miércoles, 14 de noviembre de 2012

La pesca

Sobre las trémulas aguas del lago
en el negror incipiente del crepúsculo
el pescador tiende su caña
de nuevo
el pescador mira al espacio infinito


Ya pasó el éxtasis de la jornada
ya se pierde el sol en la distancia
ya fue el sol del pescador
lo dicen sus luengas manos marchitas


Tiembla
la caña, entre los dedos
del hombre


Habla
el anzuelo, desde su
penumbra oscura


El pescador, sobre la vieja barca
aferra la caña bajo la luna
la posee él, o ella lo doma
el hombre y la caña bajo la luna


Lo arranca de su tiniebla cegada
lo atrapa en su celada de hierro
el sedal sisea su vibración de muerte
el pescador alza su presa hacia la noche
pura


Boquea
el pez herido,
desesperado


Palpitan
sus agallas, supuran
el miedo


El hombre lo sostiene entre sus manos
                                               ajadas
El hombre lo contempla desde sus surcos
                                            profundos


Sobre la hondura abisal
del lago en cabrilleo
el pescador se ha inclinado
en la cubierta del bote


Callado, quieto, pensando
quién sabe, en sí mismo
el pescador abre los brazos
y libera al prisionero


Ambos, en su soledad
de pez y hombre


Se sienten remar entre el limo y la roca
Se sienten nadar hacia el muelle último

martes, 30 de octubre de 2012

Haikus (intento)

Lluvias de otoño
el agua delatada
por las farolas


Atardecer en el retrovisor
recuerdos de la infancia
en la lejanía


El mismo árbol que entonces
en la pradera de julio
verano


El hombre anciano
asoleado, olvidado y marchito
parque matutino


Truena una nube
en la tarde de octubre
la mujer somnolienta


El rascacielos de acero
la tormenta lo castiga
antes que ninguno


Metro en la mañana
el violín en la encrucijada
del laberinto


Crujido en mis pisadas
árboles y hojas
amantes malditos


Doce avisos de madrugada
insomnio veraniego
entre las sábanas


Cae el sol en la distancia
nunca volveré
a esta nada sublime

martes, 23 de octubre de 2012

Entre la muerte

Ha entrado de noche, cobijado por la decrépita luminosidad de una Luna menguante. Camina entre lápidas y tumbas, entre raíces y sepulturas olvidadas, entre exvotos, fotografías marchitas, entre panteones derrotados por el tiempo. Allá se oye un rumor, susurro de hojas, pavor silbante de los vientos del osario. Desde algún lugar lo miran, los otros, lo escrutan las calaveras, pulcras y sonrientes, el polvo inmemorial de los huesos enterrados. A través de aquellas escaleras de mármol, podría bajar al mausoleo. Lo llama, desde sus columnas pétreas, de templo funesto, de mansión derribada, desde su integridad portentosa de monumento fútil a lo arrebatado. Pero no quiere, y sigue su marcha. Ahora extiende sus manos, se deja acariciar por el aire macabro del cementerio. Se lleva las palmas al rostro, busca la línea que lo conduzca a la puerta, el susurro que le indique la senda. Más nada llega, sólo la carne oscurecida por la noche, sus dedos encrespados por la gélida madrugada. Al final, extenuado, decide sentarse. Aún resta toda la noche para que vuelva a surgir el sol en el firmamento. Se detiene, respira, descansa en ese montículo innombrable, acuclillado en el césped mortecino, amparado por el ramaje de un ciprés y la sombra de una estatua enmohecida. Allí permanece, todavía, cada noche en el camposanto abandonado. Queda silencioso entre epitafios, recuerdos, dedicatorias, entre fechas inútiles y rastros de llantos agotados. Se reconforta, a la espera de la nada. Respira el aroma inescrutable de los siglos, la fragancia pagana de la muerte.

martes, 16 de octubre de 2012

Sobre el delfín

Tiene algo de sueño, el delfín, una esencia irreal o etéra. Lo vemos rasgando la superficie de las aguas. Allá sale, la aleta firme entre las olas, mientras su cola agita la espuma y proyecta volutas de sal y misterio. El delfín asciende desde sus profundidades y se deja acariciar por los hombres, pero observa la claridad del sol y el tenue hedor de la decadencia perpetua, y ya desea huir de nuevo a su reino submarino. Habla y se comunica en un lenguaje ignoto, indescifrable, practica el vocabulario de los seres mitológicos, el verbo perdido de las sirenas. Los marinos lo ven, lo señalan, se embelesan y sonríen. Ha surgido a la par que la nave, sigue su curso durante unas millas. Fascinándose con su estilismo, quieren ser parte de su secreto, pero el delfín ríe, venturoso, y se hunde en la inmensidad del océano. Se deja arrullar por los niños, tomar fotos por los turistas, abrazar por bañistas afortunados o alimentar por oceanógrafos y documentalistas. Pero es sólo lástima, piedad, condescendencia de alma sabia. Llora por nosotros, el delfín, nos compadece desde su paraíso sumergido. Ya sólo hay cabrilleo, aguas trémulas, mares en silencio, ya sólo hay un rumor de olas donde antes nadaba el príncipe de las mareas.

domingo, 19 de agosto de 2012

Action Heroes

El cine de acción en la década de los ochenta era más sencillo, más puro, menos artificioso y más sincero. Este cine es la última evolución del verdadero producto estrella de Hollywood, su simiente y su pasado, la epopeya del western. El western termina siendo, en esencia, un hombre solitario enfrentado a un enemigo pérfido, y este código alentador es el que dirige el rumbo de los grandes héroes de la acción clásica. Los Schwarzenegger, Willis o Stallone son versiones modernizadas y musculadas de John Wayne o Gary Cooper, lo cual no implica que la modernización sea siempre un concepto positivo. Los villanos tradicionales pasaron a ser terroristas, narcotraficantes o asiáticos comunistas, colectivos susceptibles de sustituir en el inconsciente americano la maltratada efigie de las tribus indígenas. Estados Unidos golpea primero y cuando no queda nada en pie se arrodilla, medita, siente remordimiento y lanza algún libro o película, donde denuncia las maldades pasadas y reclama monumentos conmemorativos sobre el baldío osario de su enésima víctima. En general, los héroes de acción eran tipos duros que ya no llevaban un colt a la cintura, pero sí armas automáticas que elevaban los viejos tiroteos a la enésima potencia. Conectaban con la base más elemental del cerebro humano, que es la del ojo por ojo, antiguo ya en tiempos de Hammurabi, y, en lugar de aturdir con confusos guiones o motivaciones psicológicas, explotaban la simplicidad masculina del macho triunfador frente a todas las adversidades. El paladín indomable vive desde la época de Homero y tanto Aquiles como Héctor son ejemplos arcanos de duchos pistoleros. Al hombre le fascinan los héroes porque son capaces de contender contra entornos hostiles y esto no es más que una proyección reprimida del tirano sociópata que todo individuo cobija en algún rincón de su alma. A Hollywood se le gastó esta fórmula porque la gente pedía legitimación a tanta violencia, que la muerte ha de justificarse por algún fin abstracto, necesario y solemne. Ahora, la pantalla también se tiñe de sangre, pero, como en las noticias, sólo después de una concienzuda digresión de los guionistas.

lunes, 30 de julio de 2012

La vejez

La vejez es multiforme y subjetiva, cambiante y caprichosa. Puede ser regalo para algunos, puede ser condena para otros. Hay ancianos vigorosos y viejos amargados. Hay quien encuentra la tranquilidad y quien muere de tedio. Todo depende de cómo se alcance la senectud. Todo depende de cómo se asuma el declive. La vejez es el ocaso de los tiempos maquillado por la sabiduría y la pose solemne, pero si los años no caen sobre la piel, y comienzan a lacerar el ego, el ser humano se desquicia y protagoniza un envejecimiento bufonesco. Nada hay más ridículo que el rostro apergaminado, estirado hasta el infinito por el corte sórdido del bisturí y la inyección subcutánea de la jet set millonaria. Quien viva rodeado de miseria, acostumbrado al pavor de la mortandad prematura, encontrara el marchitarse del organismo un don de la deidad, pero el habituado a realizarse a través del despliegue físico habrá de hacer un esfuerzo espiritual para acomodarse al estado de progresiva decadencia. La vejez se mira con recelo desde la estancias juveniles, se advierte con miedo desde la cercanía del linde de los maduros. Hay quien la escucha, la respeta. Hay quien la ignora porque la teme. La vejez es un espejo incólume e inevitable. Siempre preferible al único modo de evitarla. Nada es eterno, ningún esfuerzo detiene lo obvio. Todo son diques ante un torrente aséptico, muros fútiles contra el ímpetu de la naturaleza. Se nace débil y vacío, embargado por la felicidad de la mente virgen. Se puede morir, también, débil, vacío, desgastado el intelecto por el cansancio de los años. La vida y la muerte se unen en los extremos, atraviesan un pago ignoto para comunicarse a través de pasajes siderales. Son los mismos ojos los que se abrieron aquel día, los que se cierran, sin testigo vivo de su primera mirada, cuando el corazón ya se ha apagado y la sangre detiene el bombeo. La vejez es una carcasa neutra, una polichinela del tiempo, una entelequia orgánica a la que sólo los temores del ser humano aportan significado. Es un atributo imponderable, la última oportunidad de apertura del espíritu.

jueves, 12 de julio de 2012

El blues de la armónica

En el blues, la armónica suena como una voz más, como un lamento desgarrado, una pícara melancolía o un virtuosismo sinuoso. La armónica se escucha llorosa y rota. Es un quejido solemne, una pose resignada y estoica. En manos del bluesman, la armónica sirve como catalizador del alma humana. El sentimiento borbotea desde el rincón más profundo del espíritu y sale expedido de los pulmones como un hálito de rítmica nostalgia. Puede ser eje de la composición, como en las descarnadas piezas de Little Walter, puede ser serpiente seductora en medio de una banda empleada en una sesión de jamming. El blues nace de la tristeza de los condenados a la opresión en las plantaciones y esta pesadumbre bruta se prende a todas y cada una de sus notas. La armónica repite el compás, enlazándose con el rasgar de las cuerdas de la guitarra. Es una plañidera armoniosa, una invocación de la pureza del sentimiento, un modo excelso de convertir el aire en arte. Traduce el ignoto idioma del ritmo corporal. El blues vive en la armónica y la armónica para el blues. Nada expresa mejor su esencia. Nada construye un sonido más conmovedor. Es la seducción de la entereza del humilde, la admiración por la doma de la desgracia. Esta música inmortal enfrenta la desdicha, pero no pretende vencerla. La asume y se interna en ella, la moldea y la torna en magia. Ya no quedan plantaciones de esclavos y el racismo, aunque vigente, pierde lentamente terreno. Pero sigue la aflicción, el desamor, la penuria o el inconformismo pasivo. El blues no es una canción protesta ni una consigna para manifestaciones. Es un hombre cansado, vapuleado por el mundo pero firme en su fortaleza interna. Es el bluesman y su armónica, cobijada entre sus manos oscuras, las gafas de sol y el sombrero ligeramente ladeado.

jueves, 5 de julio de 2012

El hombre ante el primer lienzo

El hombre,
estaba en su primavera
protegido del frío eterno
en sus cuevas
en las profundidades del mundo
hundido hasta los tuétanos
en las simas de su propio inconsciente

El hombre
con las manos impregnadas
acariciando la roca
el vientre de la madre
dibujando
en la penumbra del útero de piedra
eran él y el trazo mágico
- el búfalo, el ciervo, el alce,
el mamut silencioso y melancólico -

El hombre
vivía aterido
temeroso del salvajismo de la tierra
oyendo los rumores
amenazantes
los ecos de los vientos polares
surcando las costuras palpitantes
del mundo

El hombre
solitario, alumbrando por hogueras trémulas
él solo y quizá algo más
él solo y además todo
el todo de la humanidad en sus albores
el llanto de la tribu universal
de la niñez primera
y el lienzo hirviendo de sueños
de imágenes y fábulas

Él, al final de la gruta
sucio, desdentado,
quizá enfermo
musitando letanías olvidadas
levitando en el éxtasis del arte
sorprendido, fascinado
temeroso de su pintura
ignorante de su propio
genio

Y algún día,
puede que muera
quizá en el abismo
o en la pradera
herido, o afiebrado

El hombre cerrando los ojos,
enterrado, frío y desconocido
lejos de su anónima maravilla

La sima,
cegada por el tiempo
Los hombres,
enfrentados para siempre

Y la luz eléctrica,
el sucesor, el descendiente
milenario
Horadando en la memoria
vaga y soñada
del éter del universo

Alumbrando las paredes
caminando, a paso lento
agachado, cubriéndose
cauteloso
de la telaraña de escarpias
y colgantes dientes
cavernarios

Allí está el hombre,
otra vez
embelesado ante aquel estallido
la mirada fija, el foco caído
en el suelo

Y el cuadro sobre la piedra
exhumado de un sopor de siglos
el dibujo, la pasión
la incognoscible inspiración
del chamán primigenio

Revelada al mundo, celebrada,
estudiada e idolatrada
asediada por la emoción,
la curiosidad,
el tedio de la visita forzada

Allá en lo alto
abajo, entre los túneles y las quebradas
duerme el sueño de las beldades
la expresión más humana de la tierra

Está el esbozo, la vívida recreación
de criaturas perdidas,
está la lumbre de los tiempos

Está él

El hombre,
tendido sobre las pieles
arrastrando un dedo rojo
sobre la corteza infinita de la tierra



lunes, 2 de julio de 2012

Soberanos y subordinados

El monarca y el subordinado. El ego y la envidia. Dos rostros de la paradoja humana, la mezquindad y la grandeza sobre el eje de una dualidad imperecedera. La Historia repite arquetipos con una cadencia fascinante. No importa el siglo, siquiera el milenio. Las estructuras de poder se reiteran, las tragedias reverdecen, los hombres se relacionan ante un espejo invisible. El mundo del pasado es un mundo de arrojo y guerra. El triunfo militar es la sublimación de la excelencia. El héroe, el paladín, el estratega, el ídolo de las masas. El gobernante, supremo y narcisista, no puede soportar los éxitos de sus más renombrados comandantes. El jolgorio por la victoria posee un límite determinado, la fama creciente, el miedo paranoico a ver ensombrecido su dominio. Tal fue Valentino III con el último héroe de Roma, el bárbaro Flavio Aecio. Aquel caballero extemporáneo había otorgado aliento al Imperio en mitad de su derrumbe colosal, pero las habladurías y maledicencias lo condenaron a una sucia muerte por asesinato. Robert Graves inmortalizó la tristeza del portentoso Conde Belisario, condenado a un final hiriente, a pesar de sus inmaculados servicios, por el despotismo cuasi divino de Justiniano I. Es el tributo inmerecido de los hombres enteros, la mediocridad contenida tras el lujo del soberano. Los ejemplos son copiosos hasta un grado inquietante y cuanto menos malicioso sea el general en entredicho, mayores sus probabilidades de terminar sesgado por los celos. El mejor de los caballeros de Alfonso VI, rey de León y de Castilla, vivió la mitad de su existencia desterrado de su patria. Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, sembró el germen de una obra excelsa de la lengua castellana, pero también personificó el absurdo de la brillantez despreciada y abandonada. El esquema se prolonga hasta las puertas del pasado más reciente. Hay quien dice que Hitler profesaba cierta desazón hacia Erwin Rommel, el laureado Zorro del Desierto de las dunas norteafricanas. El mismo Stalin hostigó al mariscal Zhukov y aunque no llegó a atreverse a exterminarlo durante sus purgas, tal era la fama del héroe entre la población soviética, sí lo condenó al ostracismo en posiciones irrelevantes. En Cuba, el general Arnaldo Ochoa, vencedor en la liberación de Angola, fue fusilado por delitos de narcotráfico, pero algunos estudiosos consideran que su proceso fue una maniobra de Castro para desprenderse de un foco latente de oposición política. Sólo el avispado sobrevive, sólo quien es capaz de dejar atrás la honra y la formalidad de la palabra dada. A Hernan Cortés lo incomodaron desde la base de Cuba e incluso su gobernador, Diego Velázquez, llegó a enviar un subalterno para atraparlo durante su conquista de México. Cortés supo no ser dócil y alejar de sí el yugo inmemorial de la jerarquía. La Historia aleccionando con la moral dudosa de la civilización humana. El noble, el entregado, el confiado en librarse de todo mal probando su manifiesta inocencia, es pasto para las fieras del poder, un pedazo de carne arrojado a la jauría. La rectitud inmaculada es garantía de muerte. Sobrevive sólo el que aprende a pensar para sí mismo, el que encuentra dentro de sí una pequeña veta de malicia.

lunes, 11 de junio de 2012

El robo

El boxeo es un deporte sometido a una dualidad paradójica. El esfuerzo desplegado por el atleta es mayor que en ninguna otra práctica, pero se lo puede privar de los honores merecidos con una facilidad pasmosa. Detrás de las contusiones, los brazos lacerados, las heridas, la sangre, las lesiones irreversibles y los pómulos quebrados, hay tres individuos oscuros escrutando desde los abismos del cuadrilátero. Estos agentes encubiertos son imprevisibles y volubles, y en sus manos, enardecidas por el supremo poder de la cartulina y el bolígrafo, residen todas las probabilidades de éxito de los dos púgiles en liza. Hay una aceptación sumisa entre los aficionados al pugilismo: en el momento de anunciar el veredicto, la justicia, precavida, huye espantada del recinto. El robo es una práctica inmemorial que acompaña al boxeo desde sus inicios, pero ha alcanzado su cima suprema con la mercantilización definitiva del deporte. En tiempos pretéritos, una decisión injusta podía fundarse en componentes heterogéneos. Se dice que, a principios del siglo XX, Jack Johnson, en liza con Marvin Hart, fue privado deliberadamente del triunfo por los temores de la América blanca, horrorizada con la posibilidad de que un negro pudiera retar a Jim Jefries, campeón antediluviano y caucásico. En las primeras décadas de la centuria, la Historia arroja robos raciales, ideológicos o nacionalistas, aunque el pasado los enturbia y quedan condicionados a la creencia en notas de prensa antiguas. El atraco perpetrado por la Mafia es una constante desde los años cuarenta, pero su propio origen delictivo exime al boxeo de caer en desgracia. El crimen organizado contaminaba cientos de esferas de la sociedad y el deporte podía ser, sencillamente, una víctima más de su voracidad rufianesca. Es a mitad de los setenta cuando los veredictos irrisorios prenden en las raíces del ensogado. La estrella, cada vez más preservada, torna en un activo financiero para la nueva hornada de promotores, quienes, con Don King a la cabeza, comienzan a conspirar en silencio. El Muhammad Alí tardío, entronizado por el público y generador de cientos de millones de dólares, fue protegido en su pelea ante Jimmy Young, un zurdo escurridizo sin ningún interés comercial. El robo se oficializa a medida que los campeones se convierten en productos prefabricados, abandonando la negrura de los gimnasios de suburbio e impregnando sin remisión los grandes eventos televisados. Así, deja de ser patrimonio de encerronas, países remotos o boxeadores encastillados en su patria, convirtiéndose en una variable sujeta a los intereses monetarios del momento. Pocos hombres se salvan de esta infamia colectiva, y, desde Julio César Chávez a Evander Holyfield, las decisiones controvertidas han ensuciado a decenas de estrellas y escandalizado a las últimas generaciones. Si el invicto de un púgil es un elemento productivo, se lo salvaguarda hasta el extremo. Las victorias inoportunas se entierran sin misericordia. La rentabilidad de las revanchas se impone a la honradez y la equidad. Hay un tañido de campana y sobreviene el silencio. Silencio de almas en vilo, expectantes ante el siguiente disparate. Luego es la voz profunda, grave y atronadora, y los números que vuelan al vacío en medio de la indignación generalizada. Están el asombro del bendecido y la mueca del ofendido. Están el bochorno y la injuria. La risa macabra de las sombras que reptan alrededor del cuadrilátero. Un poco de llanto y reclamos de justicia. Un gesto de hastío y comentarios resignados. Pero, a la semana siguiente, otra vez el pesaje, la emoción, la tensión, los vaticinios, el televisor encendido y la bendita farsa que continúa.

lunes, 28 de mayo de 2012

Recuerdos del primer Oriente

En el principio, estaban el adobe, las tablas cocidas, los signos cuneiformes y los ídolos de barro. Sólidas, entre la franja fértil, cobijadas por amparo de dos ríos, nacían las ciudades ocres, los reinos pretéritos, los dioses hieráticos y sardónicos. Sobre la cuadrícula crecieron las ambiciones. Las civilizaciones buscando la divinidad, sostenidas por el ascenso piramidal del zigurat. Vivían, en la constante lucha por el poder supremo, los pastores devenidos en agricultores, los labriegos tornados en guerreros, los hijos de la siguiente catástrofe, los restos de la masacre y los herederos del nuevo dominio. Acomodados en la eternidad de los milenios anónimos. Perdidos en la travesía del océano arcano. Los reyes del bronce. Los siervos del desierto. Cegando las ventanas al mundo desde la inmensidad de su universo pionero. Monarcas de Sumer, tiranos de Nínive, señores de Babilonia. En la penumbra de los templos colosales, estaban Bel – Marduk, Ishtar y Anahita. Estaban los sátrapas de barbas rectilíneas, moldes altivos para relieves unidimensionales. Había fasto y crueldad en las bóvedas de los palacios. Había cortes excesivas y ceremonias insondables. Era el harén y las estancias de la reina madre. Era el chillido gutural en las profundidades de la mazmorra. Con el mero agitar de una mano, lo imposible tornaba factible. Ubérrimos jardines podían crecer, escalinatas abajo, en medio de la aridez extrema. Ciudades populosas y deslumbrantes, transformarse en yermos hediondos y turbadores. El fuego crepitaba en Oriente, mientras Europa era negrura y primitivismo. Se consumía, con la carne de los amos debelados. Ardiente, alimentándose del usurpador destronado. Era una llama intensa, espejo de tormento y sangre. Las urbes germinaban en el desierto y eran oro, raíz de tesoro exhumado. Pero llegó el relevo, o el incendio terminó por marchitarse. Quedaron rescoldos de lo perdido. Se hundieron las ruinas de la ventura. Y fueron los vientos, ululando entre las avenidas, las arenas, arrojadas contra las murallas, la tierra, voraz, insaciable, reclamando para sí la roca arrebatada. Hoy, hace tiempo que nadie recuerda Ur, Hattusa o Assur. Hoy, son sólo rumor, olvido, melancolía de un imperio sin nombre. Hoy, son un túmulo perdido en lo baldío. La huella de un fantasma, el roce de la memoria. Memoria sin dueño ni sentido. Absurda remembranza de un pasado abortado.

miércoles, 9 de mayo de 2012

El volcán

Rucapillán,
la Casa del Espíritu
el miedo ancestral
colérico
el fuego preternatural
lámpara pavorosa
para los indios araucanos

Rucapillán,
el monte coronado de fuego
el hielo tornado en ceniza
el azufre expedido
la nieve desplazada
el río de fango y magma
arrollando la primavera del mundo

Rucapillán,
el volcán de Villarica
el cetro gélido de Pucón
el silencioso monarca
de los lagos

Y tras la escalada,
está la cima
blanca como las nubes acariciadas

Y tras el esfuerzo,
están la grieta profunda
el ojo de Hefesto
la chimenea del horno primigenio

El albo petrificado
en las alturas
El frío consentido
por las llamas
La estampa perpetua,
impertérrita
El pico nevado
dominando la distancia

Pero escucha,
tiembla la tierra, allá abajo
Pero atiende,
vuelan los pájaros, aterrorizados
Deténte,
el paraíso se conmueve, de nuevo

Ya rugen los dioses en su caldera,
ya escupe su ira la montaña

Rucapillán,
guarida de parsimoniosos demonios
Rey solemne y rocoso
de un Edén condicionado

Corre,
abandona la belleza

Huye,
despide el bosque y el arroyo

En la cima de la Araucanía,
crepitan hogueras siderales

jueves, 3 de mayo de 2012

Bajo la lluvia, los perros de Santiago

Cuando comienza la lluvia, los perros de Santiago de Chile gruñen al vacío, tiritan en el pavimento, se ovillan en las esquinas. Las nubes vuelan sobre los Andes y descienden hacia la inmensidad de la urbe, crepitan, se contraen, estallan, descargan su líquido sideral. Los canes, tristes y solitarios, han soportado el calor del verano hiriente, el sopor de las tardes baldías, la sequedad, el aturdimiento, el abandono en mitad del bochorno. Ahora, elevan los hocicos hacia el cielo, parpadean sus ojos melancólicos, se mueven, intranquilos, caminan unos pasos y se detienen ante los semáforos. Con la tormenta viene el frío, la gélida lacra estacionaria. Repiquetea el diluvio sobre el metal neutro de la capital. Truena la borrasca entre los cláxones desatados, las frenadas excesivas, el chirriar de los neumáticos desgastados. Los perros tiemblan y buscan un cobijo ilusorio. Están solos, olvidados. Pasean como ánimas en pena de un grotesco caserón de hormigón y acero. Sus pisadas no dejan huella en el negror infinito del asfalto. Ladran a los vehículos, en un desesperado arrebato de rabia. Trotan por las carreteras mientras, sobre sus cuerpos lánguidos, discurren los caminos lacerantes de los ácaros. Su pelo es un llanto silencioso. Su piel un mapa de crueldad. Los perros cojean hacia la muerte, persiguen, a veces, a los viandantes. Los siguen esperando la caricia, los rodean anhelando un gesto, se alejan, desengañados, entregados a la extinción de su corazón noble. En Santiago no hay excrecencias ni desperdicios de animales, no hay campañas de conciencia sobre la higiene de los dueños y sus mascotas. Las calles están limpias de podredumbre, pero admiten una procesión denigrante. Junto a las grietas de las obras públicas, tras los zanjas de las compañías eléctricas, los perros, supurando desde sus heridas infectadas, miran hacia la nada, se aquietan, sollozan, plantean un interrogante sólo al alcance del ser humano. Los perros han aprendido a cruzar las calles a la vez que los habitantes de Santiago. Aceptan su sino con la inocencia resignada del vejado. Están en la misma encrucijada, en idéntico emplazamiento a la última semana, mes, año. Son uno y es tantos. Destrozados en la noche, tornados en amasijo de endeblez y huesos. Ya no ladran, porque saben que nadie acudirá a buscarlos. En Santiago, los perros tienen frío, desaparecen como vinieron, como un día pasearon. Los perros mueren bajo la lluvia mientras la ciudad los ignora, entregada a su insondable misión sagrada.

miércoles, 25 de abril de 2012

A mi madre

Se habla de una madre como de la naturaleza, el universo, la creación o los misterios cósmicos, porque estuvo desde el comienzo e incluso antes de cualquier noción de consciencia. En los tiempos primitivos, en los que la adoración se centraba en las manifestaciones más esenciales de la realidad, la madre fue objeto de culto y tuvo rango divino. El hombre rendía pleitesía a una amplia gama de conceptos preternaturales, sol, luna, estrellas, frutos o animales, y, además, a la mujer dadora de vida, el ser capaz de cobijar dos almas en sus entrañas, de alumbrar el germen de una entidad compleja y vigorosa. Esta fe remota no es más que la representación de un lazo ancestral e indestructible, el amor incondicional de la madre, el afecto cálido e incuestionable. Una madre piensa en los hijos como porciones inherentes a sí misma, y sus pesares, preocupaciones, malestares o turbaciones viajan a través del éter y la zarandean de idéntica manera. Es el ejemplo más puro de la entrega desinteresada, el obrar bondadoso y el sentir inabarcable. La madre no puede descansar tranquila si conoce del sufrimiento de sus retoños y en pos de rescatarlos de sus tribulaciones sería capaz de descender hasta el rincón más profundo del infierno. Se entrega desde el primer instante, es continente y contenido. Cobija a la criatura, vulnerable y extraviada, vigila su desarrollo, inquieta y temeraria, lucha, en momentos arduos, persiste, indiferente a cualquier cambio. La madre posee un proyecto mucho más grande que cualquier aspiración material, lograr construir una personalidad firme en medio de la abyecta naturaleza del mundo. Sacrifica cualquier anhelo para lograr la felicidad del hijo. Se entrega, sin ánimo de recompensa, en una epopeya titánica. No negará una sonrisa. Apreciará el gesto, aparentemente, más intrascendente. Henchida de orgullo, te ensalzará en la cumbre. Caído en desgracia, te sostendrá, optimista, frente a cualquier amenaza. En el círculo vital de la relación maternal, es la sublimación de la solidaridad veraz y callada. La madre vive en jolgorio con la alegría de sus hijos. Volviendo atrás la mirada, nunca habrá dejado de contemplarte. Permanecerá, sin importar la contingencia. Nunca admonitoria, ni buscando revancha. Solamente aguardando, en la sencillez de la pose primera. Más allá del intrincado devenir de la existencia, la madre, como en el inicio, abre los brazos, a la espera de regalar una caricia sin precio. Al amanecer, el sol iluminará la tierra. En el crepúsculo, el horizonte se teñirá de naranja. La noche reinará en la madrugada, las constelaciones refulgirán en el firmamento. La madre, única y tierna, aún te acogerá, venturosa, en la certeza confortable de su abrazo sincero.

lunes, 9 de abril de 2012

El glaciar

En el extremo austral de América, aguardando tras estepas, llanuras, bosques y montes solemnes, pervive el glaciar. Encajonado entre montañas olímpicas, monstruo sobrecogedor y silencioso, el hielo surge ante la mirada, compacto e irreal, remembranza pavorosa de eones congelados. El glaciar es un exceso monumental nacido de las entrañas circulares de la tierra, esculpido entre las condiciones climáticas, el ciclo de las lluvias y la angosta grandeza de las cordilleras. Desde las cumbres nevadas, la roca parece descargar un vómito de agua petrificada, extendido hasta el infinito, oculto entre las brumas del horizonte, domeñado, únicamente, por la gélida sinuosidad del lago. En el linde entre lo sólido y lo líquido, la pared se corta, resquebrajada, hendida por una espada procedente de estancias siderales. El hielo cruje, doliente, desde sus junturas inmemoriales y las aguas tratan de horadarlo en una pelea eterna. A veces, hastiados, caen pedazos desde la mole, estallan espumas fragorosas, navegan témpanos debelados, flotando alrededor de su matriz titánica. El glaciar cubre el mundo con una quietud sepulcral y su contemplación hipnotiza y seduce con una cadencia adormecedora. Es un camposanto insondable, heredero de un reino perdido, destinado a regresar algún día, por encima de las edades del hombre. Asemeja un gigante unitario, monótono e inabarcable, pero entre sus salientes gélidos resaltan tonalidades maravillosas. El hielo juega con el sol y luce sus galas heterogéneas, colores ufanos, antiguos, pretéritos, lozanos o precoces, diamantinos en su superficie inferior. El glaciar es un innovador estético que utiliza una insólita materia prima para equilibrar su belleza. No recurre a verdes acogedores, arboledas inmensas, cimas majestuosas, torrentes impetuosos, arenas infinitas, ríos prístinos o llanuras salpimentadas de flores. Él es el hielo transformado en obra de arte, una concepción única de lo mirífico de la tierra. En sus volúmenes imperiales, hay un mensaje cifrado, procedente de tiempos remotos. Es reducto y avanzada de épocas inefables, admonición del planeta de su señorío incontrovertible, advertencia de mármol frío para sus pretendidos sojuzgadores.

lunes, 19 de marzo de 2012

A mi padre

Un padre es el comienzo de todo, pieza de una dualidad imprescindible, un modelo, un espejo, un refugio, un lago arcano y primero, reflejo de placidez y confianza. Es una presencia inasible que no surge ni se presenta, acompaña, desde antes, vela, hasta siempre. Detrás de cualquier integridad madura hay un progenitor esforzado, un cimiento preternatural, un trabajo de dimensiones intemporales. Un padre representa el amor eterno, un débito o una hipoteca de afecto, infinitos paseos en la mañana, entre libros apergaminados y reducidos de precio. Sostiene, sin condición ni ambiciones, aguarda, cauteloso, tras los pequeños triunfos de la vida. Hacia él se vuelven los ojos cuando el mundo afila sus dientes, es el dios terrenal de los agnósticos, un ideal, una estampa, un seguro hasta el fin de los tiempos. Un padre inculca un modo de ser, pelea, quizá, inconsciente, contra la obscena vileza del universo, eleva un escudo, durante años, protegiendo la vulnerabilidad del niño, lo arranca de las garras de la maledicencia, lo aparta de la congénita inclinación a lo mezquino. Por un padre se es bueno, y no malo, compasivo, y no egoísta, honesto, y no corrompido. Es el caballero juglaresco que domeña al monstruo de las inclinaciones perversas, un alquimista moral, un templario ético. Es un equipo de fútbol, una tradición y un tótem, un ideario sencillo o el nido acogedor para un vuelo reflexivo. Un padre es inviolable, tesoro tras la muralla del alma, joya engarzada en el espíritu, santuario erigido en el centro del pensamiento. Es inamovible y pétreo, presente inmemorial, pasado de ensueño. No se lo aparta de la individualidad bajo ninguna circunstancia, goza de un sitial privilegiado, sea cual sea el contratiempo. A un padre no se lo habla con palabras, sino con actos, con miradas, gestos o recuerdos. Entre el padre y su hijo hay un fluir indestructible, que atraviesa distancias lejanas, una comunión pura e insondable, un misterio sobrecogedor y críptico. El hijo sopesa su ego y maquina deseos de gloria, ensalza sus creaciones y anhela proyectos de grandeza. Pero tras él está el padre, mudo, silencioso, condescendiente y humilde, y el hijo sólo aspira, entonces, a poder simbolizar lo mismo algún día.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El cerco de los Andes

En Santiago de Chile viven más de cinco millones de personas, pero una geografía majestuosa torna su borboteo urbanístico en un raquítico hormigueo anecdótico. Por sus calles corren ríos de individuos, azorados y presurosos, hay mendicantes, puestos de fruta, vendedores de fruslerías y dulces artesanales. Se entrecruzan los atareados con ociosos y adolescentes, chillan los cláxones de los vehículos, sudan los conductores encerrados en el atasco. Santiago no posee el encanto de una arquitectura deslumbrante, ni retiene la magia decadente de los barrios crepusculares, carece, siquiera, de un ambicioso planteamiento de desarrollo posmoderno. Una tras otra, las construcciones heterogéneas se suceden, se refleja la catedral en las paredes acristaladas del rascacielos, compiten los bloques de pisos en su altura y monotonía de colmenas soviéticas. En sus vías secundarias se acumulan los comercios de proporciones diminutas, tiendas extintas en Europa, ferias sin patrón determinante o zulos angostos, ocupados por un tendero hastiado y algunas empanadas de aspecto insalubre. En el corazón de la urbe laten vísceras de cemento y asfalto, ráfagas de tecnocracia inconstante, moles grisáceas y asépticas, enhiestas sobre la mezquindad estética de obras modestas y morigeradas. Sólo el trazado persigue la quimera de una ordenación armoniosa, dibujando avenidas amplias, interminables, interconectadas, sendas magnas y solemnes, aderezadas por nombres de próceres gloriosos y flanqueadas por la sombra de los árboles y el denuedo de ciclistas esforzados. Santiago es un torrente de urbanidad pura, en el sentido más práctico del término, expresión neutra y vacía de las necesidades expansivas del hombre. Si detrás de la belleza arquitectónica reside el alma espiritual de un enamorado de la utopía, la ciudad puede ser, por el contrario, únicamente urbe, alquimia de hormigón y viga, compacto ente tentacular, nacido de sí mismo, sin responder al arbitrio de superioridad alguna. Santiago podría sobrecoger, zarandear a su residente, hostigarlo, asfixiarlo, encelarlo en su laberinto de pragmatismo descontrolado, golpearlo con vaharadas de polución y carburante. Pero la salvación aguarda, no obstante, a un giro de cuello, sólo elevando la vista hacia las alturas. Santiago se despliega en un llano inmenso y desolado, pero, en último término, queda circunscrito al limes inmemorial de la desorbitada cordillera de los Andes. Todo el bullir caótico de la ciudad acelerada queda encerrado por el cerco de unos titanes precolombinos, ajenos a la rutina del hombre, gigantes de piedra arcana, murallas quebradas, desafío terrenal a los cielos. Bajo la mirada hierática de los montes, Santiago muta y se transforma, progresa o cae en declive. Infinidad de individuos, día tras día, orbitan alrededor de sus insignificantes contratiempos personales. Vuelven sus ojos a sí y se anegan con su nimiedad existencial. Pero los Andes contemplan y no dicen, escrutan y no hacen. Permanecen y aguardan, firmes en derredor del llano, están y estuvieron, estarán hasta el ocaso del mundo. El asedio de la cordillera apresa una nube de contaminación e inmundicia. Junto a ella, también, queda un extracto en bruto de la ridícula intrascendencia humana. 

lunes, 5 de marzo de 2012

Colón o la inescrutable senda de lo trascendente

Cristóbal Colón es la llave fundacional de un mundo tan inmenso como particular, el continente americano. Lejos de reunir cualidades de prohombre, ostentar un linaje esplendoroso, remontarse a antepasados ilustres o ser objeto de atención de compiladores y biógrafos, este marino trascendente fue un hombre enigmático, cuyo origen y natalicio se pierden en la bruma de los tiempos. Aunque la historiografía tienda a ubicarlo en el seno de la plaza de Génova, no ha faltado quien lo atribuya a Galicia, Cataluña, Portugal o Sevilla. Salvador de Madariaga lo consideró un descendiente de judíos sefardíes, huidos de la Península Ibérica a raíz de las persecuciones hacia la comunidad hebraica. En su infancia y juventud, se lo enmarca como hijo de un tabernero, sirviendo vino a los navegantes, escuchando sus relatos excesivos, sus aventuras oceánicas, anécdotas de riesgo y misterio. Oculto tras la constante incertidumbre de un velo avergonzado, se lo intuye en los mares del norte, de visita más allá de el extremo austral de Gran Bretaña, en los confines de la Ultima Thule de los romanos, Islandia, naufragado en una acción con sospechosos indicios de piratería. Iluminado, en algún momento, por la bendición del anhelo subjetivo, Colón cree advertir, tras la enormidad del océano Atlántico, una ruta nueva hacia las Indias, o, quizá, el camino a una tierra sin mácula, un reino virginal, un paraíso inédito. Su pasión descubridora, ofertada en todas las cortes de Europa, atendida, finalmente, sólo en la de España, representa la genialidad del predestinado frente a la ciencia milimétrica del concienzudo. Nulo matemático, marinero paupérrimo, cartógrafo aficionado, comandante falto de empatía, no lo alentaba, en esencia, un laborioso estudio de atlas y portulanos, sino la lectura de obras fantásticas, libros de profecías, el fulgor de las vivencias de Marco Polo, el arrojo y la ambición desmedida. Ni sus más entregados hagiográfos pueden negar los claroscuros que salpimentan su controvertida persona, su escasa popularidad entre los tripulantes, el desapego por la integridad de los indígenas, sus celos, inveterados, su manía persecutoria y el pavor a ser privado de la consecución de su misión de su vida. Alejo Carpentier lo dibujó como un individuo mezquino, entregado a satisfacer su ego, fabulador y falsario, conocedor de informaciones privilegiadas, nunca reveladas, en loor de su propia fama. Cristóbal Colón murió en cierta pobreza, superado por el reverso trascendental de su figura, caído en desgracia como gobernador, abatido guardián de un predio sobre el que comenzaban a precipitarse una plaga de dimensiones bíblicas. Siquiera sus huesos gozan de la seguridad de un enterramiento solemne. En su muerte, como en su nacimiento, los analistas oponen pareceres, dudan de su emplazamiento postrero. América bulle de vida, luce una individualidad mestiza, se enorgullece de una mixtura única, retoño mitológico, surgido de la convulsión y el cataclismo, el choque violento y apocalíptico entre dos mundos diametralmente opuestos. Un tapiz deslumbrante germinado durante milenios, enroscado en torno al epicentro de este aventurero revelado. Por encima de sus inquinas y vesanias, Colón es el ejemplo definitorio de que la humanidad no camina, exclusivamente, por los raíles de la racionalidad y el progreso académico. Participa del mismo tronco que soñadores como Heinrich Schliemann, persigue una quimera etérea, remotamente relacionada con signos externos, esculpida en el laberinto de su alma, producto artístico, por sí solo, ilusión, originalidad sin espejo, viento invisible soplando tras el velamen de tres carabelas. En la Historia, este hombre de moralidad discutible es un gigante de proporciones cósmicas. Firma de autor, chispa de genio. El mundo es éste, y no otro, por el egotista fervor de un oscuro marino nacido en el medioevo.

lunes, 27 de febrero de 2012

Firpo contra Dempsey

Un 14 de septiembre de 1923, en el Polo Grounds de Nueva York, Jack Dempsey, tótem de la tradición más conservadora del boxeo norteamericano, noqueó a Luis Ángel Firpo, el indomable Toro Salvaje de la Pampa. En la noche de un tiempo remoto, rodeados por el clamor de millares de aficionados, seguidos, en todo el mundo, a través de emisiones de radio, ambos luchadores compusieron un encuentro de resonancias míticas. Firpo fue un luchador relativamente tardío, que comenzó a pelear a los veintitrés años. Era torpe y embrutecido, desprovisto de cualquier elegancia sobre el cuadrilátero, pero, también, inteligente y avispado, conduciendo él mismo su carrera deportiva. Firpo vivió la suerte de una época con remembranzas feriantes, en las que un tamaño descomunal o una fuerza hercúlea aún llamaban la atención como fenómenos preternaturales. Sólo de este modo logró una oportunidad ante Dempsey, la estrella, el campeón mundial de los pesos pesados, un guerrero al que superaba en altura y tonelaje. Con el gong inicial de la campana, sin embargo, el norteamericano lo arrolló, golpeándolo con un furor incontenible. Siete veces se venció el argentino, otras tanta volvió a erguirse, sólo para seguir vapuleado. Por aquel entonces, la regla del rincón neutral no regía en los organismos, permitiendo abalanzarse al hostigador al menor viso de recuperación. A falta de pocos segundos, no obstante, Firpo envió una combinación inmortal, revestida de un halo mágico. Dempsey atravesó las cuerdas, inconsciente, salió del ring y cayó encima de los periodistas. Tiempo fue, entonces, para la polémica proverbial y eterna. Hay quien dice que el árbitro tardó en comenzar la cuenta correspondiente, esperando a que el campeón fuera alzado hasta la lona. Otros sostienen que, únicamente, éste fue ayudado a retornar al ensogado, siendo el conteo honrado. Existen, también, quienes aseguran que la recuperación fue completamente legítima, escenificando un ejemplo de superación y hombría. En el segundo episodio, Dempsey buscó ejecutar con bríos renovados, desbaratando a su rival por tres veces y haciéndolo abandonar definitivamente. En aquel día lejano, Argentina estuvo más cerca del campeonato mundial de los pesos pesados que en ningún otro instante de su historia. Para muchos, Firpo representa el destino funesto de los pueblos latinoamericanos ante el imperialismo dominador de Norteamérica, la capacidad de resistencia digna frente a un enemigo insuperable. En su tumba, en Buenos Aires, hay una estatua, placas conmemorativas, el lujo postrero de un retiro dorado, monumento a la más brumosa leyenda del boxeo latinoamericano.

lunes, 20 de febrero de 2012

El miedo al tiburón

El tiburón simboliza el miedo elemental del hombre al gregarismo dentro del reino animal. Protagonista de una ficción dominadora, en la cual, cobijado en la seguridad del urbanismo, considera la naturaleza como una fámula a su servicio, el ser humano acostumbra a descubrir su vulnerabilidad de un modo traumático a inesperado. Arrojado a la brutalidad del entorno, su ego antropocéntrico se diluye ante la magna revelación de su indefensión frente a la tierra. El individuo es débil e inseguro y necesita reafirmar su primacía en todo momento. Desea lucir espléndido en su rutina diaria, retrasar, en la medida de lo posible, el envejecimiento, percibir su alrededor como un marasmo de tranquilidad, palpar con la soberbia del monarca ante su señorío, sentir los pies en la tierra, su superioridad intelectual y física, la sublimación cualitativa de los avances mecánicos, los vehículos, aviones, buques, el fastuoso despliegue de una raza empeñada en alcanzar la cima del universo. Todo parece asequible para una civilización capaz de atravesar océanos en apenas unas horas, visitar estancias siderales, superar la velocidad del sonido o llevar la electricidad a los parajes más remotos. El hombre tiene alma de rey sobrevenido, arrogante e inmaduro, consciente de su poder supremo pero sin hechuras con las que morigerar su ejercicio. El pánico de los entregados a un rol con una ceguera irreflexiva reside, inevitablemente, en lo más profundo de su inconsciente, y es la caída en el polo opuesto a su actual tránsito existencial. Así, el hombre, como consciencia universal, se aterroriza ante la perspectiva de perder el control, la facultad de escudriñar la realidad y decidir el mejor movimiento sin ninguna limitación física. Desde un punto de vista antropológico, la caída en las aguas marinas representa la involución más extrema, no ya prehistórico homínido acechado por fieras africanas, sino retorno al estadio elemental, bullir pretérito en el líquido ancestral, vistazo al espejo arcaico y pavoroso de los orígenes más primigenios. En el océano, desprovisto de la aparente seguridad de cualquiera de sus invenciones acuáticas, el individuo es un organismo intrascendente, desprotegido, un juguete para la arbitrariedad de las olas y una víctima propiciatoria para sus deidades ancestrales. Agitando, aún, los brazos, profiriendo gritos de socorro, escenifica un patetismo exclusivo de la raza humana, la angustia inenarrable del que conoce el extraordinario valor de la vida, mientras, bajo la superficie, sus piernas se agitan, turban las aguas, generan ruidos en frecuencias inaudibles, perturban la estabilidad de un reino misterioso. En este territorio insondable, el tiburón se mueve en silencio, ondula, sinuoso, la cola, contempla, hierático, indescifrable, rincones volubles, de apariencia idéntica, pero repletos de matices e indicios inestimables. Esta criatura infernal no posee racionalidad o consciencia de sí, pero su efigie, aterradora, es receptáculo inmemorial de miedos anclados en la psique del hombre. Su nariz afilada, la piel, límpida en la distancia, cicatrizada en la cercanía, la aleta, signo irreal y funesto, los dientes, afilados, copiosos, alfanjes congénitos, albos refulgentes con remembranzas de muerte, los ojos, fríos, vacíos, diríase que cegados, mirada inexpresiva, procedente de tiempos remotos, catalejo para dioses submarinos, oscuros, olvidados, más antiguos, aún, que la vida terrestre. En un instante, el escualo puede ascender, aletear hasta la presa, cerrar sus mandíbulas, indiferente, desatar una nube de sangre, teñir las aguas de rojo, generar un alarido grotesco, helador, individualmente trascendente, anécdotico en la totalidad, cuya resonancia no llegará más allá de los primeros metros de profundidad. El monstruo puede insistir o abandonar a su víctima, arrastrarla al abismo o concederle su gracia, pero, en cualquiera de los casos, será elección animal, y no resolución humana. El hombre es el tirano debelado, expulsado del trono, déspota entregado a las fauces del mundo.

martes, 14 de febrero de 2012

Aeropuertos

Aeropuertos o vórtices humanos. Lanzaderas de sueños y cementerios de anhelos frustrados. Catalizadores de energías casuales, abrevadero para monturas celestes, catedrales del culto al viaje. Nidos de pájaros iniciáticos, rutina para apátridas negociantes. A veces, majestuosos, otras, humildes, posmodernos o industriales, periféricos o céntricos. Ciudades de cristal y hormigón, eslabones de una cadena infinita. En ellos, conectan vidas heterogéneas, ocios y mandatos, carestías y lujo, visiones idealizadas, trayectos forzados, excursiones fugaces o periplos largos y ambiciosos. Cada uno es una Torre de Babel en la que se cruzan millares de desconocidos, arrastrando, invisibles, todas las cargas etéreas ligadas a su existencia. En el vacío de los aeropuertos flotan secretos íntimos, pavores infantiles, costumbres familiares y taras congénitas. Confluyen lenguas diversas, acentos exóticos, hay una polifonía casual que muta a cada despegue. Un aeropuerto multitudinario es la sublimación última del quimérico concepto del cosmopolitismo. Seres humanos de todas las regiones del mundo discurren sin enfrentamiento, preservados por la subsunción en el movimiento, focalizados en su inminente abordaje. Grupos formados por azar y estadística comparten un breve periodo de tiempo, uniendo sus espíritus en una involuntaria aproximación panteísta. Aguardando frente a la puerta de embarque, son almas a la expectativa, abandonados en parajes lejanos, dependientes de terceros, ligados al hogar, únicamente, por sus lazos íntimos y personales. En los rincones de los aeropuertos, perviven memorias nostálgicas, recuerdos sin dueño, palabras reprimidas, exudaciones de retrospectiva e incertidumbre.

lunes, 30 de enero de 2012

El portero

El fútbol, deporte colectivo por excelencia, esconde una paradoja en la figura individualista del portero. El arquero es un deportista arriesgado, ubicado por encima de lo humano y lo divino, cuyo desempeño es una constante apuesta contra los hados caprichosos de la fortuna. Este paladín moderno puede ser ensalzado hasta el Olimpo si logra soportar las acometidas del rival, pero, en un instante fugaz, la adoración puede tornar odio y el embeleso en ira. Como en cualquier deporte de equipo, los alineados poseen facilidades para camuflar un rendimiento pésimo, cobijándose bajo el palio de un día aciago o subsumiéndose en la situación crítica del conjunto. El juicio de la grada es severo, tiránico, y, en ocasiones, arbitrario, pero los futbolistas avezados y hábiles en el trato a las masas saben cubrir sus defectos mediante artimañas diversas. El portero, sin embargo, vive, a perpetuidad, en el linde del abismo. Es el ouroboros universal sobre el que gravita el concepto básico del juego, principio y final, símbolo gnóstico, luz y oscuridad imbricadas en el individuo. Cuando la pelota ronda la línea de gol, vuela, poderosa, hacia los tres palos de la portería, se detiene el diapasón de los corazones, se paraliza el hálito de los pulmones, hay una pausa intemporal, en la que el organismo se reduce a una incertidumbre sencilla, si el tanto subirá o no al marcador, si las redes se agitarán, abatidas, al contacto con la pelota. Es entonces cuando interviene el guardameta, estira su mano, rebelde, carga en sus hombros el peso de la ilusión generalizada, anhelo de sus compañeros, pasión de miles de aficionados. El proyectil es desviado, desaparece tras el arco, el tiempo corre de nuevo, él es el héroe, el salvador, el guardián celoso e inescrutable. Pero si el disparo es fácil, no levanta tensiones, marcha, dócil, hacia la rutina de los guantes expertos, y, no obstante de ello, se escapa, bota, burla a su receptor, se tambalea, como una polichinela esférica, hacia la frontera terrible, una grieta infernal se abre a los pies del portero, y éste, vapuleado, se transforma en el culpable de todos los males de la tierra. Habrá quien desate su furia y quien guarde un respetuoso silencio, pero, en cualquier caso, un sentimiento pecaminoso dimanará del desventurado, abatido por la injusticia, dolido con sus capacidades, arrepentido, incomprendido, habitante de la condescendencia cordial del resto de jugadores. El arquero es un temerario embarcado en una trayectoria suicida, que, con cada actuación brillante, alimenta la decepción solemne que embargará a sus seguidores durante sus postreros momentos. El futbolista de campo envejece y oculta su decadencia con actos de pundonor, carreras populistas, detalles de calidad, participaciones esporádicas, ideadas para su menguante aguante, demostraciones de veneración y respeto hacia la vieja leyenda. Por el contrario, cuando el portero, alentado por la subjetividad funesta de todos los deportistas, pierde facultades, pero, aún así, permanece en activo, su decadencia es un drama triste, vejatorio, cruel e inmerecido, en el que el declive es presentado ante el mundo con una claridad agresiva. Ya no quedan reflejos, no hay velocidad felina, restan, únicamente, movimientos técnicos, mecánicos, inolvidables durante el resto de la vida, pero inútiles, caricaturescos, adornos para el saqueo de unos dominios antaño inexpugnables. Desde su primera jornada en activo, el portero protagoniza una lucha utópica, abocada a un inevitable fracaso. El balón está predestinado a introducirse dentro del arco, confluye hacia los tres palos con un ímpetu natural y salvaje. Se puede retenerlo, a costa de la juventud y la preparación física, pero, al final, con el paso de los años, sólo queda abandonar el campo, desistir de una misión fútil, rendirse ante la certeza de la pelota rasgando el espacio etéreo de la portería.

lunes, 23 de enero de 2012

La descripción literaria

A pesar de su finalidad aparente, la descripción literaria es uno de los modos más meridianos de difuminar la imagen de cualquier elemento tangible de la realidad. La pluma evoca un paisaje con una intensidad conmovedora, pero, en medio de la avalancha de adjetivaciones y remembranzas, se filtra la impotencia del lenguaje para plasmar la existencia en toda su entidad. Fuera de la percepción humana reside un entramado vasto, la creación en su totalidad más inabarcable, olores, visiones, sabores, matices, mixtura de impresiones opuestas, la comunión de los sentidos en un vórtice indisoluble. En el contacto de la mente con el mundo no participa, únicamente, la limitada aptitud de una facultad concreta, sino que, en un intrincado proceso de origen insondable, se crea una figuración volátil repleta de añadidos subjetivos. Desde las vivencias personales, los estados de ánimo, los condicionantes temporales, la rutina de los días o el sobrevenir de un suceso extraordinario, hasta la hibridación con el clima, la melancolía, la compañía, los ruidos, la caricia de la brisa o la claridad del firmamento, innumerables eslabones componen la escena que, en última instancia, quedará fijada en el alma como modelo sobre el que construir un recuerdo. Ni la más dotada de las escrituras, sea rebosante de calificativos, sea escueta, sencilla, urdida sobre un entramado sobrio y sin concesiones poéticas, logra acercarse, lastrada por las insalvables limitaciones del medio, a dibujar, siquiera con un ápice de su grandiosidad, la esencia objetiva del entorno. El lector puede fascinarse con la pericia deslumbrante del escritor de turno, admirar su verborrea sutil, su léxico ubérrimo, la riqueza de ideas, la imbricación de sentimientos o la nitidez de su nostalgia lírica, pero, si eleva la vista, por un instante, dirigiéndola hacia la naturaleza, alcanzará la certeza de que las letras mueren a la orilla de una costa inmensa, honda, inatacable, más grande que cualquier creación humana o la fugaz concepción personal que el individuo forme en un ser durante la corta duración de su vida. El creador bucea en los pozos de su vivir, ridículamente solemnes, pretenciosos hasta la tragedia, y, una vez escogida la memoria de una sensación pasada, la somete al silencioso martirio de la conversión al lenguaje. En este procedimiento cercenador, la pequeñez del ser humano ante el mundo invierte su signo, domeñando la grandiosidad del universo mediante el ejercicio egocéntrico de la escritura. La vastedad metafísica de la realidad es reducida a las dimensiones de un parámetro atrofiado, no ya contacto primigenio de la materialidad con el organismo, sino especialización fútil, altiva, heterogénea, sublimación de una habilidad condenada a la intrascendencia cósmica. Baste huir del ajetreo urbano, contemplar el torrente desatado de las aguas, releer, en mitad del fragor, su descripción minuciosa, enunciar las palabras, con cadencia, dejarlas mezclarse con el bullir líquido, repetirlas de nuevo, arrojarlas hacia las profundidades, anhelar su regreso, como aventuradas de un culto iniciático, esperar la nada, asumir su muerte, desprovistas de sentido alguno ante la inmensidad de la belleza más pura.

lunes, 9 de enero de 2012

Bare - knuckle boxing

El boxeo moderno surgió en Reino Unido, a mediados del siglo XVIII. Entras las brumas británicas, sobre la soleada campiña, en cocheras, claros del bosque, promontorios o valles profundos, hombres recios y fornidos se enfrentaban con los puños desnudos, levantando los cimientos del pugilismo actual. Desde que, en 1743, Jack Broughton codificara el primer reglamento, las London Prize Ring Rules, hasta bien entrado el XIX, Inglaterra conoció una pasión fervorosa por los combates. Eran tiempos antiguos, en los que Europa aún se enzarzaba en guerras fratricidas, con monarcas absolutos, nobles con peluca, señoritas con corsé, orgullosos navíos en los muelles, zapatos con lazo, calzones, bastones dorados y caballos enjaezados con las galas más suntuosas. En este ambiente clasista, ahora vivo, solamente, en novelas o filmes, el hombre se excitaba de igual modo con la contemplación de una pelea honrosa entre dos individuos ejemplares. Por aquel entonces, las manos no se cubrían con guantes, los asaltos culminaban, únicamente, cuando uno de los enfrentados caía, en las esquinas, se hacía uso del coñac para revitalizar los ánimos, los aristócratas, olvidando sus ínfulas, se comprometían plenamente con el fomento del boxeo. Era ésta una actividad ubicaba en un limbo indeterminado y, por ello, el fenómeno del nomade ring no suponía un acontecimiento extraordinario. Se producía éste cuando el sheriff del condado no consentía en la realización del evento y, transitando a través de los campos, público, promotores, entrenadores y luchadores oteaban para encontrar mejor emplazamiento. Desde Jorge IV de Inglaterra hasta el afamado Lord Byron, cientos de celebridades históricas se mantenían en vilo ante un choque entre colosos y las riadas de viajeros dirigiéndose al lugar de la pugna eran imagen habitual. Cercados por las cuerdas y los postes, contemplándose en silencio, tensos, concentrados, los brazos en guardia, balanceándose suavemente, los pies firmes en el suelo, lejos del ligero movimiento que surgiría cientos de años más tarde, los púgiles concentraban la atención de la nación, despertaban un instinto arcaico, primigenio, inefable, compuesto por dos naturalezas opuestas. Por un lado, la sublime, maravillosa, dignificante, el pleito viril, respetuoso, caballeresco, ejercicio de vitalidad suprema, cima excelsa de la hombría, por otro, el ignominioso, propio de ignorantes, el disfrute visceral con la sangre y las contusiones. En esa época lejana, lo más parecido al recuerdo gráfico son algunos retratos y grabados, por lo que la inmortalidad ha llegado sólo a los nombres populares del momento. Daniel Mendoza, Bill Warr, Tom Tyne, Tom Molineaux, Jem Belcher o Joe Berks, entre muchos otros, construyeron una mítica difuminada por la neblina histórica, formada por fortalezas insólitas, hazañas límite, episodios truculentos, lesiones estremecedoras, nudillos descarnados, ojos amoratados, costillas quebradas, estampas de reciedumbre extemporánea. Herreros, caldereros, estibadores, marinos, incluso, algún esclavo emancipado, estos hombres osados se erigían en ídolos sobre una sociedad incipiente, germinada muchos siglos atrás, durante la primacía grecorromana, el músculo, la fuerza, la heroicidad gratuita, fútil, nacida, únicamente, del anhelo de gloria del individuo y la alienación fervorosa de la grada. En el bare – knucle boxing, los gritos estremecían a los asistentes cuando un golpe conectaba, límpido, sobre el rival, los aplausos se desencadenaban ante una resistencia esforzada, el corazón se estremecía con las demostraciones gallardas, los púgiles eran fuertes, velludos, henchidos de tórax, robustos de hombros, provistos de unos brazos firmes como columnas. Dentro del cuadrilátero fluían todas las energías humanas, emoción, dedicación, inteligencia, admiración, gentileza, ego, humildad, violencia, estética, persecución de quimeras innecesarias, peligrosas, irresistibles.

lunes, 2 de enero de 2012

Tiempo

El ser humano es un organismo limitado, al que la inmensidad de la existencia provoca vahídos y temores irreprimibles. El hombre civilizado no es capaz de asumir dimensiones inatacables para sus sentidos, y, por ello, desde tiempos inmemoriales, trata de reducir a sus parámetros todas las realidades con las que se relaciona. Así, necesita cercar terrenos, delimitar mentalmente las lindes, dibujar fronteras sobre el papel, cuantificar, calibrar hasta el milímetro, especificar en qué punto exacto del globo la naturaleza termina de pertenecer a un pueblo para pasar a ser patrimonio exclusivo del otro. La medición del tiempo es una faceta más de esta atrofia demarcadora y, a pesar de que su percepción sea una experiencia subjetiva, casi todas las culturas se empeñan en erigir un armazón etéreo sobre el que organizar la rutina de sus días. Cuando el año se apresta a terminar, se hacen promesas de cambio, se fijan compromisos íntimos, se festeja, por lo vivido, se anhela, por lo venidero, se presume que, al llegar al primer día del siguiente, los hados serán distintos, el mundo virará su rumbo, al menos en la esfera personal del individuo. Lejos, no obstante, por encima de la visión humana, el universo sigue bullendo, brillan millares de estrellas, en latitudes remotas, refulgen las galaxias, aguardan insondables misterios. El etnocentrismo conduce a la sociedad a valorar cada doce meses como un periodo cerrado pero esta construcción voluble es sólo un trazo intrascendente, destinado a extinguirse, tan válido como otros tantos calendarios, perdidos para siempre o reducidos a ámbitos puramente académicos. El tiempo no es objetivo, sino que varía en función de su perceptor, e, incluso, existe, tal y como lo entiende la humanidad, sólo cuando la razón se relaciona con el mismo. De este modo, los que viven el instante se transforman en eje esencial de la existencia, convirtiendo la composición lineal que impera en la actualidad  en una entelequia tan raquítica como endeble. El cosmos puede ser circular y su aprehensión, un ouroboros eterno, cuyos dientes muerden su cola en una paradoja perpetua. Para el hombre de siglos remotos, la realidad es aquello que palpa, lo pasado es sólo recuerdo, lo futuro no es cognoscible. En esa mente pretérita, nada de lo que hoy vemos representa un valor perceptible y su estimación de lo futuro es similar a la que, en estos momentos, se tiene del porvenir dentro de miles de años. Aunque, contemplando lo maravilloso de la tierra, se crea ser más que el antepasado, convertido, hace generaciones, en grava y polvo, cuando la muerte se lleva el espíritu y los sentidos se apagan definitivamente, la evidencia del propio paso por el universo se ubica en un plano idéntico a la del troglodita fagocitado por la voracidad de una bestia prehistórica. Desde esa instancia velada, oscura, inaprensible durante la vida, el epicentro de la conciencia humana vuelve a ser la relación sensitiva. Observada desde la nada, la capacidad de respirar, degustar sabores, admirarse con la belleza o contar las horas transcurridas es idéntica en cualquier fase de la historia humana. Más allá de la carcasa corpórea, la realidad no se estructura en compartimentos estancos, las jornadas pasadas no desaparecen eternamente, el universo es un todo instantáneo, a cuya magnitud, inmensa, turbadora, incomprensible, el hombre alcanza solo a asomarse durante los insignificantes años que componen su vida.