más funcionales de la urbe. En el centro de las poblaciones suele concentrarse toda la carga de belleza, los edificios de renombre, las avenidas amplias, las calles con solera y los venerables templos religiosos. La expansión de los núcleos urbanos diluye cualquier pretensión grandilocuente y las construcciones pasan a tomar un papel pragmático, viviendas, oficinas, superficies comerciales, creaciones destinadas a satisfacer una necesidad práctica y no a perdurar en la memoria de los hombres. En comparativa, son menos aquellos que trabajan en los sectores más deslumbrantes que los que han de trasladarse a lugares grises y anodinos. Las exigencias del empleo no dejan tiempo para la contemplación ociosa, ya sea introspectiva o focalizada en beldades exteriores. Las autopistas, salpimentadas por cientos de vehículos idénticos, los túneles del metro, hondas cavernas rutinarias, las calles anónimas, similar la una a la inmediatamente siguiente, los edificios rectangulares, lisos, plagados de cristaleras, descomunales panales de los asalariados, todo ello carece de sensibilidad última, no cobija porciones de ningún alma, es, únicamente, aquello que se deduce de un análisis superficial. Casi todos los urbanitas habitan en un mundo que ha devorado cualquier atisbo de disfrute desinteresado y la arquitectura de los lugares donde acuden a ganarse el pan es una cristalización meridiana del estilo de vida impuesto, la totalidad entregada a lo útil, lo felizmente fútil condenado al oprobio. Son mayoría los rincones de las ciudades en los que la vista supone una experiencia vacua, intrascendente, donde el ser humano transcurre sin emoción alguna, posando su mirada en derredor con una apatía crónica. Al ritmo de sus pasos acelerados, hasta la última molécula de su organismo se concentra en los objetivos marcados, sin otorgar tiempo a la pausa, dejando atrás jardines monótonos, solares vacíos, polígonos del extrarradio, urbanizaciones clónicas, parques estandarizados, rotondas congestionadas, marquesinas de autobuses, carreteras sin fin aparente, camiones descargando en doble fila, obras interminables, estructuras oscuras, metálicas, utilitarias. En esta jungla de asfalto mueren los más íntimos deseos, las vocaciones soñadas, las ocupaciones utópicas, el anhelo de huida de la babilónica rueda mercantilista que rige los designios de la sociedad.
Hay un momento, sin embargo, en el que, aún fugazmente, hasta el más chirriante de los artefactos inclina la rodilla, se rinde, por un instante, a la todopoderosa deidad de la belleza. Cuando el día declina, el sol cae, se remite, irremisiblemente, a su escondrijo nocturno, la luna se apresta a prender el firmamento, sea cual sea el lugar en el que el hombre se ubique, el entorno se detiene, aguarda, queda subyugado a la insondable poesía del mundo. El cielo toma un tono anaranjado, las nubes eclosionan, adquieren tintes oníricos, transmiten una melancolía difícilmente transmisible con palabras. Todas las construcciones frías que, día tras día, dan la espalda a la armonía de la tierra, quedan ahítas, dominadas por el ocaso del sol, teñidas de una belleza doliente que canta una elegía críptica e indescifrable. En ese instante maravilloso, se representa el drama más elemental de la realidad, la mayor de las despedidas, arcana, reverenciada, inspiradora de las primeras inquietudes metafísicas del hombre. En lo profundo de su psique, éste alberga el miedo ancestral a que el sol no vuelva a iluminarlo con sus rayos, y, por ello, aún cuando su mente no sea plenamente consciente, su espíritu se estremece al atardecer, reconociendo el privilegio de haber llegado a hollar el mundo. El ocaso del día supone una redención universal para todos los seres humanos, admirándolo, siendo partícipes de su esencia, pueden purgar todas las horas cercenadas a sí mismos y sus semejantes, entregadas a ocupaciones espurias y pasajeras. Al final, en el horizonte, se concentra toda la luminosidad insoportable del sol, gorgona astral, altiva estrella, rendida pero no muerta. En su vertical, todavía, el cielo luce una coloración mística, las nubes asemejan latitudes lejanas, islotes fantásticos, volubles pedazos de fantasía, embelesan los ojos del observante. Después, es la oscuridad, el encendido del tendido eléctrico, la súbita relajación de todos los actores de la obra. El individuo vuelve en sí y recuerda sus ocupaciones, continúa trabajando, regresa al hogar el más afortunado. En unas cuantas horas, vendrá el amanecer, el día morirá otra vez, llegará, inapelable, la noche. Él procederá de idéntico modo que en la jornada anterior, y que la siguiente, y, probablemente, que en todas y cada una de las venideras. El hábito del obligado, perdido en la maraña urbana. A pesar de todo, sin embargo, aún hay reducto para la esperanza. El hombre puede creerse infeliz porque su rutina lo ha arrebatado de toda lírica, pero ninguna imposición sociológica puede sojuzgar el descomunal torrente poético de los atardeceres.
lunes, 26 de septiembre de 2011
Chuck Berry, rock n' roll
La figura esbelta, el rostro sonriente, un fino bigote y la guitarra eléctrica entre las manos. La banda, siempre en segundo plano, él destacado en el escenario, la boca, a escasos centímetros del micrófono, la voz pragmática, sin alardes, los dedos bailando, moviéndose a lo largo del mástil, acariciando las cuerdas en posturas insólitas. Súbitamente, detiene su cantar, se aleja unos pasos, ralentiza el ritmo con un acorde inconfundible, se lanza a tocar, luego, inclinando el tronco, estirando una pierna, avanzando solamente con la otra. Se enzarza en una eclosión onanista, centra su mente en el instrumento, no adquiere poses solemnes, disfruta, se gusta, camina entre los músicos y juguetea al compás de las notas. Después, regresa a su posición, contempla a un público enfervorecido, arranca las últimas estrofas desde su garganta y culmina, ufano, consciente de haber vuelto a realizar un extraordinario trabajo. Este hombre satisfecho es Chuck Berry, patriarca del rock n' roll, un precursor legendario, el germen de la adoración cuasi religiosa hacia la figura del guitarrista.
Hijo de un matrimonio de afroamericanos de clase media, cuarto de seis retoños, Berry vino al mundo en St. Louis, en Missouri, en 1926. Crecido en tierra de blues, dio sus primeros pasos en la música practicando este sonido, al que pudo dedicarse sin tensiones por la acomodada situación de su familia. Como casi cualquier músico negro nacido en Norteamérica durante la primera mitad del siglo XX, tenía una facultad congénita para entonar las notas melancólicas de este estilo folclórico. Tiempo más tarde, en sus conciertos, este apologeta del rock n' roll solía deslizar alguna pieza de blues en el repertorio, demostrando una habilidad infravalorada para acompasar voz e instrumento y sonar de un modo convincente. Cercano a los veinte años, Berry es contemporáneo a un momento de contracción y acumulación, previo a la explosión de cualquier corriente artística. Mientras, en las radios de Estados Unidos confluyen el country, el rockabilly, el blues y el rythmn and blues, hay una generación de adolescentes con ínfulas de rebeldía, soñando con conquistar a las chicas al mando de vehículos deslumbrantes. El rock n' roll es la primera música expresamente dirigida a alentar la subversión de los jóvenes, sus valedores, precursores en ser contemplados con desconfianza por las autoridades y los progenitores. Son varios los virtuosos que pueden atribuirse la condición de epicentros del movimiento, entre otros, Jerry Lee Lewis y Little Richard, pianistas y poderosos vocalistas, Elvis Presley, la voz, con mayúsculas, o Buddy Holly, pronto malogrado. Sin embargo, sólo Chuck Berry puede erigirse en pionero de la simbiosis dual del rockero, a un lado, una grada extasiada, fascinada, al otro, el guitarrista, desbocándose, inmerso en una desmesurada exhibición de ego, su alma expeliendo notas desde lo más profundo de su sensibilidad, afirmando su valía con la aprobación idólatra del público. Pero, más allá de su relevancia velada, relegada al ámbito de la reflexión y el análisis cuasi sociológico, Chuck Berry, además, es el compositor con mayor influencia directa en la generación inmediatamente subsiguiente. Desde 1955, año en que, al amparo de la mítica Chess Records, publica Maybelline, su prodigalidad creativa no se detiene hasta inicios de la década de los sesenta. Valiéndose de una combinación sencilla, la esencia pura del rock and roll, se forjaron un número insólito de clásicos en un corto periodo de tiempo. Así, nacieron Sweet Little Sixteen, Carol, Back in the USA, Too Much Monkey Bussiness, Let it Rock, Roll Over Beethoven, Little Queenie, Rock and Roll Music, Nadine o School Days, entre muchas otras, y, por supuesto, la legendaria Johnny B.Goode. En casi todas ellas, a excepción de esta última, Berry se acompañaba de una batería, un bajo, y, sobre todo, un piano magnífico, olvidado, el excepcional Johnnie Johnson. Las malas lenguas aseguran que éste mereció más crédito del recibido, que muchos de los éxitos de Berry fueron melodías compuestas por Johnson, a las que se añadieron letras adaptadas al momento. De cualquier manera, Chuck Berry abanderó el rock n' roll en su expresión más sincera, un acorde simple, repetitivo, una vez engarzado al oído, difícilmente omisible, una estructura similar a la del blues pero con una cadencia acelerada. Las letras, sencillas, narrando historias cortas, siempre con un componente pícaro, rebelde, indómito, a mitad de canción, la irrupción seductora de solos instrumentales.
En sus primeros años de éxito, Chuck Berry, negro, se comportó de un modo desafiante, a pesar de sus trazas, siempre elegantes, corteses, trajes impolutos y corbatas cortas, aficionado a cortejar mujeres blancas hasta un grado promiscuo y disfrutar con la conducción de vehículos lujosos. El sistema no podía consentir, por entonces, actitudes de esa índole en un afroamericano, por lo que, en 1959, cuando se descubrió que en su club nocturno trabajaba como camarera una chica apache de sólo catorce años, la justicia se lanzó sobre él, acusándolo de tráfico de menores y condenándolo, tras apelar, a una sentencia de tres años de cárcel. En 1963, cuando abandonó prisión, su tiempo en el primer plano había concluido, pero, a las puertas, aguardaba una nueva ola musical que sería clave para su holgura financiera. Era el momento de las Invasiones Británicas, bandas procedentes del otro lado del Atlántico, fascinadas por los ritmos de la música negra. Tanto The Beatles como The Rolling Stones tocaron versiones de Chuck Berry en sus primeros trabajos, algunos de sus miembros, como Keith Richards, lo profesaron, incluso, una adoración ilimitada. Berry supo reciclarse y seguir en la ruta, variando su indumentaria, adoptando vestimentas cercanas al hippismo, a pesar de su sustancia de hombre avaro y mercantilista, pero, además, cobró grandes sumas en concepto de royalties. En los setenta, llegó a viajar alrededor de Estados Unidos de forma solitaria, sólo con su vehículo y una guitarra, presto a tocar con bandas locales, a las que solía negarse a pagar, aduciendo que era suficiente honor trabajar junto a él, con las que no ensayaba, sosteniendo que era su deber conocer sus canciones, rehusando a regalar bises, puesto que no estaban remunerados en los contratos y cobrando sus emolumentos de forma directa y sin intermediarios. Esta dinámica codiciosa volvió a granjearle problemas con la justicia, que, en 1979, lo acusó de evadir impuestos, sentenciándolo a trabajo comunitario, una fuerte multa y cuatro meses de cárcel. Siguió en activo, no obstante, cada vez más reverenciado, con el paso de los años, adquiriendo un aura de leyenda viva. Se dice en los mentideros musicales que es un hombre egocéntrico, caprichoso, sin amigos reales en el circuito, pero esta consideración, lejos de afectar a su valía artística, viene a revalorizarla. Sobre el escenario, Chuck Berry transmite una irresistible sensación de alegría, resulta difícil no esbozar una sonrisa ante su gesticulación facial, sus acrobacias físicas, sin afectar nunca al sonido de la guitarra, su comunión festiva con el público.
Chuck Berry es uno de los escasos monumentos humanos a la música que aún prosigue en activo. Sus manos ya no son rápidas, su voz delata la ancianidad, su estilo, en parte heterodoxo, necesitado de una cierta agilidad física, se ve afectado, sonando mucho menos electrizante. Hace escasas fechas, sufrió un desmayo en el escenario, pero, poco después, recuperado, salió a tranquilizar a su público. Puede que muera con un instrumento en las manos, tal parece ser su deseo, pero su música, genial, permanecerá eternamente. En 1977, cuando la NASA lanzó al espacio las dos sondas Voyager, se decidió que en ellas viajaría un disco de oro, en el que, además de sonidos de la Tierra, información para contactar con el planeta, datos sobre la raza humana y saludos en varios idiomas, se incluyó una selección musical de todos las latitudes del mundo. Desde Estados Unidos, determinaron poner en órbita Johnny B.Goode, de Chuck Berry. Algún día, sus acordes inmortales resonarán en la vastedad del universo.
lunes, 15 de agosto de 2011
Mao
La Historia se escribe con sangre. El hombre es el único animal que mata a sus semejantes por intereses espurios, calculados, para lograr objetivos materiales y cumplir con los planes proyectados. Si se abre un libro académico, comprobándose quienes son los citados como figuras de relevancia, desde la más remota antigüedad se destaca a individuos que, con mayor o menor virulencia, son responsables de la muerte de otros seres humanos. Si ,en tiempos de Ramsés II, hubo padres de familia humildes, cariñosos, madres entregadas a sus hijos, almas generosas, espíritus bondadosos, el paso de los años no ha dejado constancia de ellos. En las estelas monumentales, se loan victorias sobre pueblos remotos, batallas multitudinarias, monumentos levantados con la extenuación de los esclavos. Poco a poco, la civilización se ha reconducido, al menos en algunas latitudes, pero, durante siglos, los grandes prohombres, ilustrados o ignorantes, violentos o reflexivos, han decidido sobre la existencia de sus coetáneos. Nabucodonosor dio lustre a Babilonia, la transformó en una urbe cosmopolita, pero, en el camino, decenas de ciudades cayeron ante el poder de sus mesnadas. Julio César, genio y estratega, sentó los cimientos de la autoridad imperial de Roma, llegando a dejar constancia, en dos obras capitales, de sus prolongadas hazañas guerreras a lo largo y ancho de Europa y el Mediterráneo. Carlomagno, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, Carlos I, Robespierre, Bolívar, Bismarck, Garibaldi y tantos otros, henchidos por un aura de misión trascendente, avanzaron en pos de un ideal, sin detenerse a considerar la eventualidad de pérdidas humanas. La Historia posee el lujo de la contemplación a distancia, apartada de los llantos del momento, las carnicerías, el dolor, los dramas y las tragedias familiares. En los análisis en retrospectiva, pueden estudiarse los precedentes, sentar cátedras, minimizar daños, cobijarse en las evidencias colectivas. El hombre que lleva el progreso a una nación inmersa en el caos puede haber causado el mal a cientos de miles de sus semejantes, pero, incluso reconociendo su carácter malévolo, su retrato figurará eternamente en los libros, destacando sus incontrovertibles avances.
Esta paradoja macabra encuentra un ejemplo meridiano en la figura de Mao Tse – Tung, venerado icono de la República Popular China. Su biografía es una epopeya fascinante, excesiva, más propia de un héroe de la mitología que de un hombre del siglo XX. Si la bondad puede inferirse de las sensaciones generadas en las personas del entorno, no cabe duda de que este líder revolucionario fue un ser malvado. Mucho antes, incluso, de rondar el poder supremo, inmerso, aún, en la lucha insurgente, sobre él recae la responsabilidad de purgas terribles y abusos en masa. Sentado en el trono rojo de la China marxista, cercenó intelectuales, oprimió al pueblo, lo condenó, a través de extravagantes planes estatales, a hambrunas lacerantes. Sembró la esquizofrenia entre los jóvenes con la Revolución Cultural, desató, a conciencia, el instinto animal de las almas alienadas. Hasta su último suspiro, sembró un pavor atávico en la cúpula del Partido Comunista Chino, se erigió en divinidad, instituyó el culto a su persona. Y, sin embargo, cuando el mundo, en épocas futuras, contemple su trayectoria, lo citará, a buen seguro, como un sujeto notable. Mao Tse – Tung pasó la mayor parte de su vida aplicado en el combate, alentado por una retórica elaborada, presto a lanzar sentencias taxativas, revestidas por la estructura de la vieja literatura oriental, pero cargadas por el radicalismo de ideologías novedosas. Antes del inicio de la disputa, China era un país feudal, vagando en un medievo extemporáneo, tan inmenso como domeñado por las potencias occidentales, humillado, irrelevante, sometido al arbitrio, primero, del Emperador, y luego, más tarde, al de caudillos militares, señores de la guerra y burgueses republicanos. El Partido Comunista buscó la reconciliación con la grandeza perdida, lideró la resistencia contra el invasor japonés, tomó parte en la Guerra de Corea, fue visto con recelo por los Estados Unidos, pero, también, lejos de transformarse en un satélite soviético, por los dirigentes de Moscú. En los años de Mao, China adquirió solidez, rigidez, esencia de nación fuerte, dejó de verse como terreno fértil para tendencias neocoloniales.
Hoy día, China levanta murmullos en el resto de mundo, es contemplada como un ente temible, se profetiza su ascenso a la dirección del planeta. Poco queda de la utopía marxista de la deidad roja, Mao. Den Xiaoping, en algún momento perseguido por éste, dio un giro brusco a la política, desatando un crecimiento económico desorbitado. Este cambio de rumbo, sin embargo, no hubiera sido posible sin la labor sobrehumana de Mao. Por encima de la tragedia, el asesinato y los atropellos a la dignidad humana, bajo su puño férreo, la nación pasó de la ignominia al primer plano internacional. El hombre experimenta una fascinación funesta por la ostentación del poder omnímodo, las lágrimas por el sufrimiento se evaporan con el transcurso de los años. Si, en siglos venideros, la humanidad sigue rigiéndose por los mismos valores desquiciados, se hablará de Mao Tse – Tung con la misma reverencia solemne que de Octavio Augusto, el primero de los emperadores romanos.
miércoles, 27 de julio de 2011
Dos novelas de dictador
Latinoamérica, desde su independencia, ha sido una tierra maltratada por el despotismo autoritario. Esta lacra crónica se aposentó, prácticamente, en todos los países del entorno, marcando la conciencia colectiva de sus habitantes. La literatura no fue ajena a esta influencia tiránica, y, coincidiendo con el profuso desarrollo de las letras experimentado por el continente durante el siglo XX, en su seno germinó, incluso, un género propio, la denominada Novela de Dictador. Son múltiples sus expresiones y orientaciones estilísticas, pero, quizá, los dos ejemplos más populares sean El Otoño del Patriarca y El Recurso del Método, creaciones del colombiano Gabriel García Márquez y el cubano Alejo Carpentier, respectivamente.
El Otoño del Patriarca, publicado en 1975, fue la obra inmediatamente posterior al mayor éxito universal de García Márquez, Cien Años de Soledad. Ésta había impulsado a su autor hacia el reconocimiento y la gloria, ganándose millones de lectores a lo largo y ancho del globo. Era un libro solemne, trascendente y elaborado, pero, a la vez, capaz de atrapar a cualquier que abriera sus páginas. García Márquez sostiene que, presionado para, en años sucesivos, elaborar otra historia similar, decidió que su siguiente narración había de ser completamente diferente, casi, en sus propias palabras, un anti – cien años de soledad. Así, nació El Otoño del Patriarca, centrada en la figura de un sátrapa latinoamericano, eterno gobernante de una imaginaria nación del Caribe. Construida con un estilo sumamente peculiar, volcado de prosa en bruto, carente de puntos, párrafos, sostenida su eufonía por puntuales comas, la influencia de William Faulkner y su discurso caótico se deja sentir más que nunca. La línea argumental, no obstante, no llega a resultar, como en el caso de éste, un desafío críptico, sino que puede ser seguida sin mayores problemas. Como en otros textos del autor, el marco temporal es difuso, alternativo, no necesariamente lineal, relatando hechos cronológicamente posteriores, para luego retornar a su causa original. García Márquez traza a un tirano aislado, iletrado, más brutal que sádico, amante de su madre, Bendición Alvarado, mujeriego incontrolable, pero sin una pizca de seductor elegante. Tras sus páginas, se infieren los arquetipos del drama latinoamericano, la presión del imperio yankee, los cruentos enfrentamientos civiles, la apariencia inconmovible de los regímenes opresores, todo ello en un marco de exuberancia tropical. El don de García Márquez levanta un mundo seductor, hipnótico, a veces real, otras fantástico, donde el hecho histórico mantiene un poso constante, pero es vuelto a elaborar desde un punto de vista maravilloso.
El Recurso del Método, editado en 1974, es, por su parte, una de las novelas más conseguidas del magistral escritor cubano. La obra de Carpentier es uno de las muestras más desorbitadas de concentración cultural, y, en cada una de sus frases, trasluce tal dominio del arte que, en ocasiones, llegan a resultar avasalladoras. Carpentier es, probablemente, la prosa más perfecta en la historia de la literatura latinoamericana, y, a pesar de que, en un primer contacto, sea complejo internarse en los cauces de su escritura barroca, una vez que la mente se acomoda, su lectura resulta una experiencia sensorial. Si, en El Otoño del Patriarca, el protagonista es sucio, ignorante y, a su manera, ingenuo, en El Recurso del Método, Carpentier dibuja a un dictador ilustrado, inteligente, culto, residente, gran parte del año, en el París de principios del siglo XX. Aferrado a su prodigiosa habilidad semántica, el lector puede pasear por recepciones de gala, lujos de toda índole, privilegiados goces parisinos y discusiones intelectuales, para luego, en capítulos siguientes, asistir al regreso al feudo en Sudamérica, el sofoco de las revueltas populares, el bullir de movimientos revolucionarios, el constante intervencionismo estadounidense y el progresivo ocaso del mandatario. Sería harto complejo resumir todos los matices de la obra; hay una parábola del desarrollo histórico, un simbolismo de lo perecedero del poder, una amarga reflexión sobre lo utópico del cambio. Alrededor de sus líneas, flota un tono de ironía trágica, un humor sibilino, no apto para rotundas carcajadas, pero sí para la asunción de una fatalidad inefable.
El poder absoluto fascina a algunos artistas con una fijación turbadora. En ambas novelas, es obvio que los autores realizan una crítica severa, dolida, nacida de la herida del pueblo latinoamericano. No obstante, la excelencia literaria llega a ser tan intensa que, por momentos, parece inferirse que, sin saberlo, el narrador, en lo profundo de su inconsciente, siente una inconfesable atracción por el personaje del tirano.
lunes, 4 de julio de 2011
El fútbol del siglo XXI
La globalización ha transformado el mundo en todas sus facetas y ninguna actividad humana queda libre de su arrolladora influencia. Desde las materias más trascendentes, como la economía o la política, hasta las, aparentemente, más inocuas, como la música o el cine, la totalidad de las manifestaciones de la civilización se han visto alteradas. La diversidad y el sentimiento han sido relegados por un mandato pecuniario y la maximización del beneficio ha pasado a ser el objetivo fundamental. El deporte no ha escapado a esta teocracia monetaria y, en los últimos años, sus perfiles han sido tomados por intereses espúreos, siendo el fútbol, quizá, uno de los más claros ejemplos.
Para Europa y la mayor parte de Latinoamérica, el fútbol ha representado, desde principios del siglo XX, una religión alternativa y una fuente de sensaciones encontradas. La aparición de los clubes de balompié conectó con tres elementos intrínsecos al alma humana: la tendencia a la alienación y gregarismo, la fascinación por la estética y la competitividad antropológica. Los equipos fueron labrando su historia con el paso de los años y,en paralelo, sus seguidores crecieron con ellos, afianzando un extraño vínculo irracional. En otro tiempo, cada club representaba una personalidad diferente, con sus profesionales inveterados, su escuela característica, su idiosincrasia particular y su rivalidad con el vecino. Lejos de existir medios que trasladaran lo acaecido en un partido a todos los extremos del mundo, los clubes se enfrentaban en encuentros internacionales con la incertidumbre de encontrarse ante conjuntos desconocidos, venidos directamente de ligas misteriosas, en las que la ausencia de seguimiento televisivo alimentaba la inclinación del hombre a llenar con su imaginación los vacíos del conocimiento. Lejos se hallaba la Sentencia Bosman o el expolio continuado de los vivideros de futbolistas sudamericanos, por lo que la identificación con unos colores era completa, ya que, más allá del lazo emocional surgido con el escudo, la posibilidad de incluir jugadores extranjeros era reducida. Los torneos internacionales quedaban revestidos por la solemnidad de una justa medieval, puesto que los medios audivisuales no imponían exigencias antinaturales y, por ello, su desarrollo carecía de partidos innecesarios.
Hoy día, el fútbol se ha convertido en un negocio descarado, que se nutre del abuso de la fidelidad del aficionado a un sentimiento intangible y la estulticia universal del seguimiento a las estrellas comerciales. El imperialismo deportivo se ha convertido en un dogma incontrovertible y las ligas de naciones menores han tornado en lugares de saqueo y rapiña. Ningún futbolista joven que despunte en sus primeros partidos alcanza a pasar mucho tiempo en su club de origen. Una avalancha de dinero seduce sus sentidos y hace consentir el rapto al propietario de su contrato. Los grandes equipos son ahora marcas comerciales, cuyas necesidades de mercado llegan a modificar los horarios de juego para que un individuo situado en latitudes exóticas pueda solazarse con las trazas de Apolo artificial del delantero de turno. El ingente volumen económico que rodea al deporte terminó destruyendo los esquemas tradicionales, depauperando competiciones, suprimiendo copas históricas, creando monstruos al servicio de la publicidad en los que las grandes multinacionales pugnan por anunciarse. Ya no hay magia en un partido contra los triunfadores de la liga escocesa, holandesa o rusa, sino una detallada descripción de su evidente inferioridad por parte de un especialista de minuciosidad enfermiza. La personalidad de los equipos se deshilvana lentamente y el respeto a la tradición es arrojado a la oscuridad por monumentales chequeras petrolíferas, capaces de ejercer de Dr. Frankestein futbolístico e insuflar vida a la más mediocre de las entidades. El concepto de institución vive sólo en los seguidores, en las imágenes en blanco y negro, en emociones grabadas a fuego y en los, ya casi en extinción, profesionales que anteponen sus valores a la simpleza del poder del dinero.
El fútbol es una enorme farsa que explota la romántica locura de excitarse ante veintidós hombres luchando por una pelota. En la actualidad, el mundo no alberga ninguna práctica de seguimiento masivo que no mueva tras de sí una exorbitante cantidad de billetes. Es ingenuo anhelar que el balompié se mantenga ajeno a esta contaminación mercantilista, pero no por ello resulta menos cruel la actitud de los grandes mandatarios del fútbol. La clientela de este deporte es la más sencilla de cualquier negocio, y, en muchos casos, siquiera responde a las leyes tradicionales del mercado. Un producto pésimo no tiene por qué alejarlos de la órbita del club, ya que en él, lejos de ver un entretenimiento pasajero, focalizan una inexplicable pasión que, a pesar de condenas y juramentos de abandono, termina reteniéndolos entre los tentáculos de su propio inconsciente. Se trata, en definitiva, de la sublimación del concepto de estafa: la mente pérfida no tiene que esforzarse en trastocar el entendimiento de la víctima, porque ésta se halla plenamente dispuesta al engaño.
lunes, 27 de junio de 2011
Polvo de estrellas
Una de las conclusiones más evidentes que arroja la certeza de lo insondable del universo es la completa intrascendencia de la existencia humana. El hombre aparece como tal sólo hace unos escasos millones de años, e, incluso, desde un punto de vista estricto, lo más semejante a su condición actual no alcanza una antigüedad mayor a unos centenares de miles. Frente a esta levedad cronológica, acecha la vastedad de la edad de la Tierra, cerca de cinco mil millones de años, y la inconcebible y pretérita del misterioso telón del cosmos, estimada en cerca del triple. El famoso divulgador Carl Sagan realizó una comparación sumamente descriptiva, ubicando proporcionalmente la creación en el esquema del Calendario Gregoriano. A la aparición del homo sapiens le correspondían, únicamente, los últimos sesenta minutos del día treinta y uno de diciembre. El ser humano es una entidad sublime y revestida de un halo de romanticismo utópico, por el mero hecho de, perdido en esta inmensidad inabarcable, ser capaz de desafiar a la lógica y, uno a uno, tratar de desvelar los infinitos enigmas de su entorno. Este ánimo revelador, sin embargo, choca con un drama tan paradójico como inapelable; resulta indiferente el empeño que ponga en iluminar las tinieblas de la ignorancia, porque, algún día, desaparecerá de la realidad, dejando pendientes de resolución una ingente cantidad de dudas.
El mayor pecado del hombre es su etnocentrismo exacerbado, que lo lleva a pensar que su raza es la sublimación definitiva de la evolución del mundo. En comparación con el resto de formas de vida, el ser humano posee la ventaja de la reflexión y el raciocinio, la capacidad de interrogarse a sí mismo y adquirir conciencia de su destino. Estas ínfulas de solemnidad lo llevan a pensar que se trata de un ser único, convenciéndolo de la inexistencia de límites para su poder cognoscitivo. El fenómeno supone una traslación universal del que, a un nivel íntimo, cualquiera ha podido experimentar algún día, cuando, inmerso en sus pensamientos, llega a un razonamiento que, a su juicio, resulta brillante y novedoso, pero que, trasladado al tapiz de la confrontación con sus semejantes, se descubre reiterado y mediocre. Sus minúsculos devaneos con la inmensidad del universo son un grano de arena en medio de un interminable desierto. Antes de la aparición de las personas, otras forma de vida dominaron la superficie del planeta, pero, hoy día, sus feroces rugidos y efigies monstruosas ocupan las vitrinas de los museos. Tras ciento cincuenta millones de años de titánico enseñoreamiento, un enorme cataclismo extinguió a los dinosaurios, pero el hombre, entre arrogante e ingenuo, considera que tal hecatombe sólo puede focalizarse en entidades que no yerguen los ojos al cielo para preguntarse sobre el sentido de su existencia.
Se admiran construcciones pasadas como joyas irrepetibles, se veneran obras de arte con una profesión casi mística. Si, hoy día, una desgracia imprevista destruyera por completo las Pirámides de Keops, millones de corazones se rasgarían y el pesar tomaría hasta al alma más frívola. Y, sin embargo, la lógica del universo las terminará convirtiendo en piedra y olvido. En épocas pretéritas hubo mares, montañas, simas y cañones, de los que hoy día no queda ni un solo vestigio. Toda elaboración humana a la que se otorgue la consideración de sagrada está condenada a desaparecer de manera inexorable. Las más eminentes líneas literarias, la belleza de un cuadro, la expresividad de una maravillosa escultura o el ritmo de la música, revisten una valoración sublime sólo porque el hombre, haciendo uso de su cerebro, las ubica en un sitial preponderante. En un lejano futuro, todo ello volverá a reintegrarse en la hondura del universo. Cuando no quede nadie capaz de emocionarse con ellas, perderán su valor intrínseco, serán cubiertas en su abandono por las enredaderas de un destino funesto.
Esta aceptación de lo irrisorio de nuestra naturaleza, a pesar de todo, no debe conducirnos al pesimismo. La vida es demasiado nimia como para malgastarla en preocupaciones infames. La pretensión de eternidad, el deseo de significación, la lucha por la trascendencia o el culto al propio ego quedan transformados en entelequias absurdas. La felicidad propia y de los semejantes debiera ser el único objetivo de la existencia. Al fin y al cabo, todos acabaremos viajando juntos en el polvo de las estrellas.
lunes, 9 de mayo de 2011
Al volante
Una de las conclusiones a las que puede llegarse tras la experiencia de la conducción diaria es que el vehículo se transforma demasiadas veces en la prolongación mecánica del estado de ánimo. Los coches son un arma peligrosa que responden sin queja a las exigencias de su propietario y la sencillez de su mecanismo los hace idóneos para materializar conductas temerarias. Cualquiera se ha arrancando alguna a corear a voz en grito las canciones que expide el reproductor musical, pero, ante la perspectiva de enfrentar un semáforo, ha tenido que recomponer su expresión, temeroso de detenerse en el asfalto y ser contemplado en toda su dimensión ridícula por los peatones y sus iguales al volante. Fuera de perturbados mentales o almas completamente desligadas de la opinión externa, nadie que camine por la calle escuchando melodías en sus auriculares se ve compelido irremisiblemente a dar muestra de sus paupérrimas aptitudes vocales, pero, al mando de las cuatro ruedas, el comportamiento nos resulta aceptable. Tal hecho se sustenta en el propio funcionamiento de la máquina, la cual, si bien a pequeña escala, induce en el usuario una sensación de poder y control de los elementos. El pisar del acelerador evade temporalmente de las limitaciones corporales y permite observar el mundo de un modo que el organismo humano no puede siquiera elucubrar en sus mejores sueños. El hombre es un animal ambicioso al que seduce la posibilidad de domar el entorno y los vehículos de motor son una generalización burguesa de los privilegios tradicionalmente reservados a las clases altas. Con un sencillo movimiento del brazo, la compleja estructura motorizada cumple dócilmente nuestros designios y se traslada hacia el lugar deseado sin que el físico deba realizar ningún tipo de esfuerzo.
Estas premisas antropológicas facilitan el entendimiento del porqué de las acciones arriesgadas en el tráfico. Detrás de cada maniobra en las autopistas se esconde una faceta psicológica determinada e incluso la contemplación global de los hábitos en el tránsito puede llevarnos a una calificación meridiana de los valores imperantes en una sociedad. El dogma del triunfo por encima de cualquier otra consideración cristaliza en las carreteras con una reiteración peligrosa. Ahora lo importante es llegar, sin importar las formas ni los posibles daños colaterales, y el conductor extiende este mandato ético a las horas que se mantiene al volante. Dentro de la mente de aquellos que abandonan una rotonda desde el carril interior, forzando al resto de automovilistas a detenerse para evitar males mayores, de los que, obviando el intrínseco riesgo a la cercanía de dos grandes masas, se abalanzan sobre el coche inmediatamente posterior, compeliéndolo a apartarse de su camino, o de quien se incorpora a la autopista con la certeza de que detenerse ante la circulación es una profunda derrota, habita un apremio universal que dirige el rumbo de la existencia colectiva. No hay momento para el detenimiento, la reflexión o la empatía. Si el congénere más cercano aumenta la velocidad, la inapelable obligación es hacer lo propio. Si hay un espacio inutilizado al que, súbitamente, alguien quiere trasladarse, la respuesta inmediata ha de ser acelerar para evitarlo. La solemnidad de un coche caro faculta a su poseedor a exigir pleitesía y aquel que no se retira ante sus advertencias es objeto de enardecida cólera. El celo por la riqueza inalcanzable motiva conductas frustradas, permitiendo la contemplación del bufonesco espectáculo de un vehículo herrumbroso realizando maniobras propias de Niki Lauda.
Todos los días, en la carretera, se representa el drama de las sociedades actuales. Millones de individuos compitiendo entre sí por razones ignotas, aprestándose en arribar los primeros al paraíso de ninguna parte.
lunes, 18 de abril de 2011
Secretos de las profundidades
Hoy día el hombre venera los restos arqueológicos con una solemnidad responsable porque en ellos puede admirar la destreza de sus antepasados. Los grandes monumentos de la antigüedad levantan encendidas pasiones y en sus formas extemporáneas se esconde la fascinación inmemorial por las obras de tiempos remotos. Inmerso en la dinámica de una sociedad arrolladora, este ímpetu conservador se enfrenta al expansionismo urbano y no es extraño contemplar un vestigio de la gloria pasada acorralado por edificaciones modernas. La cercanía temporal a una determinada construcción la desprovee sin misericordia de cualquier reverencia y por ello el drama de la destrucción de las antigüedades nace en el mismo momento en que éstas son artefactos plenos de vigencia. Al hombre le gustaría poder exhumar una ciudad tal y como luciera hace miles de años pero el propio avance de la humanidad ha limitado los hallazgos a la ventura del abandono crónico. Gran parte de la tierra ha sido demasiado ocupada como para albergar reminiscencias puras y la constante de la civilización ha superpuesto el desarrollo al mantenimiento de estructuras arcaicas. Pero el mundo, a pesar de todo, aún esconde secretos.
Desde el inicio de los tiempos, se ha convivido con la visión de las aguas procelosas, eternas extensiones sin final ni principio que ocupan mayor espacio en el planeta que toda la superficie terrestre. Innumerables naves han surcado los mares, peleando duramente contra los elementos, y la tragedia las ha condenado en ocasiones a sufrir desventuras y naufragios. Los océanos no entienden de piedad ni tampoco de concesiones de gracia y la crueldad del azar ha enviado a morir a miles de marineros a lo largo y ancho del globo. No hay que buscar latitudes exóticas para cerciorarse de esta verdad sugerente. El Mar Mediterráneo es un ejemplo claro de la prolija abundancia de sus profundidades. Mucho tiempo antes del nacimiento de Cristo, los fenicios lo circunnavegaban como si de un lago de recreo se tratara y desde entonces ha sido habitado por todas las culturas establecidas en sus márgenes. Pentecónteros griegos y quinquirremes cartagineses, galeones españoles y urcas venecianas, galeras turcas, movidas por el desesperado ardor de los esclavos cristianos, y ladinos bajeles de los piratas berberiscos. Riquezas ingentes, tesoros olvidados, restos de vidas que nunca pasaron a unos anales de la historia que sólo abren una pequeña abertura a la enormidad de la existencia de siglos anteriores. El mar es un lugar vedado al hombre en el que su capacidad de destrucción es una entelequia risible y en sus insondables profundidades dormitan reliquias inmemoriales.
El deseo incontenible de reconstruir la antigüedad a través de la recuperación de objetos materiales hallaría un estado de clímax si fuera capaz de descender al abismo, pero, a pesar de haber logrado contemplar el vacío desde la turbadora atalaya de la Luna, el hombre sigue encontrando en sus mares un misterio inaccesible. En el día a día resulta un elemento más del paisaje, e, inmerso en el ajetreo cotidiano y la comodidad de los avances tecnológicos, el individuo puede llegar a observarlo sin sentirse intimidado. Pero, al caer la noche, manteniendo fija la vista en la negrura de su presencia infinita y oyendo el relajante diapasón de su primigenio oleaje, se verá tan indefenso como aquel hombre de las cavernas que un día lo descubriera por vez primera. Bajo ese manto inabarcable, duermen un letargo perpetuo todas las quimeras que la persona desee construir basándose en las vagas certezas historiográficas. Sumergidas hasta el final de los tiempos, olvidadas entre arenas y linimentos antediluvianos, las más portentosas maravillas conviven con la indiferencia de las criaturas submarinas. Desde el fondo del mar dimana la esencia unívoca que moverá por siempre a la humanidad a buscar en su propio pasado. La arqueología es sólo una forma científica de sosegar las inquietudes de una imaginación desbordante.
lunes, 28 de marzo de 2011
Patrias de saldo
Desde el momento en que alcanza el poder, todo régimen autoritario se apropia de las enseñas nacionales para simplificar su doctrina respecto al pueblo llano. En su fase más rudimentaria, el cerebro humano es un artefacto maleable, en el que pueden introducirse toda clase de conceptos vacuos si se los adorna con la suficiente dosis de épica y heroísmo. Independientemente de su cariz ideológico, las dictaduras proceden a identificar la patria con la situación de poder vigente. Arroparse en la bandera como un prócer del romanticismo es una maniobra útil y permite vilipendiar a la oposición política bajo el apelativo generalizador de enemigos nacionales. El patriotismo exacerbado es una de esas creencias que pueden llevar a la humanidad al colapso y entendido como un dogma de fe conduce al enfrentamiento visceral en toda colectividad social.
Ningún régimen dictatorial ha sido excepción en esta atribución solemne de la defensa de los valores patrios. Hitler clamaba por reeditar la gloria del viejo Reich alemán, Mussolini rescató las águilas de la Roma Imperial, Saddam Hussein gustaba de compararse con Saladino y Pinochet y Videla realizaron todas sus fechorías bajo la excusa de defender los intereses nacionales. Incluso las dictaduras comunistas, cuya ideología aboga en principio por el internacionalismo socialista y la desaparición de todas las barreras, terminaron por construir la entelequia del amor a la patria una vez se establecieron en instituciones burocráticas. Stalin propugnó el concepto de la revolución de un solo país, forma edulcorada de afirmar la primacía de los intereses nacionales, sesgando así el sueño de Lenin de convertir la Unión Soviética en el epicentro de la insurgencia mundial. Desde la cúspide de la opresión, se mira al pasado con una fijación inquietante y de las páginas de la historia se exhuman personajes célebres para convertirlos en seguidores del movimiento con carácter póstumo. Fidel Castro ceñía sus diatribas con innumerables menciones a José Martí, el libertador de Cuba, Gaddafi acudía a reuniones internacionales con un retrato del beduino Omar Mukhtar, líder de la resistencia libia contra el fascismo italiano, e incluso un gobierno inclasificable y con futuribles maneras de dictadura, el de Hugo Chávez Frías, ha hecho de Simón Bolívar el callado e involuntario justificador de todas sus discutibles medidas.
No es casualidad que se haya acudido a la idea nacional como medio para lograr el apoyo popular a una dictadura. Inculcados a temprana edad, ciertos conceptos quedan grabados en el individuo con una intensidad indeleble y su puesta en duda por parte de un tercero desata un aluvión de agresividad irracional. La religión y el patriotismo son los máximos exponentes de este drama humano y hacer aprender a los críos himnos clericales o loas a las beldades de la patria es una forma inmejorable de manipular su raciocinio desde una edad temprana. Los avances de la ciencia han demostrado que los hombres son idénticos a cualquiera de sus iguales y por ello la insistencia en marcar diferencias en función de una latitud concreta es una tara arcaica, propia de mentes lastradas por el prejuicio y las convicciones inculcadas. En los albores del mundo, los seres humanos transitaban la naturaleza con la libertad de niños ingenuos y las fronteras son sólo creaciones impuestas que conducen a la tensión y una disparidad falsaria.
Es una ilusión risible la de considerar que una persona puede ofrecernos mejores valores por el mero hecho de proceder de un concreto territorio. Pero la concepción del patriotismo tiene consecuencias más graves. Sostener que la defensa de un trozo de tela con unos colores estampados pueda merecer una sola gota de sangre es un trastorno mental al que se puede responsabilizar de muchas de las catástrofes mundiales. En última instancia, la bandera es otra forma de limitar la individualidad humana y someterla unos parámetros determinados. La evolución de la humanidad alcanzara su cénit cuando todos sus miembros obtengan la iluminación del alma apátrida, y, ante otro semejante, valoren únicamente sus cualidades personales.
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